La economista Andrea Vigorito consideró, en diálogo con la diaria, que vivimos en un contexto de “menor solidaridad y cohesión social” que dificulta la implementación de políticas públicas para la reducción de la pobreza y la vulnerabilidad. Estas “creencias”, que tienden a pensar la pobreza como una condición individual, “erosionan” las políticas públicas que buscan luchar contra el hambre y fomentar la redistribución en la sociedad.
La profesora e investigadora de la Universidad de la República ahondó en el tema de la estigmatización en la discusión pública e identificó 2013 como una fecha clave en ese sentido. “A partir de 2013 en adelante, la discusión pública empeoró mucho y aumentó el discurso que responsabiliza a las personas por su condición de pobreza. Al mismo tiempo, las personas tendieron a apoyar menos las políticas redistributivas y la confianza interpersonal se redujo”, afirmó.
La especialista considera ese año como bisagra, ya que en aquel momento hubo “un embate de la oposición sobre las transferencias, y una parte del gobierno (BPS), en vez de defenderlas, responde con el control de condicionalidades y da de baja a un número importante de beneficiarios, que son los más pobres y vulnerables”. “A partir de allí se fortalece la idea de la autorresponsabilidad por la pobreza, se entiende la falta de ingresos como fracaso personal, y se brinda menos apoyo a políticas redistributivas, con una menor solidaridad social”, explicó.
Vigorito consideró que esa visión “genera estigmatización, porque existe la idea de que la pobreza es vista como algo que responde a condiciones individuales. Entonces, si vas al comedor, es porque no trabajaste o porque en tu casa no trabajan, y es por eso que no tenés comida”.
Estas declaraciones se basan en la investigación “El estigma a la pobreza y su relación con las trayectorias económicas individuales”, que realizó en conjunto con Rodrigo Nicolau y que fue publicada en diciembre del año pasado.
El trabajo se basó en la información de tres rondas del Estudio Longitudinal del Bienestar en Uruguay. La investigación muestra que el estigma, entendido como una marca, señal o atributo fuertemente desacreditante que lleva a que su poseedor quede diferenciado del resto de la sociedad, puede focalizarse en la pobreza, pero también en la recepción de transferencias públicas.
Los investigadores sostienen en el estudio, que forma parte del proyecto “Transferencias públicas y estigma a la pobreza” –impulsado por el grupo Ética, Justicia y Economía de la Universidad de la República, con el apoyo del Fondo Clemente Estable–, que “la estigmatización o falta de reconocimiento a ciertos grupos sociales o personas por causa de su menor nivel socioeconómico guarda estrecha relación con las creencias de una determinada sociedad sobre las causas de la desigualdad económica”.
A mediados del año pasado algunos especialistas señalaron que, pese a que Uruguay es el país con el Estado de bienestar más desarrollado de la región, los datos sobre pobreza infantil muestran una situación absolutamente extrema. ¿Cómo describiría esta situación?
En primer lugar, tenemos que pensar desde qué punto de vista estamos considerando la pobreza. En general, lo que se difunde en Uruguay son datos de incidencia de pobreza monetaria, que es el indicador que hasta el momento es el único oficial. Entonces, suelo plantear que es un indicador que nos deja fuera de otras dimensiones que también son muy relevantes y que hacen al bienestar y a las formas en que las personas viven.
Pero yendo concretamente a la pobreza monetaria, en los niños, lo que es especialmente característico de Uruguay es la fuerte diferencia que hay entre la incidencia de la pobreza, si la miramos en la infancia y en los hogares con niños, con la población adulta mayor. Y eso tiene que ver con que el sistema de protección social uruguayo es universal para los adultos mayores, o sea, nos habla de una gran cobertura en esa población, y nos muestra también los problemas que tienen los hogares en materia de generación de ingresos.
“Yo creo que es difícil que alguien te diga, salvo que tenga un pensamiento muy extremo, que quiere que la pobreza infantil se mantenga. El tema es qué prioridad tiene eso en una agenda de política pública o de transformación de país y qué se está dispuesto a hacer”.
Es importante destacar que, a partir de 1989, cuando se cambia el mecanismo de revalorización de las pasividades, se observa que en los quintiles o estratos de menores ingresos principalmente hay hogares con niños. Lo segundo a resaltar es que en el período en que cae fuertemente la pobreza monetaria –con todas las limitaciones que tiene ese indicador–, que básicamente es entre 2005 y 2013, las brechas no se reducen. Esto quiere decir que la pobreza cae casi en igual proporción para los distintos sectores, por ejemplo, para los hogares con niños y para los hogares con adultos mayores, o incluso en algunos casos la brecha de pobreza entre varones y mujeres se amplía. Entonces, que la pobreza caiga no quiere decir que eso traiga consigo la reducción de esa brecha, es decir, que esa distancia con el resto de los campos etarios se mantiene. Otro tema al que hay que prestar atención es la vulnerabilidad y la desigualdad.
Y en términos generales, ¿cómo está actualmente Uruguay en materia de pobreza? ¿Cómo describiría la situación respecto de 2019?
Las condiciones de vida de la población durante la pandemia empeoraron. Se generó una crisis económica y la pobreza monetaria aumentó bastante: pasó más o menos de 8% a 11%, que son niveles bajos si los comparamos con períodos previos, pero proporcionalmente fue un aumento casi tan importante como el que se vio en la crisis de 2002, sólo que como los niveles de partida eran más bajos, el aumento fue más bajo también. Pero la pandemia generó un empeoramiento de las condiciones de vida de la población, aumentos en la pobreza y, por lo menos hasta el último momento desde que disponemos de datos, todavía no volvimos a los niveles precrisis.
A su vez, algo que también es bastante preocupante es que aumentó la desigualdad de ingresos. Todavía no tenemos la publicación de los datos de 2023, pero si la pregunta es cómo estamos respecto de 2019, Uruguay era uno de los pocos países de América Latina que no había vuelto a sus niveles de desigualdad previos a la crisis, según la información de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe. Esto nos hace pensar que en todo este tiempo las condiciones de vida de la población empeoraron. Por tanto, la recuperación ha tomado bastante más tiempo de lo que tomó la caída, porque existe una asimetría en los efectos de las crisis: en un período muy corto se registra un empeoramiento que luego lleva años revertir, que es en definitiva el tiempo de vida de las personas. Eso depende mucho de lo que suceda con las políticas públicas y de cómo evoluciona la economía. Pero no volvimos a las condiciones precrisis, y tampoco esas condiciones eran las ideales.
Creo que es importante tener en cuenta que las personas que están por encima de la línea de pobreza no es que ya se volvieron invulnerables. Lo que se ve para América Latina, y se ha observado también en el caso uruguayo, es que hay un tramo de la población importante que es vulnerable. Esto quiere decir que en condiciones económicas adversas puede enfrentar insuficiencias importantes de ingresos. Por tanto, no quiere decir que las personas que están por encima de la línea no tengan insuficiencias también de ingresos. La línea [de pobreza] es una orientación en base a una canasta que el Instituto Nacional de Estadística estima.
¿Cómo evalúa que ha sido el accionar del gobierno en este tema?
Yo creo que el gobierno tomó algunas medidas al comienzo de la pandemia, como aumentar los montos de algunas prestaciones sociales, pero eso fue claramente insuficiente porque permanecieron importantes brechas de cobertura.
Si miramos las transferencias no contributivas, mantuvieron el nivel de cobertura constante. Normalmente, si bien antes ya había problemas, una esperaría que en un contexto de crisis se fortalezcan. Pero eso no sucedió: se incrementaron los montos, pero no se afectó la cobertura. También los montos que aumentaron fueron insuficientes para lograr revertir o paliar en mayor medida la situación.
Hubo algunas otras medidas, como el bono crianza, pero si miramos el conjunto de la población, de la infancia, lo que vemos es que hay una proporción importante también de adolescentes que no reciben prestaciones porque se presupone [desde el Estado] que se debe asistir al nivel educativo medio para poder recibirla.
Por un lado, hay que mirar las transferencias como estabilizadores de ingresos y como derecho, y por otro, también lo que pasa con las remuneraciones que tienen que ver con los niveles de empleo, con los salarios mínimos y con la política salarial en general. Cuando el salario pierde valor, afecta obviamente a la pobreza infantil. Después hay otras políticas que se pueden hacer para trabajar la pobreza multidimensional, que no van estrictamente a lo monetario, pero que tienen que ver con otros aspectos.
¿Qué acciones deberían impulsarse para eliminar el hambre y la pobreza?
Se necesita tomar un conjunto importante de medidas para reducir la pobreza, pero también para reducir la vulnerabilidad, que es más invisible, porque no tenemos una estadística oficial que la mire. Y también la propia desigualdad, que está íntimamente vinculada con la pobreza. Si los salarios más bajos no aumentan y las transferencias pierden valor, o no se incrementa la cobertura, la distribución pierde peso. Por ejemplo, una cosa que es bastante básica y que hace años que está pendiente en el país es la unificación de los sistemas de asignaciones familiares. Se instauró el Panes [Plan de Atención Nacional a la Emergencia Social], después la Asignación Familiar, el Plan de Equidad en 2008, pero de ahí en más no hubo reformas.
Y si vas con un sistema de protección social que mide las desigualdades entre los niños, podrías pensar en la unificación de ese sistema, en su expansión, en solucionar la condicionalidad en asistencia educativa, que genera baja cobertura en secundaria en la adolescencia.
También se podría pensar un sistema único que también incluya, como lo han planteado algunos investigadores, la unificación de las deducciones por hijo y otros beneficios que se les dan a los hogares de ingresos medios y altos que no son tan visibles y que no están tanto en la discusión pública como sí lo están las transferencias, porque muchas veces se las asocia a la población de menores ingresos, y ahí todo el mundo opina sobre qué deberían hacer esos hogares.
“No es barato reducir la pobreza infantil, porque no es solamente llevar a las personas, a los hogares por encima de la línea de pobreza. Es lograr eliminar la vulnerabilidad, conseguir estabilidad de ingresos, generar cambios sustanciales en las condiciones de vida de la gente. Porque si no, en contextos de mayor vulnerabilidad socioeconómica, cuando hay una crisis o un menor crecimiento, las personas vuelven a enfrentar privaciones”.
Creo que las medidas que se piensen hacia el futuro deben tener en cuenta que la pobreza no puede estar nunca desligada de la desigualdad. Yo creo que es difícil que alguien te diga, salvo que tenga un pensamiento muy extremo, que quiere que la pobreza infantil se mantenga. El tema es qué prioridad tiene eso en una agenda de política pública o de transformación de país y qué se está dispuesto a hacer. Y ahí la desigualdad y la vulnerabilidad tienen mucho que ver también.
Las políticas para reducir la pobreza infantil y promover la redistribución tienen que ser mucho más. Implican muchos recursos y políticas contra la segregación residencial y en fomento a la vivienda, medidas que representan montos de dinero bastante voluminosos. No es barato reducir la pobreza infantil, porque no es solamente llevar a las personas, a los hogares por encima de la línea de pobreza. Es lograr eliminar la vulnerabilidad, conseguir estabilidad de ingresos, generar cambios sustanciales en las condiciones de vida de la gente. Porque si no, en contextos de mayor vulnerabilidad socioeconómica, cuando hay una crisis o un menor crecimiento, las personas vuelven a enfrentar privaciones.
El otro tema es pensar en las políticas de comedores escolares y de alimentos. En los últimos años se trató de restringir, en contexto de crisis, quiénes accedían a los comedores. Y eso genera estigmatización, porque existe la idea de que la pobreza es vista como algo que responde a condiciones individuales, y si vas al comedor es porque no trabajaste o porque en tu casa no trabajan y por eso es que no tenés comida.
A veces las maneras o los discursos sobre las políticas públicas también las erosionan. Eso fue lo que sucedió con la discusión en 2013 en torno a quiénes accedían a las transferencias, que llevó a un endurecimiento de las condicionalidades y no a un debate sobre cómo expandir todo el sistema y hacerlo más fuerte. Eso generó estigma. Y el estigma, aparte de los efectos que tiene sobre la sociedad en su conjunto, sobre quienes lo ejercen, sobre quienes lo sienten y reciben, también erosiona las propias políticas públicas. Porque si vos pensás una política, por ejemplo, hacia la pobreza o hacia la vulnerabilidad, y después la gente no reclama o no se postula para esa prestación porque ser beneficiario es estar asociado a ser una persona que no cumple con sus responsabilidades ciudadanas, o que es perezosa o lo que sea, entonces mucho menos gente se va a adherir para ser beneficiario. Eso le quita el propio potencial, porque reduce el propio objetivo para el cual la política estaba pensada.
Un caso clarísimo de esto es Estados Unidos. La gente no pide ni accede a muchos planes sociales porque existe esta idea tan fuerte de que hay que ser autosuficiente en términos ingleses. Pero sabemos que un conjunto importante de la población, aun cuando estuviera todo el día trabajando, recibiría un nivel de remuneraciones que no le alcanzaría para lograr la suficiencia de ingresos. Eso tiene que ver con cómo es la estructura salarial y también con temas referidos a la desigualdad.
Me imagino que uno de los grandes desafíos del Estado, en caso de que su objetivo sea reducir la pobreza, es pensar cómo comunicar las políticas públicas para que sean bien vistas por parte de la población.
Sí, cómo se presentan estas políticas es un punto central. Yo creo que a partir de 2013 en adelante la discusión pública empeoró mucho y aumentó el discurso que responsabiliza a las personas por su condición de pobreza. Al mismo tiempo, las encuestas también muestran, para América Latina y Uruguay, que las personas tendieron a apoyar menos las políticas redistributivas y que la confianza interpersonal se redujo. Estamos en un contexto de menor solidaridad y cohesión social. Entonces, la implementación de políticas que redistribuyan y que vayan hacia la reducción de la pobreza y de la vulnerabilidad se enfrenta a estos problemas. Por tanto, los discursos tienen que reforzarse mucho para no fomentar estas creencias o mantener el distanciamiento.
¿Por qué usted menciona concretamente 2013 como el año a partir del cual empeoró la discusión pública y aumentó la estigmatización de la pobreza?
Me baso en los trabajos de Cecilia Rossel y Florencia Antía. En ese año existe un embate de la oposición sobre las transferencias, y una parte del gobierno (BPS), en vez de defenderlas, responde con el control de condicionalidades y da de baja a un número importante de beneficiarios, que son los más pobres y vulnerables. A partir de allí se fortalece la idea de la autorresponsabilidad por la pobreza, se entiende la falta de ingresos como fracaso personal, y se brinda menos apoyo a políticas redistributivas, con una menor solidaridad social.