Carlos Marx nació y murió demasiado temprano como para conocer la Bombonera. Se le escaparon por eso unos cuantísimos episodios emocionantes de la historia, montones llenos de bellezas y otros feos como el vaivén de agravios entre algunos plateístas de Boca y el arquero del equipo, Sergio Romero, luego de una derrota frente a River durante un setiembre que le resultó frustrante. En las horas que continuaron, el futbolista agredido se disculpó por ser, también, agresor y quedó notificado de que el club lo castigaría en lo deportivo y en lo económico. Los hinchas, en cambio, no se disculparon por nada y casi nadie les reclamó perdones. Y un debate social, más resonante que profundo, dio vuelta por los oídos argentinos y no sólo argentinos. Bravo debate: ¿hay derecho al insulto? Las respuestas desembocaron en dos lugares: el moral (o pretendidamente moral), que indica que blasfemar es reprobable, y el de la autonomía relativa del fútbol, una actividad que cobija al ejercicio de la bronca con música de puteada desde hace muchos tiempos. Frente a ese escenario, acaso Marx alzaría la voz, pero no para añadir improperios. Quizás diría que el asunto no es tan sencillo.

“La gente tiene derecho a expresarse”, asumió Romero al retractarse, reiterando una frase que la mayoría de sus colegas emite cuando oye las furias de la tribuna. “¿‘Derecho a expresarse’? ¿Cómo no va a reaccionar alguien si un tipo lo basurea?”, replica Daniel, un sesentón que acumula enojos de fútbol, pero, siguiendo al filósofo alemán Immanuel Kant y a lo que le enseñó su madre, no se permite hacer lo que no le gustaría que le hicieran. Ambos argumentos invitan a poner en cuestión en qué consiste la moral. Ahí es que pide la pelota, entre otros, Marx. ¿Puede pensarse una moral que no considere las condiciones materiales de producción del fútbol? ¿Y cuáles son esas condiciones? Va una: los futbolistas de élite integran la mínima nómina de individuos que, en el marco del capitalismo, se vuelven ricos sin explotar a otros. Lo que el sociólogo español Manuel Castells llama “sobresueldos”. “No hay contratos que lo blanqueen, pero parece implícito que ganar mucho más que el resto incluye la aceptación de que te insulten”, evalúa Rodolfo, otro hincha, que no justifica, pero trata de discernir. Miles contestarían que Rodolfo aduce algo que no puede o no debe suceder. Pero sucede.

Miguel, pasados sus 30 cumpleaños, lo despliega: “Yo pago por venir a ver un espectáculo. Si el espectáculo me defrauda, me quejo. Y, en el fútbol, la queja es contra los jugadores, o los entrenadores o los dirigentes y tiene la forma del insulto”. Esas dos palabras iniciales: “Yo pago”. Esas dos palabras de eco más estridente que en cualquier época porque transcurre la recontraépoca del mercado y, en la recontraépoca del mercado, todo es mercancía y el fútbol funciona como una mercancía entre las mercancías, más allá de que, desde luego, constituye muchísimo más que una mercancía. La plata no tendría que conceder derechos porque los derechos son otra cosa y, en todo caso, los pueblos los conquistaron o tratan de conquistarlos. Sin embargo, en un sistema regido por la plata, qué macana, la plata da derechos.

“Se necesita poner algún límite”, se enfervoriza Micaela, corazón de Boca, jamás maltratadora de quienes se enfundan su camiseta. El fútbol posee una dimensión pasional e identitaria excepcional que torna particularmente próximas a la alegría y a la tristeza. Y es un campo de expresividades en el que esos sentimientos se sueltan.

De nuevo: ¿es posible edificar un límite si el fútbol es percibido como mercancía y como entretenimiento porque así lo ofrecen y lo venden las corporaciones que se lo apropian y dominan esta etapa? ¿Cómo discutir ahora, aun admitiendo mil especificidades, la cultura del fútbol sin discutir la cultura entera? Y, en el medio, lo argentino, eso que proclama Julián, casi a los 40, con un millón de partidos en la memoria y en el futuro: “Una sociedad que te deja librado al azar. Un Estado abandónico por casi todas partes. Ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres. Salarios registrados que no alcanzan para la canasta básica. Un tercio de trabajadores informales. Es la selva esto. ¿Por qué el fútbol va a ser diferente?”.

Francés, escritor, premio Nobel, arquero aficionado, Albert Camus avisó hace una vida: “Todo lo que sé de moral se lo debo al fútbol”. Marx también nació y murió demasiado temprano como para disfrutarlo. Ni dudar que le prestaría atención. Y, de cara a la Bombonera, le devolvería un interrogante: ¿de qué moral me hablás?