Como casi todos los gurises uruguayos –y, por suerte, cada vez más gurisas–, Eduardo Galeano soñó con ser jugador de fútbol. Vestir la camiseta de Nacional, el cuadro de sus amores, y la celeste de la selección criolla, que es una especie de explicación sociocultural de lo que nos pasa. Quizá haya sido uno de los primeros en considerar aquello del opio de los pueblos como una necesidad del propio pueblo, como si el pueblo funcionara a opiáceos –clandestinos o legales– que lo liberaran de la insoportable realidad.

Más allá de que esa realidad sea la de los tiempos en los que Eduardo escribió, la de estos que pasan o la de los que vendrán. Incluso en la vecina orilla, donde la realidad política es la social y la social está muy jodida. El fútbol sigue ahí, Galeano lo supo y por eso, como intelectual que fue, puso el fútbol en una sintonía distinta de la que creía, entre otros, el gran Jorge Luis Borges, un para siempre detractor del deporte rey, por lo tanto, un para siempre detractor de la alegría de los pueblos.

“Como todos los uruguayos, quise ser jugador de fútbol. Yo jugaba muy bien, era una maravilla, pero sólo de noche, mientras dormía: durante el día era la peor pata de palo que se ha visto en los campos de mi país”, señaló Galeano en una de sus frases más conocidas. También lo soñaron Sebastián Papelito Fernández, Sebastián Coates y Mauro Goicoechea. Y cada uno de los que ayer se vistieron con la franja cruzada negra sobre un alma negra y de barrio, y los locales de turno, que vistieron del albo clamor de una página.

Papelito fue el primero en decir que sí a una idea que se le ocurrió al querido Roberto López Belloso. Roberto en cierto momento también supo homenajear a Mario Benedetti, otro bolso, publicando sus cuentos de fútbol más conocidos. Nacional también supo homenajear a Mario en su momento, cuando partió al cielo de los buenos, con una bandera que rezaba “Gracias por el fuego”.

Roberto fue el de la idea de que el domingo Sebastián Coates y Mauro Goicoechea, capitanes de sus cuadros, intercambiaran libros de Eduardo en vez de banderines. Una acción simbólica, mágica, necesaria. Poner el libro en la cancha, llevar a Eduardo a ser como ellos por un rato, o empapar a los jugadores del sudor de un escritor que sudaba como futbolista cuando escribía y cuya habitación olía a pasto. Dijo Eduardo que “la historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber: a medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí”, aunque eso Papelito Fernández parece no saberlo, por eso le contó a Mauro la idea, y algo similar pasó en los pasillos del Parque hasta que Coates también agarró su ejemplar para intercambiar entre capitanes. “¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales”. Claro, ya lo dijo Eduardo, quien “escribiendo –manifestó alguna vez– iba a hacer con las manos lo que nunca había sido capaz de hacer con los pies: chambón irremediable, vergüenza de las canchas”. “No tenía más remedio que pedir a las palabras lo que la pelota, tan deseada, me había negado”. Gracias, Eduardo. Gracias, palabras. Gracias, fútbol.

“¿Ha entrado usted, alguna vez, a un estadio vacío? Haga la prueba. Párese en medio de la cancha y escuche. No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie”. Gracias, Papelito Fernández. Gracias, Coates. Gracias, Mauro. Ahora la pelota tiene otras verdades. Puede que no entre al arco porque está siendo leída o porque aquello es necesario para que alguien escriba una buena nueva historia. La pelota, a decir del escritor bolsilludo que murió un 13 de abril y ayer volvió a reír en una nube, “exige que la acaricien, que la besen, que la duerman en el pecho o en el pie. Es orgullosa, quizás vanidosa, y no le faltan motivos”.

Nacional le ganó a Danubio, despertó, prendió una vela, se festejó en la familia de un director técnico trabajador, recién asumido, recién estrenado. Danubio cayó con el bolso, hace tiempo que no gana. Papelito se fue expulsado, pero eso todos lo vamos a olvidar. Fue una expresión más, de un humano querido como es, abarrotado de sentimientos. Yo, que escribo, “me quedo con esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al final del partido”. Pero como eso ya lo escribió Eduardo, esa melancolía es más poética, más necesaria, más urgente que ayer.

Uno de los libros que intercambiaron fue Cerrado por fútbol, título que eligieron de manera póstuma para publicar sus más bellos relatos sobre fútbol. Lo del título era un cartel que solía colgar Eduardo en su casa del Prado cada vez que había un mundial. El otro, El cazador de historias, recordó la revista Líbero en estas horas, nace de la historia del isabelino James Cantero. Un futbolista uruguayo que, después de haber conseguido con la selección juvenil de Paso de los Toros el Uruguay 86 cuya final se jugó en el Centenario a estadio lleno, jugó en Rampla y emigró a América Central y a España tras el balón que habla.

En cierto momento, un militar capitán del ejército, que había peleado en la eterna guerra civil de El Salvador, donde jugaba Cantero, le dio un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. El libro, rescatado a un joven alistado, estaba atravesado por una bala, igual que su cuerpo. El militar le pidió a Cantero que se lo llevara a Eduardo, cosa que Cantero recién pudo cumplir 20 años después. Durante esos 20 años, el libro lo siguió a todas las canchas donde jugó.