Naciones Unidas aprobó en 2015 la Agenda de Desarrollo 2030, un plan de acción para orientar a los 193 estados miembros en el tránsito hacia el desarrollo sostenible. Asociados a esta agenda, como herramienta de planificación, se establecieron los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).
Se trata de 17 objetivos que incluyen 169 metas de carácter integrado e indivisible. Son objetivos sumamente ambiciosos, y el avance en su consecución representa un enorme desafío; superarlo demanda la participación activa y el compromiso del sector público, el sector privado y también de la sociedad civil.
En particular, dado el lugar que ocupa en el entramado socioeconómico, es clave lograr un mayor involucramiento por parte del sector privado, en tanto es fuente de financiamiento, generador de empleo y cumple un rol central como motor del desarrollo tecnológico y la innovación; determinantes todos del crecimiento sostenible con inclusión que promueve la agenda y los ODS.
Por este motivo, es fundamental que pueda trascender más allá de la concepción tradicional de la Responsabilidad Social Empresarial (RSE). Pero esto no es nada sencillo, porque requiere favorecer una reingeniería del modelo de negocios que internalice adecuadamente la dimensión social y ambiental, escapando de la lógica clásica orientada a la maximización de la rentabilidad.
¿Capitalismos intercambiables?
En términos generales, lo anterior supone transformar el paradigma sobre el que se asentó la forma de hacer negocios durante décadas. Ampliando el marco de análisis, esto implicaría una suerte de transformación sistémica que desplace al capitalismo de accionistas (shareholder capitalism) en favor del capitalismo de las partes interesadas (stakeholder capitalism).
El primero es el modelo tradicional, que atribuye a las empresas la maximización del beneficio económico como único objetivo. El segundo, por su parte, concibe a estos agentes como un vehículo para abordar los principales desafíos que enfrentan las sociedades modernas, ampliando significativamente el alcance de su propósito y objetivos.
Según el fundador del Foro Económico Mundial, Klaus Schwab, “el capitalismo de accionistas descuidó el hecho de que una empresa es un organismo social, además de uno con fines de lucro. Esto, sumado a las presiones ejercidas por el sector financiero con respecto a la obtención de resultados a corto plazo, provocó que el capitalismo de accionistas se desconectara cada vez más de la economía real”.
Parafraseándolo, la organización de nuestro sistema económico no ha logrado readecuarse a los desafíos que enfrentamos actualmente como sociedad. No lo logró antes de la pandemia, mucho menos lo logrará en los años venideros.
Un reflejo de que los tiempos podrían estar cambiando, al menos discursivamente, es el Manifiesto de Davos 2020. Por primera vez en casi cinco décadas, el Foro Económico Mundial renovó su declaración de principios para acomodar el jopo ante estos vientos de cambio. El manifiesto se titula “El propósito de las empresas en el marco de la Cuarta Revolución Industrial” y descansa sobre tres pilares.
Primero, el propósito de las empresas es colaborar con todas sus partes interesadas en la creación de valor compartido y sostenido. Segundo, una empresa es algo más que una unidad económica generadora de riqueza. Tercero, una empresa que opera en el ámbito multinacional no está únicamente al servicio de todas las partes directamente implicadas, sino que es, por sí misma, una de las partes interesadas, junto con los gobiernos y la sociedad civil, de nuestro futuro global.
Otro testimonio de este fenómeno viene de la Business Roundtable de Estados Unidos. Esta organización, que agrupa a los ejecutivos de las corporaciones estadounidenses más importantes, también ha manifestado su intención de sacudir el paradigma tradicional y transformar la forma de hacer negocios.
En línea con el Manifiesto de Davos, y en contraposición con su visión histórica, esta organización presentó su nueva declaración sobre el propósito de las corporaciones basada en cinco puntos: crear valor para los clientes; invertir en los trabajadores fomentando la diversidad, inclusión, dignidad y respeto; tratar de manera justa y ética a los proveedores; dar soporte a las comunidades en las que se insertan, preservando el medio ambiente y adaptando prácticas sostenibles en todas sus acciones; y generar valor a largo plazo para los accionistas que proporcionan el capital necesario para invertir, crecer e innovar.
Una cosa es el discurso y otra cosa es la acción
Pese al peso e influencia de las organizaciones que en lo discursivo alientan este cambio de paradigma, lo cierto es que no son muchos los avances alcanzados en la dirección de una transformación sistémica. Al margen de la voluntad real, son muchos los obstáculos que hay que superar globalmente para plasmar estas intenciones en resultados tangibles.
Hay quienes argumentan que la barrera principal refiere a la ausencia de un marco general que permita evaluar el desempeño empresarial combinando parámetros financieros y no financieros. Es complejo ponderar los beneficios más amplios que las organizaciones puedan tener sobre la sociedad o el medioambiente. Y mucho más complejo es integrarlos de forma sistemática y estandarizada a las métricas habituales.
Es cierto que se han sucedido avances durante los últimos años. Sin embargo, también es cierto que la estrategia y decisiones de las empresas siguen evaluándose en función de los parámetros tradicionales asociados a la rentabilidad y los beneficios económicos. Siguen siendo esos los parámetros que definen el desempeño de los directores ejecutivos (Chief Executive Officer o CEO). Su éxito o fracaso permanece atado a los resultados que puedan alcanzar en materia de ingresos, beneficios o precio de las acciones. Lo mismo ocurre con los lineamientos que guían las decisiones de los fondos de inversión y con los requisitos que las empresas utilizan a la hora de reclutar a sus directivos.
En suma, si bien se han procesado mejoras en diversos frentes, especialmente al interior del sector privado, falta recorrer un trecho largo en la dirección de un cambio de paradigma que pueda asentar el desarrollo sostenible tal como está planteado en la Agenda 2030 y en los ODS.
“El problema son los CEO”: la visión de Daron Acemoğlu1
El economista turco Daron Acemoğlu abordó recientemente parte de esta problemática en una columna de opinión publicada en Proyect Syndicate. Comienza listando varias iniciativas de grandes empresas que pretenden transitar hacia ese nuevo paradigma, destacando los planes de ExxonMobil para reducir sus emisiones y profundizar su compromiso con un “futuro verde”, el programa de Philip Morris para ayudar a dejar de fumar y el pedido de Facebook por nuevas regulaciones para internet; ver para creer y creer para no reventar.
“¿Están los ejecutivos actuales iniciando una nueva era de responsabilidad corporativa? ¿O sólo protegiendo su propio poder?”, se pregunta Acemoğlu antes de viajar 50 años en el tiempo para revisitar la edición del New York Times publicada el 13 de setiembre de 1970. ¿Qué tenía de especial esa edición? Una columna titulada “The social responsibility of business is to increase its profits” (“La responsabilidad social de las empresas es aumentar sus ganancias”), escrita por el célebre economista Milton Friedman.
Esta pieza editorial abrió la cancha para diversos desarrollos académicos que fueron cimentando las bases de la concepción moderna que tenemos sobre el propósito empresarial. Mención especial merece el trabajo de Michael Jensen, un profesor de la Escuela de Negocios de Harvard que calculó que el salario del CEO aumentaba apenas US$ 3,2 por cada US$ 1.000 de valor que generaba. Al desnudar semejante injusticia, quedó claro para todos que era necesario “establecer una correspondencia más estrecha entre la remuneración de los ejecutivos y el valor para los accionistas”.
En nombre de la creación de valor, señala Acemoğlu, “las corporaciones empezaron a reducir plantillas, limitar el aumento de los salarios y trasladar funciones al extranjero”. Pero no solo eso. La obsesión por maximizar las ganancias llevó a muchos a ejecutivos a “extralimitarse”, moviéndose más allá de los márgenes de la legalidad. El colapso financiero de 2008 es en parte testimonio de este fenómeno. También lo son las reacciones que fueron discutidas previamente acerca de la necesidad de promover un cambio.
En el contexto actual, caracterizado por un “escaso control social” y por una remuneración de los ejecutivos que “se fue por las nubes” pese a los “padecimientos inéditos” provocados por la pandemia, no resulta evidente que esto se vaya a solucionar con un nuevo manifiesto o declaración de principios.
“Con la estructura de incentivos actual hay pocos motivos para que las corporaciones se abstengan de reunir cantidades ingentes de datos de los consumidores, desempoderar a trabajadores y ciudadanos y crear nuevas formas tiránicas de vigilancia (todo ello sin dejar de promocionar sus virtudes y proyectos solidarios)”.
“Hoy hay cada vez más acuerdo en torno de la idea de que maximizar el valor para los accionistas no debe ser el único objetivo de las corporaciones. Lo que no es tan obvio, sin embargo, es qué modelo alternativo adoptar”. Daron Acemoğlu
Además, no hay nada que les impida “automatizar más de la cuenta para reducir costos laborales, destruyendo puestos de trabajo con el único objetivo de que las cuentas cierren mejor para los accionistas”. Hasta ahí el diagnóstico, pero ¿qué pasa con sus propuestas? Básicamente, Acemoğlu plantea una estrategia de dos partes.
Primero, “reforzar las restricciones legales e institucionales a las acciones de los altos ejecutivos, que llevan demasiado tiempo librándose de responder a la justicia por conductas delictivas”. Por ejemplo, los “abusos colosales” que derivaron en la crisis del 2008 quedaron “prácticamente impunes”.
También hay que “establecer límites claros por la vía legal” para evitar la discrecionalidad de los CEO. “No puede ser opcional que las empresas reduzcan la huella de carbono. Y hay que redirigir ya mismo el cambio tecnológico y cortar la tendencia incesante de las corporaciones a la automatización”. A este respecto, el autor desarrolló el concepto de las so-so technologies (tecnologías ni fu ni fa), abordado por Gabriel Burdín en una entrevista realizada meses atrás.2
Segundo, hay que incrementar la presión civil, que es en definitiva lo que está detrás de los planes anunciados por empresas como ExxonMobil, Philip Morris y Facebook, que no emanan de un “súbito despertar de la conciencia social de sus directivos”.
Pero según el autor, a esa presión hay que ayudarla con leyes que identifiquen las “conductas empresariales inaceptables”. Es necesario colaborar con el “activismo cívico” para que sus exigencias terminen arrojando algo más que “meras campañas de lavado de imagen” por parte de las empresas, cuya responsabilidad es “demasiado importante para dejarla en manos de sus directivos”.
El problema de los datos: ¿cómo saber si llegaremos o no?
2030 está a la vuelta de la esquina. Y el problema para consolidar avances en la dirección que marca la Agenda y los ODS no son solo los CEO de las grandes corporaciones, aunque sea más lineal atribuirles responsabilidad. Por el contrario, hay problemas de todo tipo, incluso, en lo que hace a la medición de los avances. Según el Banco Mundial, la interrogante no pasa solamente por saber si alcanzaremos esas metas en lo que resta de esta década, o por entender los motivos por los cuales no lo lograremos; pasa por saber con qué información disponemos para poder responder esas dos preguntas.3
Los 17 ODS nuclean 231 indicadores para 169 metas de índole amplia y diversa. Respecto a sus antecesores, los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), los ODS requieren más y mejor información. Y si los antecedentes sirven para ilustrar la magnitud del desafío, hay que tener en cuenta que, al finalizar el plazo para los ODM en el año 2015, los países informaron datos para 68% de los indicadores. Faltó bastante.
Sin embargo, en los antecedentes también hay esperanzas. Como destaca el organismo, cuando en 2017 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el marco de indicadores mundiales para los ODS faltaban normas internacionales que oficiaran de marco metodológico para 36% de esos 231 indicadores. Esa situación logró revertirse, y actualmente se cuenta con herramientas para realizar el seguimiento de todos ellos.
Pero como esto es un subibaja de emociones, ahora vine otro “sin embargo”: sin embargo, “la disponibilidad de normas no equivale a la disponibilidad de datos. De hecho, los sistemas estadísticos de la mayoría de los países parecen tener dificultades para proporcionar datos sobre los indicadores de los ODS”.
Si bien los países han mejorado sus reportes sobre el avance en los ODS, la carencia de datos sigue siendo un problema importante: ningún país informó datos sobre más de 90% de los indicadores y 22 países informaron sobre menos del 25% de estos. Esto no se explica solo por limitantes estadísticas, sino también por temas vinculados a la voluntad política.
De mantenerse esta tendencia, “para ningún ODS esperaríamos que los países informaran datos para todos los indicadores”. En particular, los datos más escasos son los que corresponden a la igualdad de género (ODS 5). Paradójicamente, los países más rezagados en esta materia son los de altos ingresos.
A modo ilustrativo, este grupo informó apenas 25% de los indicadores correspondientes a equidad de género. “Poner fin a la discriminación y la violencia contra la mujer (metas 5.1 y 5.2), garantizar la igualdad de oportunidades de liderazgo de las mujeres (5.5) y el acceso universal a la salud sexual y reproductiva (5.6) difícilmente pueden considerarse prioridades solo para los países de ingreso bajo”.
Para cerrar es importante tener presente que “el valor de la comunicación de datos sobre los ODS trasciende el seguimiento de los avances”, en tanto existe una correlación positiva entre el desempeño de los países en la medición de los avances hacia la consecución de los ODM y los avances efectivamente alcanzados. Como advierten los investigadores, esto valida el viejo mantra de gestión que reza que “lo que se mide se hace”.
Avance local: la Ley BIC como marco jurídico para favorecer la transformación
Un concepto implícito dentro del análisis precedente es el de las empresas de triple impacto, que además de perseguir el clásico objetivo económico, buscan operar como agentes de cambio desde el punto de vista social y ambiental. Simplificando burdamente, podríamos considerar que las empresas de triple impacto representan el estadio más avanzado dentro de la evolución filantropía-responsabilidad social empresarial que podría caracterizar las distintas aproximaciones que han seguido las empresas a la hora de vincularse con su entorno.
A este respecto, el 14 de julio nuestro país introdujo en su ordenamiento jurídico, mediante la aprobación de la Ley BIC, las sociedades y fideicomisos de beneficio e interés colectivo, estableciendo un marco legal para favorecer el cambio de paradigma descrito antes. Con esta innovación, Uruguay se suma a una tendencia internacional que promueve una nueva filosofía para hacer negocios, inspirada en modelo legislativo estadounidense e impulsada por Sistema B (movimiento global con presencia local que busca transformar el liderazgo empresarial para abordar los desafíos sociales y ambientales).
Según explica un documento elaborado por Guyer & Regules, “esto no supone la creación de un nuevo tipo social, sino que se trata de la adaptación de los actuales tipos societarios (sociedad anónima, sociedad de responsabilidad limitada, sociedad por acciones simplificada, entre otras), creados bajo la Ley 16.060 y la Ley 19.820, a la que se agregan los fideicomisos creados por Ley 17.703, a un nuevo modelo de negocios que genere un triple impacto: económico, social y ambiental”.4
¿Por qué es novedosa esta legislación? Según señala el estudio, por al menos tres motivos. Primero, porque “lleva el concepto de RSE de voluntario y no necesariamente permanente, al grado de obligación”. Segundo, porque se “incorpora una declaración legal que da reconocimiento legal a las acciones tanto internas como externas de RSE”. Tercero, porque “compatibiliza la actividad lucrativa con otra de propósito social, aspecto que no era exento de debate en la ley de sociedades comerciales”.
Con esto, Uruguay da un paso más en la dirección del desarrollo sostenible, en línea con el plan de acción que se enmarca dentro de la Agenda 2030 y los ODS. Es un avance adicional que se suma a los esfuerzos realizados durante varios años por diversos actores, incluyendo a organismos internacionales, sector público y privado y sociedad civil.
En particular, y producto de estos aportes, el país cuenta con una acumulación de experiencias y capacidades a la interna del sector empresarial para facilitar la transformación desde la visión clásica de la RSE hacia un enfoque más integral orientado al triple impacto. Pero de nuevo, una cosa es el discurso y otra cosa es la acción.
-
Daron Acemoglu. CEOs Are the Problem (Project Syndicate; 2021) ↩
-
Gabriel Burdin: Pandemia, automatización y nuevas demandas redistributivas y de aseguramiento social ↩
-
Banco Mundial. Are we there yet? Many Countries don't Report Progress on all SDGs According to the World Bank's new Statistical Performance Indicators ↩
-
Alejandro Miller, Beatriz Spiess, Sofía Anza y Martín Cánepa (Guyer & Regules). “Uruguay aprobó ley que introduce el régimen de Sociedades de Beneficio e Interés Colectivo”. ↩