Esta es la cuarta parte de una serie de cuatro artículos que funcionan de forma secuencial, y que abordan la desigualdad, la justicia, el mérito y el rol del mercado y el Estado desde distintas filosofías. Por su extensión, hay un artículo para cada día de la semana, salvo para el viernes, porque es viernes y estamos en primavera.

Frank Knight (1885-1972) fue uno de los fundadores de la economía neoclásica, un partidario del laissez faire y un destacado profesor de la Universidad de Chicago, que formaría a varios liberales-libertarios notables. Y, más importante, a efectos de nuestra historia: fue fuente de inspiración para Rawls y para Hayek.

Para este último, como se analizó en la nota anterior, la riqueza de los más pudientes no dice absolutamente nada sobre su mérito, pero sí sobre el valor superior que tiene su contribución a la sociedad. Apoyándose en eso, este gigante austríaco del pensamiento económico diría algo así:

“Sr. Zuckerberg, su valor de mercado, que le ha permitido embolsar una cantidad obscena de dinero en un mundo lleno de necesidades, no es resultado de fuerzas que estén bajo su control y, por ende, no informa sobre su mérito. Por el contrario, refleja los caprichos de la oferta y la demanda de nuestro tiempo. Sin embargo, no se desanime, porque sí refleja que su contribución a la sociedad es excepcionalmente alta. De hecho, sólo es superada por la contribución de Elon Musk, Jeff Bezos, Bernard Arnault y Bill Gates. Tenga a bien conformarse con eso y sepa que, si el Estado le mete la mano en el bolsillo, estará cometiendo una injusticia que nos dejará peor a todos, porque todos valoramos de sobremanera el aporte que usted ha realizado, como bien demuestra la cantidad ridícula de dinero que voluntariamente le hemos asignado”.

“No tan rápido”, diría Knight, “amasar dinero no refleja el mérito, como bien advierte usted, pero tampoco refleja el valor de una contribución social. Lo único que refleja es que ha logrado, gracias a una serie de factores arbitrarios, satisfacer las necesidades y los deseos, sean frívolos o virtuosos, que articulan la demanda de los consumidores en un momento dado”.

Satisfacer esa demanda no es equivalente a hacer una contribución valiosa a la sociedad. “La significación ética de satisfacer tales deseos depende de la valía moral de estos, y evaluar tal valía implica juicios morales que el análisis económico no puede proporcionar”, escribió a este respecto Sandel. Satisfacer esa demanda no es valioso en sí mismo, “su valor depende, caso por caso, del estatus moral de los fines que este esté sirviendo”.

Desde esta perspectiva, la evaluación ética de un sistema económico debe incorporar, además de la eficiencia de satisfacer los deseos existentes, “la clase de deseos que tiende a generar o nutrir”. Y en la era de las redes sociales esto es especialmente relevante, como dejan entrever las filtraciones de los Archivos de Facebook por parte de Frances Haugen, exempleada de la compañía. No es que digan nada nuevo, pero confirman explícitamente lo que uno imaginaba: son conscientes de su toxicidad, pero más conscientes de que ese no es motivo para frenar el crecimiento de las ganancias.

“Una investigación interna muestra que el contenido es agresivo, que genera odio, que, al fin y al cabo, polariza y hace que los usuarios expresen más emociones... Facebook daña a los niños y debilita la democracia”. Según fue revelando, la empresa sabía que “32% de las chicas dicen que cuando se sienten mal con su cuerpo, Instagram las hace sentir peor” y que “las comparaciones con lo que ven en Instagram pueden alterar el modo en que las jóvenes se perciben y describen a sí mismas”.

“No sé por qué cayó, pero sé que durante más de cinco horas Facebook no se usó para profundizar las divisiones, desestabilizar las democracias y hacer que las niñas y mujeres se sientan mal con sus cuerpos”, remató Haugen en referencia a la caída de las redes el lunes pasado.

Incluso en ausencia de las filtraciones, es evidente que muchos de los valores, estándares y parámetros de vida exaltados por las redes pueden conducir a una vida de insatisfacción, ansiedad y frustración. Como el hámster en la ruedita, todos perseguimos una parte de esa ostentación en tiempo real que se nos presenta desde el celular; las fiestas, los yates, los autos, la ropa, los cuerpos, el bronceado, todo el paquete… la vida de las celebridades, de los ricos y de los famosos.

Y ni siquiera es su vida, sino la parte de la vida que eligen mostrar, sea porque efectivamente refleja sus valores o porque entienden que esos son los valores que deben reflejarse para maximizar las ganancias. Los sinsabores diarios, la elegante monotonía de la rutina, las cosas comunes, eso no vende ni con buenos filtros. Es preferible morir cayendo de un edificio buscando la selfie del millón de corazones que mostrarse un martes preparando la vianda para el miércoles.

Como dijo el iluminado de Alexander Caniggia: “Los pobres que se aburran miran televisión, duermen. Los de la high society como yo compran Dolce y Prada. Decí que hoy fue un día tranqui, no quise comprar mucho, si no sabés qué. Me compré nueve Dolce y dos de Prada, así que tranqui”.

Ante semejante despliegue de estupidez uno se ve tentado a realizar un juicio de valores, pero, según las ideas desarrolladas hasta acá, ¿quién puede juzgar cuáles son los valores más elevados o las virtudes más excelsas? Hacerlo supondría, según Hayek y Rawls, imponer nuestros valores sobre los del resto, y eso no es consistente con la libertad. Como señala Sandel, la libertad supone vivir conforme a nuestra concepción de lo que es la vida buena, respetando el derecho de otras personas a hacer lo mismo.

Para Caniggia, vivir la buena vida es acumular Dolce y Prada. Para Keynes, vivir la buena vida es ocupar la “arena del corazón y de la cabeza” en los “problemas reales, los problemas de la vida y de las relaciones humanas, de la creación, del comportamiento y de la religión”; de ser como las “lilas del campo, que no trabajan ni hilan”. En el medio de estos dos ejemplares, imagino, habitan una infinidad de modos distintos de entender y vivir la buena vida.

¿Qué concepción de “vivir la buena vida” debemos promover, si es que tenemos derecho a promover alguna? A riesgo de violentar la libertad imponiendo mi juicio sobre valores y virtudes, diría que no está bien promover la buena vida de Caniggia, porque no contribuye a nada bueno. Pero, como Hayek, le voy a “pedir al lector que suspenda su juicio” y me deje explicar por qué atento contra la libertad de Caniggia y sus seguidores. Y para eso voy a recurrir a Adam Smith (1723-1790), el filósofo escocés más famoso de la economía.

Como escribió en Teoría de los sentimientos morales, en referencia a los efectos de la desigualdad, la “disposición a admirar, casi hasta adorar, a los ricos y los poderosos, y a menospreciar o ignorar a las personas pobres o de origen humilde [...] es la causa principal y más extendida de la corrupción de nuestros sentimientos morales”. Y esta admiración es más que problemática, según señala, porque no acostumbra a ser personas ejemplares, puesto que los “estamentos elevados” muchas veces están carcomidos por la “arrogancia y la vanidad”, la “zalamería y la falsedad”, la “ambición soberbia y la avidez ostentosa”.1

Como advierte Knight, “los deseos que un sistema económico trata de satisfacer mediante su funcionamiento los genera en gran medida el funcionamiento mismo del sistema”. En efecto, el orden económico no satisface las demandas y preferencias del consumidor preexistente, sino que “su actividad se extiende al terreno de la formación, y hasta de la transformación radical –cuando no directamente la creación–, de los deseos mismos”.2

Si el valor de mercado es equivalente al valor de nuestra contribución a la sociedad, ¿cómo puede ser que Zuckerberg esté entre las personas más ricas del mundo? Si los deseos que genera, y que luego satisface, corrompen nuestros “sentimientos morales”, erosionan la convivencia democrática y empobrecen el debate de ideas, ¿qué podemos decir de la ética y la moral de nuestro sistema, un sistema que lo premia con 122 billones de dólares? Parece ser, al menos, doblemente injusto.

Reflexiones finales sobre los cuatro artículos que conforman esta serie

Volviendo a la confrontación entre Friedman y Rawls presentada en la segunda nota de esta serie, ¿no es justo que pague “su parte justa”, que se ponga al día con lo que “debe”? Según Friedman, no lo es. “La vida no es justa” y, aunque pueda sentirse “la tentación de creer que el Estado puede rectificar lo que la naturaleza ha engendrado”, también “es importante reconocer cuánto nos beneficiamos de esa injusticia que tanto deploramos”. Según Rawls, lo es: “la distribución natural ni es justa ni injusta... Lo que es justo e injusto es la manera en que las instituciones tratan esos hechos”.

A mí me gusta más esta segunda aproximación. Y me gusta más la aproximación de Smith sobre la desigualdad y los sentimientos morales. Y también me gusta más la aproximación de Keynes a los problemas que deben ocupar la “arena del corazón y de la cabeza”. Pero eso es a mí, y yo soy sólo uno de los potenciales firmantes de un contrato social hipotético.

Además, sean justas o no, las instituciones actuales me han beneficiado, y mucho. También uso Instagram, Twitter y Facebook, y bebo, consciente o inconscientemente, de los valores y estándares que proyectan los brillos de todas ellas. Y también, como si lo anterior fuera poco, ocupo las arenas de mi corazón y mi cabeza en cosas frívolas asociadas a la acumulación material. Dicen que el primer paso es admitirlo, así que le pido nuevamente, estimado lector, que suspenda su juicio hasta que pueda explicarme.

Y supongo que eso les pasará a todos, porque es inherentemente complejo mantener una perfecta consistencia entre lo que decimos, pensamos y hacemos, entre la paja en el ojo ajeno y la viga que atraviesa el nuestro. Pero bueno, sabiendo que eso es así, debemos redoblar esfuerzos y encontrar una manera armoniosa de agregar la multiplicidad de formas de entender la vida buena que son propias a cualquier sociedad, entendida como un “cuerpo ficticio” con miles de partes.

¿Cómo integramos, en una suerte de nuevo contrato social pospandémico, todas las formas de vivir la vida buena? Supongo, dada la circularidad temporal que han tenido estas cuestiones en los últimos siglos, que no es cosa sencilla. ¿Qué podría ser más complejo que acordar reglas para encuadrar la cooperación social –o la no cooperación–? Además de que es inherentemente difícil lograrlo, si es que es posible, más difícil lo será si seguimos aproximándonos desde la crispación y el enfrentamiento.

Podríamos empezar siguiendo los pasos del argentino Roberto Gargarella,3 que tomó de Rawls el consejo que él mismo les brindaba a sus estudiantes como “claves de lectura”. Primero, leer y escuchar a los demás “a su mejor luz”; “una doctrina no es juzgada de ningún modo hasta que no es juzgada en su mejor forma”,4 sea el libertarismo de Rothbard, el igualitarismo de Rawls o el comunismo de Carlos Marx.

Segundo, “tomar a los autores que uno critica como tanto o más capaces que uno”. De forma más general, tomar a nuestros interlocutores de esta manera, y cuidar de que nunca sean, además, las peores versiones de lo que intentamos contrastar. Y me va a tener que disculpar otra vez, señor lector, porque habrá notado que digo esto luego de haber usado a Caniggia a mi favor. Es difícil mantener la consistencia, ¿o soy yo?

Con eso podríamos, luego, empezar a contrastar visiones en torno al rol del Estado y el mercado en la reconstrucción de la pospandemia, a evaluar si el sistema que construimos es justo, o si promueve los valores correctos, o si distribuye bien los méritos y merecimientos, o cuánto es la “parte justa que deben pagar los superricos”, o cómo condenamos a quienes esconden sus riquezas en paraísos fiscales, o de qué manera juzgamos la forma en que hicieron sus fortunas, o cómo atendemos las demandas distributivas y de aseguramiento social, o cómo reformamos la fiscalidad global, o de qué forma repartimos los beneficios de la apertura comercial, o cómo reformulamos las relaciones laborales, o cómo distribuimos las cargas entre hombres y mujeres, entre infancia y vejez, entre países, y cualquier otra cosa que tengamos que discutir.

Porque vamos a tener que discutir, y vamos a tener que readecuar las reglas de nuestra cooperación social, nuestro contrato social, para reconstruir los restos del naufragio. Y para eso puede servir, y ese fue el objetivo de este extraño suplemento, tener presente las distintas formas de concebir la justicia, y cómo esta se relaciona con el rol de los mercados, el Estado, la moral, el mérito y, obviamente, la libertad; la libertad de poder vivir una vida buena, incluso si perdiste la lotería arbitraria de la vida. Retomando las palabras de Rawls: “La distribución natural ni es justa ni injusta; ni es injusto tampoco que las personas nazcan en la sociedad en alguna posición particular. Son, simplemente, hechos naturales. Lo que es justo e injusto es la manera en que las instituciones tratan esos hechos”. Y, a juzgar por todo lo que vemos, especialmente en estos días, las instituciones no están haciendo bien su trabajo.


  1. Rasmussen, D. (2018). El infiel y el profesor. David Hume y Adam Smith, la amistad que forjó el pensamiento moderno

  2. Sandel, M. (2018). La tiranía del mérito

  3. John Rawls, un siglo del pensador que soñó con la posibilidad de una “sociedad justa”. Clarín

  4. John Rawls.