Julio Colorín Correa engancha la alpargata en el escalón del patio y casi cae, pero con aquella pierna derecha con la que desbordó América, se ataja. El pueblo se queda quieto un segundo y la mirada cuelga del reflejo en el vidrio de la ventana. Como si viniera un amague, como si todo fuera un amague.
El Corto Correa es querido en el pueblo de Treinta y Tres. También le decían El diminuto puntero. De los arrozales a la ciudad llegó entrado en años para el fóbal. Había un “Cielito del 69”. Dos años después se escribiría en la historia viva de su cuadro y de su pueblo, que llevan el mismo nombre. Con el albiceleste salió campeón del interior en el 71 y aquello quedó grabado en el semblante del Río Olimar, como un verso de Ruben Lena, en la voz del Pepe Guerra.
Las piernas del Colorín brillan. Las cicatrices marcan los puntos de una tabla que ya no cuenta. Hay una rodilla arreglada y otra en rebeldía. La de la rebeldía carga con un sinfín de patadas en inglés, en mexicano, en chileno y en criollo. Parece que se le notaran los tapones marcados de los rivales. Es cierto que Correa en la chueca se llevó varios laterales izquierdos enredados como víboras desnorteadas, pero la cancha es dura. Lo entiendo al tío porque el alma del deportista siempre precisó remaches, es un pastiche de camisetas su alma, así su piel brillosa marcada como un mapa.
Aquel campeonato del interior lo transportó a Montevideo, donde defendió los colores de Huracán Buceo, de Rampla Juniors, de Liverpul. Cierta vez, vinieron del Cosmos de Nueva York a ver a unos jugadores de Peñarol en un partido contra los del Topo Gigio. Lo que también es cierto es que mi tío, el Colorín Correa, la rompió ese día y entonces los gringos dijeron him. El diminuto puntero partió a New York y a los seis meses se concretó la llegada del Rey Pelé. Sí, el Rey Pelé, en el Cosmos de los uruguayos, donde mi tío desbordaba con esa rodilla brillosa y le pegaban en inglés, le pegaban.
Dice Darío que hay una buena directiva en San Lorenzo de Treinta y Tres, así que me hago socio y espero mi carné para jugar a la quiniela. La sede del San Lorenzo está cerrada, pero igual hago una foto y toco la pared como quien acaricia un rosario en la ruta. La última vez que vine estaba abierta y unos pibes jugaban en el fondo. Entré a ver las fotos que cuentan la historia, busqué a mis parientes y algunos encontré, otros no supe. Cuando alguien salió a atenderme, le dije que era Lucas, y me dijo que “claro”, que “ya sabía”, y que ahí estaba mi tío, otro tío que no es el Colorín y que jugaba en San Lorenzo, como el resto de los Lucas viejos. Colorín dice haberse enfrentado sólo a Cololo. Cololo, Uruguay María Lucas, otro destacado deportista del pueblo, mi tío abuelo, hermano del dios. Algún día me dijeron que en la cancha nos parecíamos.
Pero en San Lorenzo también jugó mi viejo, José, el tío Rubén Darío, y también jugó el Lulo, Julio César Lucas, y el Mario Lucas también jugó y que era un diablo dicen, pero para mí que es un santo. Colorín pone los codos sobre la mesa, estira la mano y se agarra el meñique. Por momentos se cuelga en el cielito del 25, pero termina por delinear un San Lorenzo eterno, que no por rivales son menos queridos por él: Mario Peralta dice, José Lucas, Uruguay Lucas, Carlos Tabárez y Rubén Darío. El Cabezón Hijín y el Comino Arismendi, que en realidad eran dos, Comino chico y Comino grande. Más arriba el Sucucha Almeida, Mario Batalla y el Tutú Hernández.
A la plaza de Treinta y Tres la hicieron de nuevo. Dejó de tener aquellos hermosos bancos curvos y ya no está la vieja nueva fuente que no estaba de los inicios, pero que de alguna manera se plegó al paisaje. Era una linda plaza de pueblo frente a la Junta Departamental y la iglesia, obvio, el club Progreso y el viejo bar de la esquina que se incendió y no volvió a abrir.
Son muchos Marios en escena, pero este último cayó preso por los milicos en Varela y lo trajeron a la comisaría de la ciudad. Cuando los canas se descuidaron, Mario, amigo de mi tía y querido por todo el mundo, corrió con las manos atadas calle abajo. Los milicos, hartos babosos, lo corrieron para agarrarlo. Se escondió entre plantas y sombras. Dicen que unos vecinos lo dejaron pasar y lo encanutaron. Les pidió para subir al techo donde pensó que sería menos visible.
En la corrida al arco cuando todos suben, Mario perdió un botín. Un viejo mocasín gastado, “que mejor perder que encontrar”, pensó después, cuando lo encanutaron los viejos. Ese zapato perdido se volvió un ícono. A Mario lo mataron mientras pasaba de un techo a otro. Del zapato no se supo más nada. En la plaza nueva del pueblo, la Comisión de Memoria del departamento estampó las huellas de Mario: un pie calzado, el otro descalzo, eternamente.