Esta es una historia de amor.

No hace mucho fui a una asamblea informativa de River Plate. La vida me ha curtido de asambleas gremiales, sindicales, de organizaciones sociales, de radios comunitarias, de compañeras, pero nunca había participado en la de un club de fútbol.

Hace seis meses murió mi hijo, el Rorro, y hace unos meses me asocié al club de sus amores. Hace tiempo que quiero a River, cuando nos “arreglamos” con Alvarito –así se decía en mi juventud al hacerse novios–; ese muchacho me regaló un escudito de River Plate. Él y toda su familia eran darseneros desde siempre. Yo seguía a otros colores por mi papá, pero empecé a darme cuenta de que de ahí en más siempre deseaba que ganara River por mi compañero de vida, y desde 1990 por mi hijo. Es más, mis padres, sus abuelos, allá en el estar de su casa, en Diego Lamas, donde siempre mirábamos los partidos de fútbol, esperaban ansiosos un triunfo darsenero por amor a su nieto.

Leer, escribir, resistir y amar para olvidar el mundo

Ahora me doy cuenta de que todos nos fuimos enamorando de River Plate; dicen que el amor es una fuerza y que tal vez se contagie. “El amor está en el mundo para olvidar al mundo”, escribió Paul Éluard. El tiempo se anula cuando la guinda está por estallar contra la red, es un instante en que todo desaparece, es el instante previo al éxtasis del grito insumiso de la hinchada, del abrazo con quien sea que tengas al lado.

Yo no escribo, dedico mi vida a leer; esto lo debería estar escribiendo otro, no quisiera que fuera un relato autobiográfico, pero al final resulta que de alguna manera entiendo que soy yo quien tiene que escribir sobre la asamblea de River Plate.

River viene en la mala, perdiendo mucho, casi como una sucesión de domingos de los que hay que tachar en el almanaque, empatando poco, y ganando casi nada: apenas tres partidos en los 22 que ha jugado entre el Apertura y el Intermedio. Ese glorioso Riverplé, el que ahora amo para olvidar el mundo, está último en la tabla.

River está resistiendo a un modelo institucional que lo convierta en una empresa, River quiere seguir siendo un club social y deportivo, River no tiene plata, la gente, con gran honestidad y humildad, expone la situación del club y hace autocrítica. Es una tarde-noche fría, estamos en el quincho del club donde festejamos tantos cumpleaños de mi hijo Rodrigo y de mi nietita Libertad, escucho todas las voces. Me parece que estoy en la película Luna de Avellaneda, que cuenta una situación no tan alejada de esta historia de la tensión por mantener ese espíritu con el que nació y vivió su vida un club social y deportivo. ¿Qué hacer?... Pienso en La senda del perdedor de Bukowski, pienso en cuánto hay de épico y de odisea cuando David se enfrenta a Goliat y la piedra que lanza no lo derrumba.

En la asamblea hay muchos veteranos y también muchos jóvenes, todos los que participan con diferentes perspectivas cuentan de su amor, del conocimiento por la historia singular de River, que es este River y el viejo River Plate Fútbol Club, el del London, Júpiter y Cagancha, el que nació para ser campeón en el fútbol uruguayo cuando no lo querían dejar jugar. Ahí me doy cuenta de que yo hace rato soy de River, hace años soy de River. Rodrigo me lo fue enseñando todo, “el túnel de la vida”, como lo llamó y describió él en estas mismas páginas cuando en brazos del Petete Fernando Correa entró por primera vez a la cancha.

Y estamos en ese túnel, hay que salir, y no será sucumbiendo al capital, borrando historias de amores con billetes espurios. “Todas las historias de amor son historias de fantasmas”, escribió Foster Wallace. Esta historia probablemente la escribió otro; por estos días siento que si sigo andando es porque conmigo andan las alas rojas y blancas del River Plate de mi hijo, que ahora es también mío.