Some Kind of Monster

La economía mundial aguanta la respiración. La crisis económica provocada por la pandemia es un evento con escasos antecedentes en el último siglo. ¿Por qué? Porque representa un triple golpe o, en la jerga de los economistas, un triple shock.

Primero, es un golpe por el lado de la oferta, en el sentido de que afecta las condiciones mismas de la producción, y eso es algo que los economistas no estamos adecuadamente equipados para enfrentar. A día de hoy, las armas que tenemos para contener la propagación del virus son pocas y rudimentarias; tenemos que mantener distancia los unos de los otros. Esto supone, para una cuota importante de actividades, la paralización total o parcial de sus actividades. Como consecuencia, se interrumpe la producción, se bajan las cortinas de los comercios y quedan anclados los aviones en el hangar. ¿Cómo se puede llenar ese vacío desde la política económica? No se puede, o cuesta muchísimo. El tiempo de fábricas cerradas, trabajadores en sus casas y producción (oferta) no realizada es difícil de recuperar. Las cadenas de suministros se cortan y empiezan a aparecer problemas de liquidez, que, si se prolongan, mutan hacia problemas de solvencia, que derivan en quiebres masivos de empresas.

Segundo, lo anterior se traduce en un golpe por el lado de la demanda. El consumo de las familias se resiente, las empresas dejan de invertir y cae el comercio internacional. Este tipo de recesiones, las de demanda, son más comunes; hemos tenido que lidiar con varias durante los últimos años, siendo la crisis financiera de 2008 el ejemplo más conocido. En general las economías han desarrollado instrumentos de política para esta clase de crisis, que más allá o más acá, implican fomentar la demanda a través de la inyección de dinero por distintas vías.

Tercero, el pánico en los mercados financieros se dispara. La incertidumbre y la volatilidad aumentan y el dinero se muda de planeta: desde el planeta de las rentabilidades atractivas y riesgosas al planeta de los rendimientos bajos y seguros. “El capital es cobarde”, y lo ha sido siempre. Por eso, el proceso anterior tiene dos nombres y un apellido compuesto: “vuelo hacia la calidad”. Esa mudanza no es inocua. Entre otras cosas, el dólar, en su condición de activo seguro, se fortalece (las monedas de países emergentes, como por ejemplo el peso uruguayo, se deprecian) y se torna más difícil y caro acceder al financiamiento en los mercados internacionales. Esto castiga de forma generalizada a los países emergentes, siendo especialmente duro con aquellos que ya venían arrastrando fragilidades.

Si juntamos estas tres piezas tenemos a nuestro Frankenstein: un shock inédito que empuja al mundo hacia una recesión y castiga de sobremanera a los países emergentes y en desarrollo (que habitan el planeta de las rentabilidades atractivas y riesgosas).

All Things Must Pass

El desarrollo de la crisis y las expectativas de la recuperación mundial nos llevaron de paseo por el abecedario. Al más optimista le tocó la V: una caída pronunciada seguida por un rebote igual de rápido. Al más pesimista, la L: una caída abrupta seguida de un estado comatoso de duración incierta. Para los tibios, que habitan los grises intermedios, están la U (cuesta más el repunte) y la W (tenemos recaída). ¿Qué letra nos va a dejar esta criatura? Nadie lo sabe con certeza, principalmente porque su génesis no es económica: depende de la evolución epidemiológica del virus. Pero esa respuesta es tan honesta como insatisfactoria, así que hay que jugársela. Afortunadamente, no me toca a mí encarar ese partido y puedo limitarme a contarles lo que dicen los organismos internacionales (con sus bemoles, son los únicos que tienen la capacidad de acometer semejante cruzada).

De acuerdo al Fondo Monetario Internacional (FMI), la caída del PIB mundial será de 4,9% en 2020. Para tener una referencia, la contracción de la actividad global que generó la crisis financiera de 2008 fue de apenas 0,1% (en ese momento, las economías emergentes operaron como un potente motor al influjo de la dinámica de China). Para el Banco Mundial, la caída será de 5,2%. De acuerdo a este organismo, estamos ante “la peor recesión desde la Segunda Guerra Mundial, y la primera vez desde 1870 en que tantas economías experimentarían una disminución del producto per cápita”. Un poco más sombrío es el panorama esperado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, que contempla dos escenarios en función de la evolución del virus. En ausencia de un nuevo brote durante la segunda mitad del año, el PIB agregado del mundo experimentaría una caída de 6% en 2020. En caso contrario, una segunda ola provocaría una contracción de 7,6%. En ninguno de los dos casos volveríamos al nivel de actividad mundial que teníamos al cierre de 2019, al menos durante los próximos dos años. Volviendo a la sopa de letras, parece difícil que todo este lío termine teniendo forma de V.

Foto del artículo 'Coronacrisis: un cancionero para el fin del mundo'

Como dijimos, el problema no desaparecerá repentinamente al levantar las restricciones a la movilidad de las personas (eso es sólo el golpe de oferta). Además, incluso descartando un rebrote del virus, existen otros riesgos adicionales y focos de incertidumbre que podrían generar un deterioro adicional de las condiciones internacionales en los próximos meses. Por ejemplo, no es posible descartar nuevos episodios de “vuelo hacia la calidad” en la órbita financiera, reestructuras y defaults de deuda pública, nueva escalada de tensión comercial entre China y Estados Unidos, impulsos proteccionistas adicionales o una reedición de disturbios sociales como los que signaron la región en 2019 y a Estados Unidos más recientemente.

Respecto de lo anterior, es clave recordar que el orden económico mundial ya venía medio desarmado antes de que la pandemia entrara en escena. El aumento de la globalización que tuvo lugar hasta 2008 generó tensiones crecientes entre los ganadores y perdedores del proceso; mucha gente no gozó de los beneficios de un mundo más integrado y cooperante como el que se configuró finalizada la Segunda Guerra Mundial. La prosperidad estuvo, pero no derramó de forma pareja. Esto dificultó la conducción económica y política y tuvo importantes implicancias sociales. La movilidad social se detuvo y aumentó la desigualdad. Sobre esa base, la crisis que estalló en Estados Unidos en setiembre de 2008 operó como un catalizador para dar paso definitivo a los auges populistas, el nacionalismo, la xenofobia y el proteccionismo. Por si fuera poco, lo anterior se vio reforzado por la difusión masiva de las redes sociales, que pauta una desintermediación de las fuentes tradicionales de información. Por un lado, esto amplifica las reacciones emocionales, los estereotipos y las distorsiones de creencias, contribuyendo a que los discursos se radicalicen en todos los sentidos. Por el otro, al reducir las barreras de entrada, también facilita el contacto directo entre los ciudadanos y los nuevos aspirantes políticos (que pasan a enfrentar costos mucho más bajos para captar votos y desarrollar sus plataformas).

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Comfortably numb

La agresiva respuesta de política económica desplegada por los países constituye el reflejo más claro de la envergadura que tiene la crisis actual. Con distinta intensidad, los gobiernos implementaron medidas fiscales y monetarias para evitar que el shock transitorio (asociado a las medidas de contención) tenga efectos permanentes sobre la capacidad productiva y el empleo. A grandes rasgos, las medidas buscan asegurar la liquidez en el sistema financiero, garantizar la fluidez del crédito, suavizar el impacto sobre el sector real de la economía y fortalecer los sistemas de protección social. En retrospectiva, la respuesta de las economías avanzadas ante la crisis financiera de 2008 habría sido un ensayo de preparación para la pandemia actual.

En particular, los principales bancos centrales del mundo volvieron a bajar el costo del dinero (la tasa de interés) a cero e inyectaron crecientes cantidades de liquidez en la economía. En buen romance, parte de aquel famoso “viento de cola” volvió a soplar para las economías emergentes a partir de abril: el dólar se debilita globalmente (porque, haciendo abuso del lenguaje, la Reserva Federal de Estados Unidos le mete a la “maquinita de hacer billetes”) y el financiamiento vuelve a ser barato y abundante (los capitales van perdiendo el miedo y vuelven a migrar desde lo seguro hacia lo atractivo). Las emisiones de deuda de los países emergentes que se acumularon durante los últimos meses, incluyendo la nuestra, son muestra de esa mejora en el clima financiero internacional.

De forma paralela, el levantamiento gradual de las restricciones y el comienzo de las reaperturas en muchos países podría sugerir, en ausencia de sorpresas negativas en el frente sanitario, que lo peor podría haber quedado atrás. China, que había caído 6,8% interanual en el primer trimestre, volvió a crecer en el segundo y superó las expectativas (3,2% interanual). Además, registró una mejora en el frente externo, con datos de importaciones y exportaciones mejores de lo previsto. Lo anterior, en conjunto con la menor presión al fortalecimiento del dólar en el mundo, derivó en un repunte del precio de las materias primas (principalmente energéticos y metálicos).

En suma, pese a que la recesión global será un rasgo inevitable de 2020 y legará una pesada carga para los próximos años, hay algún tímido “brote verde” intentando florecer en el escenario internacional. Principalmente, aflojó la tensión financiera respecto de los niveles observados en marzo cuando se activó el proceso de “vuelo hacia la calidad”. Ojo, eso puede cambiar de un día para otro por una multiplicidad de razones (que incluyen hasta los tuits de Trump). Además, puede ser pan para hoy y hambre para mañana: los estímulos monetarios de los principales bancos centrales generan plata dulce y ociosa en un mundo que no parece estar ofreciendo demasiadas oportunidades de inversión con un balance adecuado entre riesgo y retorno.

Con diez años de menos

Muchas veces al referirnos a “la región” hacemos un uso laxo del concepto. Puede ser América Latina y el Caribe, América Latina, Cono Sur o directamente Argentina y Brasil. Si vamos de más a menos, las perspectivas se tornan medianamente más sombrías.

En el caso puntual de América Latina y el Caribe, el FMI estimó en junio una caída del PIB agregado de 9,4% para 2020, lo que supone que la región transitará por la mayor recesión desde que se tienen datos. Tres meses atrás, esa proyección era de -5,2%. En algunos casos, como el de México y Perú, las contracciones previstas llegan a ser de dos dígitos (13,9% y 10,5%, respectivamente). Lamentablemente, Uruguay no quedó incluido dentro de esta última actualización realizada por el organismo. Para tener de referencia, en su informe de abril nos auguraba una caída de 3% para este año.

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Como advertimos, no es sencilla la tarea de realizar proyecciones. No lo es para un país, y menos para agregados regionales. No lo es en condiciones normales, y menos cuando el origen del problema es sanitario. Por eso, lo mejor es abrir la cancha y tomar más de una referencia. Afortunadamente, esta semana le tocó a la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) publicar su reporte de perspectivas económicas. De acuerdo a esto, la caída del PIB para América Latina y el Caribe será de 9,1% en 2020. Como señala el reporte, esto significa una década perdida para la región, dado que el nivel del PIB per cápita a fines de 2020 será similar al observado en 2010. En el caso puntual de Uruguay, se espera una retracción del PIB de 5%.

Si el retroceso de una década es una tragedia para el conjunto de la región, ¿qué calificativo reservamos para Argentina y Brasil? En ambos casos, son 15 años los que se perdieron en términos del PIB per cápita. Por este fenómeno, y por la importancia que tienen para nuestro país, vamos a hacer un “doble clic” sobre cada uno.

Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve

Argentina está transitando por su quinta recesión en 13 años. Padece, además, lo que los economistas suelen llamar “estanflación” desde el año 2011: estancamiento de la actividad y alta inflación. Sí, a los economistas nos faltan certezas, pero nos sobra creatividad conceptual. De hecho, Argentina rompió la “maldición de los años pares” (desde 2011, los años pares se contrae y los años impares crece), pero en el mal sentido. En el frente inflacionario, la inflación se ha mantenido persistentemente por encima del 40% anual desde el comienzo de 2019.

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Por si fuera poco, no ha logrado resolver los problemas de deuda que arrastra desde antes de la pandemia (aunque ahora parece un poco más cerca). A día de hoy, sin acceso al financiamiento en los mercados internacionales ni ahorros previos, el país está financiando el déficit fiscal con emisión de moneda. La monetización de los déficits fiscales fue una de las causas centrales de la inestabilidad económica en América Latina durante la segunda mitad del siglo pasado, con consecuencias que todavía están latentes en el presente. ¿Cuál es el problema? Nadie quiere pesos argentinos. Entonces, en una economía que se está contrayendo (la cantidad de bienes y servicios no está aumentando) y que huye hacia el dólar cada vez que se lo permiten, el aumento de la oferta de dinero queda viudo. Como pasa con casi cualquier bien, la abundancia se traduce en una pérdida del valor y la moneda pierde capacidad de compra. En otras palabras, la emisión es inflacionaria.

Mientras la actividad permanezca deprimida y se mantengan los controles de precios, el congelamiento de tarifas y la contención del tipo de cambio, el riesgo crece bajo la alfombra. Pero eso es una olla a presión que sigue levantando temperatura. La suma de todos esos males supone que el país profundizará el escenario recesivo durante 2020. Las estimaciones del FMI y la CEPAL apuntan a una caída en el entorno de 10%, mientras que los analistas relevados por el Banco Central esperan una contracción de 12%. Si bien ambos organismos esperan un rebote de la actividad para el año 2021, los riesgos de que la prolongación de la cuarentena termine destruyendo tejido productivo con impacto permanente sobre la capacidad de reproducir crecimiento hacia adelante son muy elevados.

Tristeza nao tem fim

Entre 2015 y 2016 Brasil experimentó una profunda crisis económica. Desde entonces, ha tenido dificultades para consolidar el crecimiento. Luego de una luna de miel con los mercados, que incluía la expectativa sobre una agenda de reformas estructurales, el panorama volvió a complicarse. A día de hoy, la crisis política y sanitaria (es el segundo país con mayor número de contagios y fallecidos) agudiza los problemas en el frente económico y se espera una caída del PIB sin precedentes para 2020: el FMI y la CEPAL anticipan una caída en torno a 9%. A diferencia de Argentina, la inflación de Brasil es apenas superior al 2% interanual, lo que deja un margen para que la política monetaria estimule la actividad (aunque cada vez es menor, dado que la tasa de interés está en mínimos históricos). En el frente fiscal, la respuesta ante la pandemia compromete la sostenibilidad de las finanzas públicas y vuelve a arrojar dudas hacia adelante (el déficit fiscal vuelve a acercarse a 9% del PIB). En este caso, también se espera un repunte del PIB hacia 2021. Sin embargo, son muchos los condicionantes que podrían conspirar contra ese pronóstico, y no son sólo de naturaleza económica. En un escenario benevolente, el país podría estar volviendo a los niveles de actividad previos a la covid-19 recién a mediados de 2023.1

Sin embargo, el “viento en contra” regional no termina ahí para nosotros. Por el contrario, los dos países experimentaron depreciaciones significativas de sus monedas durante los últimos meses, producto de la debilidad de sus fundamentos macroeconómicos (actividad, deuda, déficit fiscal, etcétera). Como consecuencia, la relación de precios bilateral entre ellos y nosotros empeoró de forma pronunciada (competitividad precio); somos mucho más caros de lo que éramos hace unos meses.

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Resumiendo

2020 será uno de los peores años para la economía mundial en casi un siglo. La reacción de los gobiernos fue sumamente agresiva y estuvo orientada a evitar que un shock transitorio (se paraliza la producción para contener el avance del virus) tenga efectos permanentes (empresas que no vuelven a abrir y personas que quedan al margen de la fuerza laboral). Por lo pronto, lo que lograron fue aplanar la curva del pánico financiero, y eso no es poco, especialmente mirándolo desde este costado del mundo. En la órbita regional, independientemente del alcance que le demos al concepto, el panorama es sombrío. En el caso de Argentina y Brasil, el PIB podría caer dos dígitos este año. Además, por distintos motivos, la inestabilidad permanecerá elevada y seguirá presionando por el lado de los precios relativos. Estamos en un barrio que se contrae y se abarata. Este es el escenario externo que nos tocó.

La contención de la pandemia nos permitió reactivar varias actividades más rápido de lo previsto (y esperemos que eso no cambie en estos días) y tendremos un impulso transitorio asociado a grandes obras. Sin embargo, 2020 será un año recesivo. ¿Cuánto caeremos? No es fácil saber. Si miramos los organismos internacionales que fueron analizados, la caída se ubicaría en algún lugar entre el 3% y el 5%. Esto es consistente con las expectativas relevadas por el Banco Central entre varios analistas locales, que pautan una contracción de 3,7% para este año. Adentrándonos en la dinámica trimestral, la autoridad monetaria señaló el jueves que “el piso de la caída del nivel de actividad se habría alcanzado en abril” y que “el PIB comenzaría a crecer a partir del tercer trimestre, alcanzando el nivel previo a la pandemia hacia comienzos de 2021”.


  1. Economist Intelligence Unit (julio de 2020).