El bar Dublín es un bar que habla. El abuelo pintado en cuadro cerciora que la cerveza esté bien fría y que el muchacho que domina el horno llegue en hora. Es un custodio, además, de la felicidad. Se asegura el abuelo, en un óleo que no seca, que tanto Gonzalo como Belén, aunque Belén recién aprendía a caminar cuando el bar ya corría, se ocupen de tal gracia, la de comer, la de beber, la de reír.
Gonzalo, el nuevo dueño, el nieto que siguió los pasos, cuidó al abuelo para una buena muerte. Algo que tiene un valor incondicional. Fue primero que nada repartidor de unas pizzas que en el barrio Villa Dolores, barrio Belgrano, La Mondiola y Parque Batlle ya eran furor. Luego se encargó de hacer los primeros volantes que también repartió y, más tarde, con la explosión del color, Gonzalo preparó los primeros folletos y los primeros menús, donde aún se destacaba la cerveza Doble Uruguaya.
Cuando el abuelo se fue, afloró la tristeza. Las flores tristes de la partida también son flores y no tan sólo flores para borrachos, como en la canción del Sabalero. En Gonzalo brotó una flor, la flor del barrio, la flor del encuentro. Y en esa flor fuimos creciendo amigos y amigas y él mismo fue creciendo, como Belén, que ahora se ubica atrás del mostrador y alcanza a mirar hacia el otro lado. Y que cuando nos vamos de mambo se encarga de hacérnoslo saber. Aunque también es cierto que hemos sabido quedarnos después de hora, para poder llorar y rezar como en una iglesia y porque al abuelo, desde un óleo que nunca seca, le encanta que nos quedemos.
Desde hace un tiempo, por encanto, el bar Dublín se ha ido convirtiendo en un museo del barrio Belgrano. O de lo que antiguamente se llamaba barrio Miramar. Así, chapas, chapitas, banderines y camisetas de fútbol han poblado las paredes con arrugas de la historia. No tapan las arrugas, las visten. La primera quizás haya sido la de Miramar de básquetbol, pues, lo dicho, el barrio presente; los monos del básquetbol, cuya cancha está sobre Santiago Gadea a unas cuadras, colgaron la camiseta cuando celebraron un campeonato de la mano de un pívot lituano, Zygimantas Riauka, que comía en el bar por un intercambio de camaradería y publicidad local. Locas pasiones.
Goles, pilchas con historia, osos de peluche
Gonzalo se relame por colgar toda su colección de camisetas de Villa Española, el cuadro que lleva en la sangre, donde su viejo, el Zurdo Zárate fue el goleador eterno. Lo es, los goleadores son, no conocen el olvido. Aunque también es cierto que Bigote López, dicen, llegó a alcanzarlo e incluso pasarlo, pero como las estadísticas sólo forman parte de la oralidad, Bigote mismo se encargó de anotarle dos goles más al Zurdo, cada vez que convirtió, para que el Zurdo siempre mire la tabla de arriba. Casi como el abuelo mira el bar, el Zurdo vio crecer la cola de caballo en la cabeza goleadora de López. La camiseta de López está en el bar Dublín. La atraviesa una bala perdida de una noche confusa de antaño −que solamente le dio más vida−.
Gonzalo se ha encargado de poblar con camisetas las arrugas del bar, de vestir la vejez con banderines, y siempre dice que mejor que traigan camisetas quienes hemos estado ahí. Nunca pensé que mi camiseta colgada en el bar Dublín fuera quizás una de las mayores glorias deportivas de mi existencia. Deportiva y cultural, claro. Desde hace un tiempo, entonces, a manera de devolución, cruzar una frontera significa para Gonzalo y para muchos de los comensales buscar un banderín para el bar Dublín.
Escribo esto en la terminal mientras la gente insiste con la máquina de osos de peluche. Cada vez que alguien llega y pone la ficha, pienso que nadie más lo hará, porque obvio que las garras son débiles y los muñecos pesados. Pero al cabo de unos minutos, alguien lo intenta de nuevo. Los osos duermen, algunos con los ojos abiertos, deformados por el cristal. Y cada tanto son acomodados en el cubil iluminado por la garra de metal que apenas acaricia, mientras un humano se enrosca con la palanca y cree que por fin le ganará a la máquina.
For export del Uruguay
En la isla de Florianópolis hay dos equipos que reinan el deporte máximo: uno es el Avaí y otro es el Figueirense. El Avaí acapara en los patios y en las camisetas que van y vienen. Pienso en principio que el escudo del Figueirense tiene un trébol, como el bar Dublín, pero resulta ser un árbol y quizás aquello sea paradójico. Además las rayas blancas y negras, por defecto, me tiran. En el Avaí jugaron algunos uruguayos, como el lungo Nicolás Raimondi, que supo pasarme a buscar, cuando vistió fugazmente la de Miramar, en su Lada Samara, en la que Sandy y Papo sonaban temprano para acompañar el mate: “Pa que goce con Sandy y Papo”. En el Figueirense, por unos siete partidos según la estadística, jugó el Loco Abreu, y la camiseta albinegra contó para el Guinness.
Banderines en el bar Dublín.
Foto: Diego Vila
Moisés es un hombre bueno. Esa es la definición que quizás más lo caracteriza. Es un surfista nato del sur de la isla, aunque nació en la playa de Los Ingleses. Su madre visionó temprano que Armaçao y Matadeiro iban a ser playas visitadas y se mudó para procurar un mejor pasar. Como Moisés es amigo de Lochi, aunque él le diga Fabrizio, es mi amigo por transitiva y me enseña dos dichos fundamentales: tamos shuntos y show di bola.
Uno de los dichos es totalmente alentador: la increíble sensación de no estar solo ni estar lejos. El segundo manifiesta el amor que tienen por el fútbol, para desearte la felicidad, como en un show di bola, como en el bar Dublín. Moisés nunca fue al bar Dublín, pero parece que ya se conocieran. Mi casa está abierta para él como él me abrió las puertas del morro, y el bar Dublín lo espera con los brazos como puertas.
Moisés es surfista y de Figueirense. Y en su casa, plagada de trofeos de olas y tablas gloriosas, hay un cuadro del club auriblanco con un árbol verde lleno de vida. O clube mais grande da ilha, sostiene.
En la playa juegan jogo bonito y una tarde, en Saquinho, me animo con unos caras y unas jugadoras que no dejan que la pelota conozca la arena. Se enfrascan en el taquito y la rabona, en el control del útil, y son malabaristas. Veo varios grupos así y muchos menos picaditos que en una playa de Rocha o de San Bernardo. Cuando encuentro algún picado, está lleno de argentinos con la camiseta y la ilusión de la Pulga.
Aquello se traduce en las tiendas donde busco un banderín para el bar Dublín. Soy como Martín Sicca, que escribió un libro llamado Un banderín más en el equipaje. El equipaje es la casa que uno traslada a donde va, el bar Dublín es parecido, un equipaje de recuerdos para llevar a donde vayas y siempre, siempre, traer un banderín local. Pero en las tiendas sólo hay sungas y bikinis. Apenas una alfombra del Figueirense, pero no me animo a que sea pisoteada. Hay algunas cosas del Avaí, una camiseta con el puente que une la isla con el continente y algunos llaveros, pero no mucho más. De Figueirense también encuentro una tabla de picar, pero aquello es demasiado para trasladar en la Empresa General Artigas que nos lleva y nos devuelve.
Acudo a Moisés en mi tenida. Moisés enseguida encarga un banderín que llegará un día después de que me vaya. Por eso, me dice que pase a buscar el de su casa. Tamos shuntos, repite como un mantra. Show di bola, respondo con emoción. El 563 que te mueve por todas las playas del sul da ilha no frena ni baja los cambios en las curvas. Me bajo una cuadra antes del liceo, donde hay un barco sobre el pasto en medio de una canchita improvisada con arcos de palos chuecos. Moisés, entre sus tantos oficios, debe entregar el barco arreglado cuando comienza febrero. Pero el barco por ahora es la señal de que aquel es el morro correcto.
También tanteé en un almacén donde vendían pasteles fritos na hora. Y donde un gato de nombre D’Alessandro me tiró la boba. El hombre era del Inter, como mi tío Daniel, que vive en Porto Alegre y tiene una iglesia y a quien mediante estas líneas le mando un abrazo fuerte. Tampoco hay banderines en el bar del Guate, aunque él insiste que no es ni de “los rojos” de Municipal ni de “los cremas” del Comunicaciones. Por un momento recordamos lugares de una Guatemala que amo y donde están mis hermanos, y él sostiene que en Puerto Barrios, cuando era más joven, había un equipo que incluso ganaba más que los cuadros después denominados grandes, casi por decantación o por poder.
Me adentro en el morro donde hay un barco en medio de una cancha, que Moisés debe entregar pintado y arreglado en febrero. Los gatos me miran y los perros me ladran. La pendiente es extrema y suspiro en los escalones. Saludo como si fuera del barrio y trepo hasta el banderín que llevaré al bar de mi amigo. Desde arriba se ve el sol apagarse en el mar. Y se ve surgir la luna como un foco que alumbra los corazones.
El sur de la isla es un síntoma de felicidad, y de esa felicidad me llevo un trozo para que el abuelo del óleo que no seca sonría para la posteridad y para que Gonzalo ocupe otro lugar en la pared del bar Dublín. Un banderín de Figueirense que estaba en la pared de la casa de un hermano que a partir de ahora tengo para siempre en esta isla mágica.