Cuando las Naciones Unidas surgieron de los escombros de dos guerras mundiales hace 80 años, representaron el intento más ambicioso de la humanidad para convertir la catástrofe en cooperación. Pero si bien el mundo de 1945 tenía esperanzas tras la victoria aliada, ese optimismo se ha desvanecido. Hoy en día, la ONU carece de fondos suficientes, tiene aversión al riesgo y está paralizada.

Mientras tanto, la inteligencia artificial, las criptofinanzas y la crisis climática pugnan por definir este siglo, y las guerras siguen haciendo estragos en Ucrania, Gaza, Sudán y otros lugares. Con este telón de fondo, las conmemoraciones del 80º aniversario de la ONU recuerdan a las estatuas de la Isla de Pascua: gestos grandiosos pero inútiles de una sociedad desesperada al borde del colapso.

Pero ¿qué lleva exactamente al colapso de una civilización? Teorías no faltan. El geógrafo Jared Diamond sostiene que sociedades tan sofisticadas como la maya o la nórdica de Groenlandia acabaron implosionando al no adaptarse al estrés ecológico. Del mismo modo, el antropólogo Joseph Tainter ha demostrado que la propia complejidad puede convertirse en un lastre: cuando los costos de coordinación superan los beneficios, las instituciones se desmoronan. Por otra parte, Peter Turchin y Sergey Nefedov sostienen que los “ciclos seculares” de aumento de la desigualdad y sobreproducción de las élites (trabajadores del conocimiento por encima de las funciones disponibles) han provocado siempre trastornos sociales y políticos. Y Vaclav Smil advierte que ningún sistema –biológico o social– se expande para siempre.

Todo esto no es más que un rasguño en la superficie de una tradición teleológica más antigua. El historiador Arnold Toynbee creía que las civilizaciones surgen de respuestas creativas a problemas comunes y luego caen por inercia. La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, trataba la senectud de la civilización como un destino, dando a entender que las culturas envejecen como los organismos. En The Rise and Fall of the Great Powers, Paul Kennedy vinculó el colapso imperial con la extralimitación militar. Plagues and Peoples, de William McNeill, nos recuerda cómo los agentes patógenos moldean la historia, y Why Nations Fail, de Daron Acemoglu y James Robinson, replantea la historia en torno a las élites extractivas.

Pero ¿dónde nos dejan estos análisis? Según el investigador del riesgo existencial Luke Kemp, la globalización ha producido un “Goliat” planetario. A diferencia de Roma o Rapa Nui, el mundo actual está integrado hasta la médula, lo que significa que cualquier nuevo factor de estrés –una crisis climática, una pandemia, una crisis financiera– puede desencadenar una cascada mundial repentina e irreversible. Y lo que es peor, con siete de los nueve límites planetarios del climatólogo Johan Rockström traspasados, la Tierra ya ha lanzado el guante a nuestra civilización.

Pero la ruina no es el destino. El libro de David Graeber y David Wengrow El amanecer de todo (2022) cuestionaba la visión determinista de la evolución de la civilización. El colapso no es una cuestión de destino, sino un fracaso de la imaginación. A pesar de escribir durante la Gran Depresión, John Maynard Keynes predijo que, en un siglo, la tecnología podría resolver el “problema económico”, dejando a los humanos libres para el “arte de la vida”, a medida que los compromisos laborales se reducían a 15 horas semanales y la desigualdad retrocedía.

El reciente libro de los periodistas progresistas Ezra Klein y Derek Thompson, Abundance, reaviva esta sensibilidad. Sostienen que la política actual está innecesariamente sumida en el pensamiento de la escasez, con luchas interminables por la vivienda, la energía y otros recursos que conducen al estancamiento y la polarización. La situación exige lo que ellos llaman una política de construcción: ampliar la capacidad, no limitarse a trocear un pastel cada vez más pequeño.

¿Es posible que la inteligencia artificial cumpla la promesa de la semana laboral de 15 horas y que las criptomonedas se conviertan en una moneda mundial como el “bancor” propuesto por Keynes? Aunque Kemp cree que “lo más probable” es que la civilización “se autodestruya”, en realidad tenemos ante nosotros tres caminos. El primero es en el que se centran él y muchos de los autores mencionados: el colapso. En este escenario, el cambio climático se descontrola, la inteligencia artificial se convierte rápidamente en un arma, las criptomonedas desestabilizan las economías frágiles y la ONU se vuelve irrelevante. Como advierten Diamond, Tainter, Turchin, Kennedy y Spengler, el estrés sistémico acaba por abrumar a las instituciones.

El segundo escenario se caracteriza por la deriva. Aquí, la política de la escasez continúa, la regulación de las nuevas tecnologías es incremental, los responsables políticos persiguen una gestión de crisis interminable y la ONU sigue reuniéndose, pero sin ninguna autoridad ni visión. La gobernanza mundial se vuelve ceremonial.

El tercer camino es hacia la renovación. La IA se utilizaría para ampliar el conocimiento y reducir la carga de trabajo. La cadena de bloques (blockchain) se reutilizaría para gestionar los bienes comunes de forma transparente en lugar de crear nuevos mercados para la especulación y el juego descarado. La respuesta al cambio climático se convertiría en la base del crecimiento y el desarrollo futuros. Y la ONU se convertiría en una plataforma del siglo XXI para administrar los datos planetarios, regular los bienes públicos mundiales y convocar no sólo a los estados, sino también a las ciudades, las empresas y los ciudadanos.

La renovación requiere no sólo optimismo, sino imaginación institucional. La moneda más valiosa del siglo XXI no es el petróleo, ni el oro, ni siquiera los datos. Es la confianza. La humanidad evolucionó para formar lazos de confianza más allá de la propia familia inmediata, pero todavía se limita típicamente a grupos más pequeños. Sin embargo, como subraya el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, nuestros problemas más acuciantes son planetarios, lo que significa que la confianza debe ampliarse no sólo a nivel de la tribu, aldea o nación de cada uno, sino al de 8.000 millones de personas.

Para ello es necesaria una transparencia radical, con “cotilleos” globales que pongan al descubierto a los aprovechados o a los malos actores que perturban los esfuerzos compartidos para reducir las emisiones, reforzar las cadenas de suministro y movilizar una financiación integradora. Existen precedentes de este tipo de acción mundial eficaz: el Protocolo de Montreal detuvo el agotamiento de la capa de ozono; el Tratado Antártico desmilitarizó un continente; y la Corporación de Internet para la Asignación de Nombres y Números gestiona las cañerías de internet sin necesidad de un leviatán todopoderoso.

La difunta premio Nobel Elinor Ostrom demostró que los bienes comunes pueden gobernarse bien si las instituciones son flexibles, policéntricas y anidadas (con múltiples actores independientes centrados en diferentes elementos de la misma agenda global). En ocasiones, la ONU ha encarnado el espíritu que Ostrom tenía en mente, como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la erradicación de la viruela y el (ahora asediado) acuerdo de París sobre el clima. Pero también se ha visto paralizada por los vetos, la geopolítica y una visión inadecuada.

A los publicistas de Silicon Valley les gustaría hacernos creer que la tecnología determinará el futuro. Pero la variable más importante es si nuestras instituciones se adaptan y cómo lo hacen. Como dijo Toynbee, “las civilizaciones mueren por suicidio, no por asesinato”. La elección entre la abundancia y el apocalipsis sigue siendo nuestra.

Profesora asociada de Estudios Jurídicos Empíricos en la Universidad de Cambridge, profesora visitante en la Universidad de Harvard e investigadora principal de una beca del Consejo Europeo de Investigación sobre derecho y cognición. project-syndicate.org