Revisar un cuadro de honor, en donde el único nombre que destaca es el del deportista o el equipo que se hizo de la victoria, es un ejercicio frío e insuficiente. Tal vez su única función se reduce al repaso de la estadística. Por el camino quedan las singularidades de cada gesta ligadas a una relación causal e incluso los eventos azarosos que intercedieron para que el final de una campaña se resuelva a favor de tal o cual.

Aunque desde una perspectiva exitista, el olvido sepulta a los que estuvieron a punto de quedarse con la victoria, sobran ejemplos de lo contrario cuando los rasgos identitarios de los que perdieron se salvan de la condena al ostracismo. Señales grabadas a fuego que les permiten a los aficionados verse reflejados en el espíritu de las personas que saltan a la arena.

Los New York Knicks de la década del 90 se colaron en el corazón de su gente y de su ciudad a pesar de no haber conseguido ningún anillo. Sangre en el Garden (editorial Contra) del periodista estadounidense Chris Herring, realiza una crónica de cómo la franquicia de Manhattan salió del pozo, recuperó el respeto de la liga y el cariño de su público, haciendo hincapié, justamente, en la identidad construida por su plantel.

Luego de obtener los campeonatos del 70 y 73 los Knicks entraron en franco declive hasta tocar fondo a mediados de la década del 80. En la primera posición del draft de 1985 reclutan a la estrella de la Universidad de Georgetown, Patrick Ewing. La incorporación del pívot no fue suficiente para que pudieran levantar cabeza.

El golpe de timón se hizo esperar hasta 1991, cuando se hizo de la dirección técnica Pat Riley. Arribó a la ciudad de Nueva York luego de obtener —en la década del 80— cuatro campeonatos con Los Ángeles Lakers. Pero la ciudad de Los Ángeles no es igual a la de Nueva York y el estilo de juego impuesto por el Showtime en la mano del pasador Magic Johnson y el anotador Kareem Abdul-Jabbar no era viable en la costa este.

A los Knicks les urgía un sello propio que hiciese buen maridaje con la idiosincrasia de su afición, y llegó de la mano del nuevo entrenador que entendió que el juego físico y la agresividad eran los caminos para el resurgimiento.

“Tenés que necesitar la victoria tanto como yo necesito de respirar”; desde el día uno esa frase fue el mantra que encontró el nuevo entrenador para sacudir la modorra del equipo. Entrenamientos extenuantes, batallas en la pintura en la que los jugadores se magullaban entre sí y la convicción de que serían un equipo a tener en cuenta, dejaron atrás los años de decadencia.

Al final de la temporada regular los Knicks marcaron el mejor récord de la División Atlántico y en semifinales obligaron a los Chicago Bulls a jugar siete partidos. Lo que a priori parecía un trámite sencillo para los dirigidos por Phil Jackson, se convirtió en una disputa feroz que redujo al mínimo la presencia de Jordan en la pintura, a raíz de los golpes que se llevaba cada vez que intentaba acertar un tiro al aro.

La respuesta del público al juego duro impuesto por Riley hizo crecer el negocio a tal punto, que el departamento de marketing tuvo que abrir una lista de espera para que los abonados se hicieran de sus tiques en los partidos de local. La esperanza iba en ascenso, pero en su camino al título otra vez tenían que enfrentar a los Bulls, esta vez en final de conferencia, serie que ganó Chicago 4-2.

En la temporada 93-94, con Jordan cursando su primer retiro, los Knicks —por fin— pudieron llegar a las finales de la NBA. Para cumplir el sueño de volver a colgar un estandarte en lo más alto de su pabellón debían vencer a los Rockets de Hakeem Olajuwon.

Estaban empatados en dos uno cuando el 17 de junio de 1994 se disputó el quinto partido. La victoria fue para los neoyorkinos, sin embargo, el juego pasó desapercibido porque la atención de todo el país, incluida la de los asistentes al Madison Square Garden, se enfocó en la persecución de la policía a O.J. Simpson, acusado de asesinar a su esposa Nicole Bronw y a Ronald Goldman.

Los Knicks viajaron a Houston por el título, pero una mala decisión en ataque en el último segundo les permitió a los Rockets empatar la serie en tres que, días después, también se llevaron el séptimo partido y el campeonato.

Los dirigidos por Riley estuvieron a una pelota de obtener su tercer anillo en la historia. A pesar de no haberlo conseguido, los rasgos identitarios de ese equipo, que se caracterizó por un juego físico y agresivo, marcaron con su entrega el corazón de los fanáticos y con sangre el flotante del Garden.