Cuando era presidente, Luis Batlle Berres planteó, para horror de propios y extraños, la necesidad de desarrollar las relaciones con la “China comunista”. Acerca de la reacción de los extraños, su hijo, Jorge, contó que Batlle Berres sostuvo, en 1955 y en suelo estadounidense, que las Naciones Unidas no podían pretender erigirse en un órgano representante de los pueblos del mundo sin integrar en su seno a la nación más poblada, así lo estuviera de comunistas. Respecto de los propios, se dice que Batlle Berres le respondió a un periodista que insistentemente le preguntaba: “¿Y qué le quiere vender a los comunistas?”, con un terminante: “De todo, menos el alma”.

Es poco probable que el presidente Lacalle Pou, cuyo posicionamiento político se ubica en las antípodas del último de los Batlle que fuera “batllista”, tuviera aquellas referencias en su “alma” cuando, el pasado martes 7, anunció el lanzamiento de un proceso que puede concluir con la firma de un Tratado de Libre Comercio (TLC) con China, un mercado que ya es, y desde 2013, nuestro primer destino exportador. Es más verosímil pensar que tanto a Lacalle Pou como a la dirigencia agroexportadora que lo acompaña, los anima un muy intenso afán mercantil, incluso si ello tiene como consecuencia disparar un proceso que puede poner en riesgo, y con tan inciertas como potencialmente graves consecuencias, la relación con los vecinos y socios del Mercosur, así como el propio proceso de integración regional.

¿Cómo llegamos a esta situación?, ¿cómo sigue y qué puede implicar para nuestro comercio y nuestra economía?, ¿pone en riesgo al Mercosur?, ¿por qué China habilita este proceso?, ¿qué pasa con Estados Unidos?, son algunas de las preguntas, de difícil respuesta, que se presentan.

Pero, y aun si las respuestas son inciertas, lo seguro es que se trata, tanto para Uruguay como para la región, de un evento mayor.

Treinta años de Mercosur, ¿y después nada? Las conferencias y seminarios que se suceden en oportunidad de los 30 años del Mercosur se parecen, por momentos, más a la disección de una experiencia frustrada que a una celebración. Es difícil detectar en la realidad del Mercosur las señales de un renacimiento. Al respecto, no deja de ser curioso observar cómo los académicos, expertos y responsables políticos que se proclaman entusiastas mercosurianos se las ingenian para ignorar olímpicamente la frustración, en términos de avances sustantivos de la integración productiva y la construcción de una sólida institucionalidad, de la etapa de los gobiernos progresistas en la región (de hecho, más de la tercera parte del total de la vida del bloque). Aquellas asignaturas pendientes nos están pasando factura, y tenemos que hacernos cargo.

Sorprenden, también, las críticas de las que es objeto el frustrado Acuerdo Mercosur-Unión Europea (UE) en muchas de las instancias sombríamente celebratorias de los 30 años. Un acuerdo que, además de merecer mejor suerte por las oportunidades comerciales y el talante aperturista, puede ser considerado como la última oportunidad que tuvo el bloque para amarrarse a un marco normativo que le fuera útil para reencauzar el ánimo integracionista. Si la pulsión incendiaria (con la Amazonia) y extremista de Bolsonaro en Brasil, el desasosiego expresado en la conducción de Fernández-Fernández en Argentina, el cambio de agenda y sensibilidades que trajo la pandemia para la UE y para el mundo, terminaron, al menos por un buen tiempo, con las posibilidades de su ratificación, no deja de sorprender la cortedad de miras de muchas de las críticas. De la displicencia de nuestra cancillería durante la presidencia pro tempore del Mercosur, aunque muy probablemente intrascendente, nosotros nos debemos hacernos cargo.

En los análisis de los expertos, la “inercia” como escenario futuro (es decir, la continuidad del estado vegetativo de marcada imperfección) parece imponerse sobre la posibilidad del tránsito hacia una efectiva “unión aduanera” o sobre el de su opuesto, el de una ruptura a la Brexit.

Pero el cambio de estado puede venir de la mano de la implementación de los primeros pasos de la Propuesta de Flexibilización realizada en el seno del Consejo del Mercado Común por el gobierno uruguayo el pasado 26 de abril. Aún más si esos pasos, dados en soledad, están orientados hacia China.

Factibilidad a escala variable. A la hora de evaluar las posibles consecuencias de un TLC bilateral con China es necesario tener en cuenta a Uruguay y su circunstancia. Es decir, además de considerar los efectos sobre los flujos de comercio e inversión entre Uruguay y China que se derivarían de la baja o eliminación de aranceles y de las diversas barreras no arancelarias entre los dos países, así como de las otras disposiciones del acuerdo, es necesario tener presente la membresía de nuestro país al Mercosur. Es que la fórmula “el contrario también juega” aplica no sólo en relación a los intereses ofensivos de China en el mercado uruguayo, sino que también hay que evaluar las posibles reacciones de Argentina y Brasil. Reacciones motivadas, a su vez, tanto por el desplazamiento de sus importaciones en el mercado uruguayo como por el incremento de la competitividad de la producción uruguaya en el mercado chino (que es el destino de similares exportaciones argentinas y brasileras) y en la renovada atractividad para la inversión china en territorio oriental (del Río de los Pájaros Pintados).

El recurso al TLC bilateral con China como “puerta de entrada a la región” de productos manufacturados en Uruguay estará, previsiblemente, sometido a una más que intensiva vigilancia por parte de Argentina y Brasil del estricto cumplimiento de las “reglas de origen” (los criterios necesarios para determinar la procedencia nacional de un producto y que, en el caso de un acuerdo preferencial, como es el Mercosur, son aquellos a partir de los que los socios se otorgan mutuamente un trato arancelario preferencial, garantizando que solo los productos que califiquen como originarios se beneficien de ello). Todo intento de violación, o flexibilización, de las reglas que dan origen a la preferencia en la región a los productos manufacturados en el país pondría en riesgo el sistema en su conjunto. En otros términos, es un sinsentido pensar que Uruguay puede convertirse, gracias al TLC bilateral, en una plataforma para el ingreso de productos chinos escasamente elaborados, haciendo uso de las ventajas que otorga la membresía al Mercosur, en Argentina y Brasil.

Pero no sólo hay que considerar el balance del juego de los “desvíos” y las sustituciones en los mercados uruguayo, regional y chino de bienes y servicios, y de la renovada atractividad para las inversiones en territorio oriental (del río Uruguay). Es que más allá de la discusión “jurídica” acerca de la vigencia o no de la Decisión 32/00, la iniciativa del gobierno de Uruguay de cerrar un TLC bilateral por fuera de la lógica de la negociación conjunta, y de hacerlo con China, no puede ser si no interpretada como un fracaso de la marca Mercosur. Y ser quien lo hace explícito o, peor aún, vanagloriarse de ello a la vez que pretende mantener los beneficios de la membresía, tiene un precio.

En definitiva, y dada la pertenencia al Mercosur, a la hora de evaluar los posibles efectos en Uruguay del citado TLC se debe considerar tanto el escenario en el que el país cuenta con la aquiescencia de sus socios para avanzar con China, como aquellos otros en los que no cuenta con su consentimiento, en grado variable de animadversión. Ignorar o minimizar los riesgos no suele ser un componente adecuado a la hora de evaluar.

Altri tempi. Es sabido que el gobierno de Tabaré Vázquez le propuso al gobierno chino de Xi Jinping, en 2016, la realización de un TLC. Y sí, los gobiernos frenteamplistas, a los que no se puede acusar de antiintegracionistas, eran conscientes de la necesidad de maridar el compromiso con la región con la necesidad de mejorar la inserción económica del país.

La evaluación de aquel TLC comprendió diversos escenarios: la situación “sin acuerdo” (pero valorizando los múltiples convenios aprobados a lo largo de los años); un TLC Uruguay-China que contara con la buena voluntad de los restantes socios del Mercosur; un TLC Uruguay-China sin la aprobación del Mercosur; un TLC Uruguay-China con cláusula de adhesión para los otros socios del Mercosur y, finalmente, un TLC Mercosur-China.

Como era de prever, el escenario más beneficioso para el país fue, y seguramente continúa siendo, el de una negociación conjunta como Mercosur. Pero era tan beneficioso como improbable: estaba claro que tal opción no estaba disponible.

En el otro extremo, un TLC bilateral con China que contara con la oposición activa de los socios del Mercosur era perjudicial. Es que, a pesar de la satisfacción de los intereses ofensivos con China y la disminución de la dependencia de la región, aún persisten los sectores cuya supervivencia está asociada a ella.

En una posición intermedia, un TLC con China sería beneficioso sujeto a las condiciones previsibles. Más concretamente, una negociación experta que fuera capaz de asegurar el acceso al mercado super ampliado y de atender las sensibilidades nacionales y regionales (o, quizás, la contemplación de tales necesidades por un interlocutor animado por intereses que trascendieran lo estrictamente comercial), a la vez que un gobierno dispuesto a desplegar las políticas productivas necesarias para aprovechar las oportunidades y atender las necesarias compensaciones y reconversiones.

En su momento, se hicieron las primeras evaluaciones y se obtuvieron resultados de acuerdo a indicadores de comercio; según una estimación econométrica de modelo de gravedad y según un modelo de equilibrio parcial computable, habiéndose hecho también análisis sectoriales a nivel industrial.1

Salvo el escenario actual, es decir el que se deriva del aprovechamiento de los convenios y protocolos que sustentan el intenso flujo comercial vigente manteniendo todo el resto constante (o no tanto, ya que algunos competidores mejoraron sus condiciones de acceso a China), no hubo oportunidad de verificar ninguno de aquellos extremos: el gobierno chino decidió, en aquel entonces, no avanzar con Uruguay en ausencia de alguna clase de aquiescencia regional más o menos explícita.

Menú a la carta oriental. En cualquier caso, actualizaciones y refinamientos de los métodos de evaluación mediante, son de esperar resultados semejantes a los alcanzados oportunamente.

En particular, el gobierno y los sectores más interesados (los agroexportadores) parecen confiar en aquel que consideran “el mejor de los escenarios”: ausencia de represalias por parte de los vecinos (lo que supone también contar con que la buena voluntad se mantenga durante los sucesivos gobiernos de Argentina y Brasil) y contar con la buena voluntad del interlocutor chino para contemplar las principales sensibilidades nacionales y regionales. Así las cosas, y aún más si se desplegaran políticas productivas para aprovechar las oportunidades y ayudar a reconvertir los sectores afectados, el TLC sería globalmente favorable, y en particular potenciaría aún más el perfil agroexportador, y a la carne en primer lugar.

Sería algo como la fantasía del cherry picking (o como se diga en mandarín) hecha realidad: Uruguay podría mantener las ventajas de pertenecer al Mercosur (que es el destino de las exportaciones de corte manufacturero) y, simultáneamente, agregar aquellas que se derivarían de un mejor acceso a su ya principal e insaciable cliente. A ello se le podría sumar alguna mejora en el comercio de servicios y, sobre todo, en la capacidad de atraer inversiones, chinas o de otros países, seducidas por el acceso a la superpotencia oriental y por la diferenciación lograda.

De hecho, el gobierno y la dirigencia gremial agropecuaria, simbolizada en el Instituto Nacional de Carnes van por más. Y no me refiero a la desconcertante conducción del canciller Bustillo -con, por ejemplo, su gira por Georgia, Armenia y Turquía en momentos álgidos del país en la región-, sino al núcleo de interés que empuja por la adhesión (porque de eso se trata, de una firma) al Acuerdo de Asociación Traspacífico, conocido como TPP-11, que reúne a Nueva Zelanda y Australia (los eternos rivales) con los apetitosos mercados para la agroexportación de Vietnam, Malasia, Singapur, Japón y Brunei, además de Canadá, México, Perú y Chile. Y aunque las playas de Uruguay son bañadas por el Atlántico, piénsese que el Reino Unido, desembarazado de los reaseguros del Estado de bienestar que le imponía la UE, ya solicitó el inicio de las negociaciones con los del Pacífico. Y no es que “Britain rules the waves”, sino que el modelo de inserción por la vía de los acuerdos plurilaterales vive y lucha.

Acuerdo nacional, hasta en mandarín. Sin lugar a dudas, la señal de la negociación de un TLC con China por parte de Uruguay, un integrante del Mercosur, es una señal muy fuerte. Y, previsiblemente, alienta a los sectores políticos y a los intereses agroexportadores de Argentina y Brasil a recorrer un camino similar, sea o no con la superpotencia asiática. De forma opuesta, es una alerta para los actores políticos y económicos de nuestros vecinos de vocación integradora, que prefieren recorrer un camino más centrado en la región y más gradual en su inserción global. En otras palabras, Uruguay se pone en el centro de un escenario de pujas entre actores regionales poderosos, que lo sobrepasan y le pueden pasar, tarde o temprano, factura.

Por otro lado, y a nivel nacional, un TLC con China implica opciones y riesgos relevantes. Las decisiones que se tomen no pueden ser el resultado de un impulso presidencial, de un estudio econométrico ni de un cambio circunstancial de las bases económicas y sociales que son referencia y apoyo del gobierno.

Se trata de decisiones que tendrán consecuencias de fondo y largo aliento y, por lo tanto, que exigen participación, respaldos y acuerdos políticos y sociales de base ancha.


  1. Una aproximación de corte teórico, y que no aborda el caso en cuestión, se puede consultar en “Evaluación del impacto de acuerdos comerciales. Metodologías, experiencias internacionales y aplicaciones para el caso uruguayo”, de Álvaro Lalanne y Guillermo Sánchez, una publicación de CEPAL en cooperación con MEF.