Como una extraña suerte de gato de Schrödinger, Pedro podría ser pobre o pudiente al mismo tiempo. ¿Cambiaría nuestro juicio sobre lo que Pedro tiene o no tiene permitido consumir si fuera uno o el otro? La respuesta parece ser afirmativa, de acuerdo a una reciente investigación de la Universidad de Harvard.1 Mediante 11 experimentos sociales, se indagó sobre los mecanismos que operan detrás de las creencias que tenemos sobre lo que una persona puede o no puede consumir, y qué implicancias encierran desde el punto de vista de la asignación de recursos en una sociedad.

De los 11 experimentos, los primeros tres identifican el fenómeno: tenemos un doble estándar para juzgar las decisiones de consumo de las personas de acuerdo a sus ingresos. “El afortunado Pedro ganó una tarjeta de compras por un valor de 200 dólares y se compró una televisión”. Ese es el enunciado que se les presenta a dos grupos de personas, pero con una variante. Para un grupo, Pedro es una persona de ingresos bajos (pertenece al 25% de menores ingresos); para el otro, Pedro es una persona de ingresos altos (pertenece al 25% de mayores ingresos). Bajo esa premisa, los participantes del experimento evaluaron qué tan permisible es esa decisión en función de cinco categorías: “¿es una compra responsable?”, “¿se merece comprar lo que compró?”, “¿es una decisión pensada?”, “¿tomó una decisión impulsiva?” y “¿hubiera sido mejor comprar otra cosa?”. De la combinación de ese abanico de alternativas surge un índice de “permisibilidad del consumo”. Resultado: la decisión de Pedro “pobre” está mucho menos permitida que la de Pedro “pudiente”.

¿Qué pasa si se introduce un giro adicional y aparece un tercer Pedro de “ingresos desconocidos”?: la compra es igual de admisible para Pedro “pudiente” que para Pedro “ingresos desconocidos”. Sin embargo, es mucho menos admisible para Pedro “pobre” en relación a Pedro “ingresos desconocidos”. Entonces, no es que aumente la permisibilidad del pudiente en relación a la de este tercer Pedro, sino que cae la del pobre. En otras palabras, sólo se ve mal la compra en el caso de este último. Al cambiar la televisión por otras cosas, el patrón se mantuvo, incluso tratándose de artículos de seguridad, como las sillas de autos para niños.

En otro experimento, en lugar de evaluar una decisión de consumo sobre un único bien (como la televisión o la silla de auto) se evaluó sobre 20 categorías de artículos pertenecientes a la canasta de consumo sobre la que se mide la inflación. Por ende, no se trata de cosas estrambóticas ni lujos exagerados. De nuevo, las mismas decisiones son juzgadas más duramente (son menos permitidas) cuando se trata de Pedro “pobre”. Hay una única excepción: los artículos de higiene personal.

Ahora bien, podrían suceder dos cosas: 1) las personas de mayores ingresos tienen permitido consumir más (y mejor) porque cuentan con mayores recursos; 2) lo que es necesario, y entonces admisible, varía de acuerdo al ingreso de las personas. Esto es lo que motiva la segunda ola de experimentos. Ahora, además de evaluar la decisión de compra, se les pide a los participantes que hagan un ranking de la necesidad de cada artículo. La intuición detrás de esto es la siguiente: si se les permite consumir más porque tienen mayor disponibilidad de recursos, no debería cambiar la necesidad asociada a cada ítem (porque es el mismo).

Con base en lo anterior, el experimento va así: la familia Rodríguez está buscando casa y evalúa distintos atributos: “tiene garaje”, “tiene apariencia exterior agradable”, “está cerca del transporte público”, “está en un barrio seguro”, etcétera. De nuevo, la misma situación se les presenta a dos grupos de participantes con una variante: los Rodríguez son pobres para unos y pudientes para otros. Resultado: los mismos atributos son siempre menos necesarios para los Rodríguez pobres, incluso “estar cerca de hospitales/doctores” y “estar en un barrio seguro”. Peor aún, es menos necesario para una familia pobre estar “cerca del transporte público”, “del supermercado” o de “hospital/doctores” que para la familia pudiente tener “una apariencia exterior agradable”.

En suma, no es que las personas de mayores ingresos tengan permitido consumir más porque puedan pagarlo, sino que entendemos que los pobres necesitan menos; la condición de necesario que tienen los atributos de un hogar (o los artículos de una canasta de consumo) varía en función de quién sea la persona. Incluso si se trata de servicios básicos, como seguridad, salud o transporte público.

¿Qué implicancias tienen estas creencias sobre la asignación de recursos que hacemos como sociedad? De acuerdo al último set de experimentos, pésimas. Volvemos a los Rodríguez. Ahora los participantes deben asignarles 200 dólares para que gasten en diez categorías que forman parte de la misma canasta de consumo representativa: cinco categorías incluyen lo menos básico y cinco categorías incluyen lo más básico. Cada participante debe direccionar un dólar de acuerdo al consumo que entiende necesario y permitido para esa familia. De nuevo, los participantes fueron menos propensos a seleccionar los artículos menos básicos (por ende, menos permitidos) para los Rodríguez pobres. De hecho, 59% dio su dólar para una única categoría, los productos de higiene personal (únicos permitidos en el experimento previo).

En la misma línea, se les propuso a los participantes decidir qué tipo de tarjeta le regalarían a nuestro querido Pedro. De nuevo, Pedro podrá ser pobre o pudiente según el grupo de participantes. Pueden optar por regalarle una tarjeta para comprar alimentos por 100 dólares, o una tarjeta para comprar en una tienda de electrónica por 200 dólares. ¿Qué es lo que sucede? Pocos participantes eligieron regalar la tarjeta de 200 dólares para electrónica. Paradójicamente, los participantes asignaron más recursos al más pudiente: el monto promedio que recibió la persona pobre fue 125 dólares, mientras que en el otro caso la cifra ascendió a 152 dólares. Incluso, testearon distintas combinaciones para encontrar el punto de inflexión en el cual la mayoría de los participantes deciden cambiar y regalarle la tarjeta de 200 dólares a Pedro “pobre”. Concretamente, se les proponía a los participantes que eligieran entre la tarjeta de electrónica de 200 dólares y distintas tarjetas de alimentos por valores de 100, 75, 50 y 25 dólares. Solamente cuando la alternativa fue entre 200 dólares y 25 dólares, la mayoría optó por regalarle los valiosos 200 dólares para artículos electrónicos al pobre Pedro.

En definitiva, las creencias sobre las necesidades de las personas de menores ingresos y, de forma más general, sobre la admisibilidad de lo que pueden consumir o no, afecta las decisiones sobre la asignación de recursos en una sociedad. Esto conduce a resultados que no son eficientes ni deseables, con implicancias que abarcan desde el diseño de programas de asistencia social hasta la naturaleza de las donaciones o los actos de caridad cotidianos. En particular, en el contexto de las medidas de distanciamiento social producto de la pandemia, las autoras llaman la atención sobre las discusiones vinculadas a facilitar económicamente el acceso a internet. Dado que hay un “doble estándar” para evaluar la necesidad y el permiso social, lo anterior tiene implícitas dos preguntas: ¿es internet una necesidad?, ¿es internet una necesidad para los pobres? Con la educación y el trabajo funcionando de forma remota, es evidente que ese doble estándar puede operar como trampa de pobreza. En efecto, las personas de bajos recursos enfrentan dos tipos de restricciones o desigualdades. Por un lado, lo que económicamente pueden pagar. Por el otro, lo que socialmente pueden consumir.


  1. Hagertya S. y Barasz K. (2020), “Inequality in socially permissible consumption”.