La ley fundamental del gobierno, el Presupuesto, expresa la visión que guía el despliegue de las políticas públicas a lo largo de los cinco años de su ejercicio en el poder. Una visión vieja que pretende vestirse con ropa nueva y que es ajena a los desafíos que, quizás como en ningún otro período histórico, impactan, en Uruguay y en todas partes, de la mano de la pandemia, el acelerado cambio tecnológico y la irrupción de la economía digital, la transición ecológica y un nuevo escenario económico y geopolítico global.

Todo aquello que en el resto del mundo es objeto de orientaciones, convocatorias, planes y recursos no tiene cabida en las orientaciones y la asignaciones del Presupuesto.

No se preocupen, parecen decirnos, el mercado lo va a resolver todo, nos encargaremos de aligerar la carga que soporta el sector privado y, si necesario, asistiremos a los más vulnerables entre los vulnerables.

Un Presupuesto para el “malla oro”

“Si esto fuera una competencia ciclista, al que va en la punta, al ‘malla oro’, hay que estimularlo para que pedalee más rápido. Es el que va a hacer la inversión, va a dar trabajo. Hay que sacarle lastre al que va a traccionar la economía”, dijo el presidente Lacalle Pou el 9 de abril, cuando se le preguntó acerca del aporte que se exigiría a los más poderosos.

Más allá del, quizás involuntario, error en la metáfora –no son los líderes quienes “tiran” del pelotón, sino que son sus integrantes quienes se sacrifican por el líder–, este enfoque es el de un liberalismo viejo, superficial y erróneo.

Viejo y erróneo enfoque porque está más que mostrado y demostrado que no son las sociedades que progresan aquellas que desprecian al sector público, aquellas que lo subsumen al papel de recoger a los heridos de la economía. Menos aún en tiempos de pandemia y de aceleración del cambio a todo nivel.

“En primer lugar, es importante señalar que los contenidos de este proyecto de ley de presupuesto involucran políticas y programas que no obligan al aumento de impuestos” fue la segunda frase que pronunció Azucena Arbeleche, “la ministro” de Economía y Finanzas, en oportunidad de la presentación del Presupuesto en la Comisión de Diputados. La primera había sido para subrayar que “este proyecto de ley marca un modelo económico y filosófico que los uruguayos eligieron cuando optaron por cambiar”.

El viejo enfoque está matrizado en la visión de los integrantes del equipo económico. Es así que el rechazo a los impuestos, al menos a los que pueden afectar a los “malla oro”, debe ser asegurado con la baja del gasto público, cueste lo que cuesta y sea cuando sea. El precepto es elevado a la categoría de ley que rige, rigió y regirá el devenir de la historia. Es que, según el director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, Isaac Alfie, “todos los imperios del mundo cayeron por su situación fiscal; no hubo ni uno que no haya caído por eso. Mucho más caen las repúblicas, y en nuestra convicción republicana esto ya no es un acto de ideología, sino de responsabilidad”. A tal grado llegan las convicciones de los cruzados que dirigen la economía.

“Libertad responsable” diría el presidente o “lograr que los habitantes del país sean cada vez más libres para lograr sus propios proyectos vitales, con la menor coerción posible por parte del Estado”, como reza la Exposición de Motivos, la misma que se ufana de la destacada posición que ocupa el país (¿a pesar de 15 años de oscurantismo frenteamplista?) en los rankings globales que relevan la calidad de la democracia.

Pero este viejo liberalismo también dice tener sensibilidad social. Luego del resbalón de la ministra Arbeleche cuando dijo que el desempeño del equipo económico “se debía medir por la inflación y la meta fiscal” (El Observador, 5 de setiembre), el discurso cambió y, ante los diputados de la Comisión, se cansó de repetir que se trata de “un Presupuesto que hace foco en la gente” y “en el empleo”, convocando a creer(le) o reventar.

Alfie también mostró su lado sensible y, quizás intuyendo la pronta publicación de algún estudio sobre la pobreza multidimensional, se lanzó de lleno en el campo social afirmando que “la pobreza no es unidimensional, tiene varios factores. De hecho, las mismas estadísticas que marcan los números de pobreza medidos sólo por el ingreso también nos dicen que, si los medimos por las necesidades básicas insatisfechas [NBI], o tomamos en cuenta el porcentaje de población con necesidades básicas insatisfechas, esto no ha cambiado en 20 años”. El error de los “20 años” en que no hubo cambios en relación con los compatriotas que aún padecen de NBI hay que ponerlo en la cuenta de la incursión de Alfie en un área que no es de su dominio, junto con otros tantos.

Ajuste, (in)consistencias y opacidad

Promesa de prosperidad, cumplimiento del compromiso de bajar el gasto público y solvencia técnica son los tres ejes que vertebran la propuesta económico-financiera. Y se falla en los tres.

Difícil cumplir con algo que se parezca a una “prosperidad compartida” cuando se programa el deterioro del poder adquisitivo de salarios y pasividades junto con una fuerte baja del gasto social.

Difícil fundamentar tal prosperidad y consistencia cuando no se vislumbran las bases del proclamado dinamismo exportador (que, a pesar de las consabidas dificultades en materia de inserción, debería contribuir a generar un inédito superávit de cuenta corriente, y con un tipo de cambio real que, al parecer, ya no precisa recuperar aquel tan denunciado atraso) ni de la recuperación del consumo (con deterioro de salarios y pasividades pero, al parecer, con una importante creación de empleo y una explosión de las “horas trabajadas”, como promete Alfie) ni de la inversión pública, salvo aquella que se desprende de los heredados proyectos de participación público-privada y UPM 2. Ah, pero quizás nos salve con sus inversiones la crema del sector privado, los “malla oro”.

Quizás, más que de proyecciones optimistas, se trata de un manejo de expectativas, área en la cual el gobierno se ha mostrado muy ducho. Además, ello le permitiría implementar recortes de una magnitud inaudita: 900 o 1.100 millones de dólares, como han dicho Arbeleche y Alfie.

También se trata de un Presupuesto incierto, poco trasparente y que permite el ejercicio de importantes niveles de discrecionalidad por parte del Poder Ejecutivo. Es que mientras la Exposición de Motivos expresa la proyección y la intención del Poder Ejecutivo respecto de la evolución de los gastos, también valen los créditos presupuestales que aprueba el Parlamento, junto con el conjunto de normas relativas al ajuste y el uso de esos créditos. Al respecto la información con que cuenta el Parlamento para tomar sus decisiones no es adecuada y suficiente.

Finalmente, la famosa Regla Fiscal, más que una regla concebida para dar transparencia y orientar la política fiscal se parece a un instrumento para justificar un compromiso de campaña y, llegado el caso, mayores recortes del gasto como el resultado de un asesoramiento supuestamente neutral.

¿Y dónde está el piloto?

Además de la confirmación de los escasos recursos dispuestos por el Poder Ejecutivo para combatir los efectos presentes y proyectados en el futuro inmediato de la pandemia, aún más grave es constatar que el Presupuesto ignora las tendencias que conmueven el ordenamiento económico y social.

El creciente impacto de la economía digital sobre el mundo de la producción y el trabajo, la cada vez más urgente agenda de sustentabilidad ambiental, las nuevas tendencias de las cadenas de valor, más volcadas al plano regional y nacional, con la emergencia de proteccionismos y tensiones derivadas de intensas rivalidades geopolíticas, todo ello parece ser minimizado.

Todo sacrificado en el podio del “malla oro”.