Ahí estaba el gran Ladislao Mazurkiewicz: detenido.

Y ahí estaba, también, pegado a Mazurkiewicz, comprometido como en cada segundo de su lungo cuerpo y de su lunga historia, el gran William Uruguay Puente: detenido.

Detenidos los dos, aunque muy a su modo, muy al modo que suponen los itinerarios de un tipo que por momentos sería algo así como el mejor arquero del planeta y de otro tipo que por momentos sería algo así como el mejor periodista del planeta.

Pero, en el principio de la década del sesenta, anónimos como tantísimos uruguayos, jóvenes en cada poro, a ambos les faltaba camino para completarse como cracks y les sobraba pasión como para que un Racing-Wanderers los hiciera soltar algún comportamiento infrecuente o para que los pocos policías que se ocupaban del partido repararan en ellos y les restringieran la libertad.

Mazurkiewicz y Puente, uno oriundo de Piriápolis y otro de Pintado, hermanos por un ratito. Mazurkiewicz, que estaba a nada de que 1963 le permitiera estrenarse como golero del Racing montevideano en el comienzo de una carrera brillante que lo llevaría, entre otros destinos, a tornarse imbatible entre los tres palos del Peñarol supercampeón y a proteger el arco celeste en tres mundiales. Puente, que ya empezaba a hilvanar notas impecables para El País, Hechos, La Idea o Marcha, con una administración exquisita del lenguaje y con la certeza de que se había hecho cronista para expandir la voz de quienes quizás no poseían una administración exquisita del lenguaje, pero sí eran el corazón del pueblo. Ya en esos días era un ser de una sola pieza que cerraba las conversaciones con un “abrazo, compañero” o con un “abrazo, hermano”.

Aquella tarde Mazurkiewicz y William fueron uno para el otro en el parque Osvaldo Roberto, de Sayago, donde Racing defendía sus prestigios locales. Hincha sin rupturas, William palpitaba el duelo de Primera cerquita del número uno, quien, luego de jugar el duelo preliminar, miraba fútbol con sus ojos ávidos mientras una mochila le colgaba de un hombro. William no llevaba mochila esa vez ni tampoco andaba recogiendo apuntes para las notas infinitas que, en los seis decenios siguientes, esparciría por la Tierra, en especial desde Buenos Aires, la ciudad a la que migraría en 1973, como muchos, después del horrendo golpe de Estado en su patria.

Entonces, un hombre se metió en la cancha. Uno de Wanderers, que pisó el césped y le embocó una piña a un jugador rival. El barullo se masificó. Tanto que el autor del primer manotazo quedó fuera del foco. Fuera de foco para la mayoría, pero no para Mazurkiewicz, quien, como sabrían los públicos del universo en los años posteriores, ya andaba dotado de pupilas fulgurantes y era capaz de detectar el viaje de un remate bravo hacia el rumbo que fuera y llegar a tiempo. Con esas pupilas, el arquero vio que, a unos metros, le desfilaba con cierto sigilo el sujeto de la primera agresión y, de inmediato, les cambió el uso a sus dedos firmes de atrapapelotas y los estampó en el rostro exacto.

En Montevideo o en Buenos Aires, en una cena larga o en la brevedad de un café en una redacción, William sobresaldría como narrador oral excelso. Lo asombraban las paradojas y entre sus preferidas se situaba una de Mazurkiewicz. Evocaba que el señor que deslumbraría sobre cientos de pastos había desembarcado en Sayago para probarse como marcador de punta, pero tardó tanto en cambiarse que, cuando ingresó a la práctica, sólo perduraba lugar en el arco y allí fue. William también evaluaba que si Mazurca se hubiera consagrado como futbolista de campo, habría convertido unos cuantos goles. Y que aquel trompadón merecería considerarse como un golazo.

Parece que un agente sopesó desfavorablemente la acción de Mazurkiewicz y lo aprehendió justo adelante de William. Y William, afable, encantador, simpático, sonreidor consecutivo detrás de sus bigotes anchos, un divertido y un serio en el mismo envase, un tierno en cada parpadeo dibujado a la sombra de sus anteojos infaltables, un desopilante fabulador de ficciones al que resultaba imposible dejar de oír, no transitaba ni transitaría nunca las rutas de la existencia habitado por la indiferencia. Era un involucrado, un solidario y, en cuanto hizo el descubrimiento del territorio ideológico, un militante de izquierda para siempre que entregaba sus tímpanos a los compases de “La Internacional”. Así ejerció el periodismo, así ejerció sus días de punta a punta. Apenas detectó la injusticia que se perpetraba con Mazurkiewicz, desparramó toda la delgadez y toda la longitud de su figura y tironeó al policía para que se dejara de embromar. Conclusión: fue el segundo detenido.

Particular detención: transcurrió en la cantina del club. Más particular: duró una brevedad porque el lío en la cancha se multiplicaba con bastante más riesgo que las acciones de los dos detenidos en la cantina. Más particular aún: ante el desorden general, el policía que los detuvo se los olvidó y ya no retornó por ellos.

Pero lo importante es que ese era William.

Ese era William: no hirvió en defensa de Mazurca cuando este poblaba los mejores espacios de la prensa con sus actuaciones inempardables, sino que intentó rescatarlo cuando latía como un pibito ignorado. Ese era William: toda su trayectoria posee tamaño sello. En los ochenta, por ejemplo, cuando el mítico editor Jacobo Timerman condujo el diario La Razón, integró una sección internacional de lujo, cuyos miembros (los uruguayos Manrique Salvarrey Gaudín y Carlos Arroyo, los argentinos Roberto Fernández y Eduardo San Pedro) apilaban una erudición enciclopédica sobre cada asunto de cada punto del planisferio, pero privilegiaban traslucir los sufrimientos de los oprimidos, las luchas de los rebeldes, las hipocresías emprendidas bajo vocablos como “libertad” o “justicia”. Por esa época, además comandó El Latinoamericano, un programa que, desde la televisión pública argentina, hacía eje en los sueños y en los dramas de las gentes pospuestas del continente y dotaba de análisis a cada ciclo político. Se desempeñó en las agencias noticiosas IPS, Interdiarios y ANSA y en los portales La Tecla Ñ y La Onda Digital, donde sus textos no estaban escritos, sino bordados: William se subía a las palabras y a los datos para entretejer una filigrana única, sutil, que entrelazaba pasados y futuros con los requerimientos de la inmediatez y que ayudaba a que miles de individuos se arrimaran a su esencial derecho a estar informados. Como los maestros de verdad, enseñaba sin evidenciar que enseñaba. Como las personas que apuestan a la construcción asociada, le ponía el alma, la claridad y la gracia a esas obras casi sin añadirles la firma. Para qué firmar si las obras más tentadoras y más valiosas son colectivas. Recibió unas cuantas distinciones, pero atesoraba el premio Mario Bonino, que le entregó la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires, porque llevaba el nombre de un compañero asesinado al que quería.

Por eso, desde “sayagoverde” –su dirección electrónica– o desde una máquina de escribir –la imagen de su Whatsapp–, año a año envió mensajes en los Primero de Mayo, en las jornadas de Marcha de Silencio o en los aniversarios de cada horror en cada costado del Plata. También los mandó por episodios futboleros sueltos o proponiéndoles a las gentes a las que llamaba compañeros y hermanos que disfrutaran del aire y del afecto aunque la realidad espantara. O para concederle el gusto a quien le pidiera que resucitara la anécdota con Mazurca.

Durante el segundo lunes de un setiembre tenaz para dar malas nuevas, murió William. Al mediodía siguiente, hubo una despedida en el cementerio porteño de Chacarita a la que acudieron familiares, amistades y unos cuantos gorriones que giraban curiosos por encima de la ceremonia. No hubo necesidad de discursos: sonó “La Internacional”, se escuchó diáfano el “arriba los trabajadores” y, al lado del féretro, un muchacho se enfundó con la camiseta del Racing de Sayago. A la salida, no alcanzaron los minutos para repasar las hazañas cotidianas del tipazo que se iba. Alguien, desde luego, recordó aquella detención compartida con el arquero. Los gorriones eran testigos y volaban. A veces, la vida es un vuelo hermoso. Como Mazurkiewicz yendo de palo a palo. Como la dignidad eterna de William.