Hace algunas semanas se realizaron, en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República, las XV Jornadas de Ética y Administración Tributaria, bajo el título “Algunos desafíos del Servicio Público en el siglo XXI”. Los ejes principales del intercambio discurrieron sobre el rol de contralor que juega la entidad ante los desafíos actuales y futuros, el uso de la inteligencia artificial, los derechos civiles y también sobre los procesos de inclusión para personas con discapacidad y la forma de regular estos contratos (no siempre se requiere de tutela o curatela).

Entre las múltiples reflexiones que la instancia disparó, me gustaría destacar una, que no por obvia resulta trivial: una empresa grande tiene 1.500 personas para resolver sus problemas, mientras que una unipersonal tiene 1.500 problemas para resolver. Esta problemática está emparentada con el concepto de empatía tributaria, que se está discutiendo actualmente en numerosos países y viene ganando tracción en las discusiones fiscales1. En breve, la idea emana de la necesidad de que la administración fiscal contemple más adecuadamente la situación concreta de cada contribuyente y no se base únicamente en reglas o sanciones automáticas que no discriminan en función de determinados criterios.

Esto no implica adoptar una postura indulgente por parte del fisco, sino diseñar un sistema que diferencie adecuadamente las múltiples realidades que conviven dentro del tejido empresarial a efectos de preservar y fortalecer la confianza social en torno a la importancia de la recaudación (y, por tanto, de la formalidad y el cumplimiento impositivo en términos generales).

En ese sentido, actualmente los mecanismos de contralor son los mismos para todos, pero no así las consecuencias asociadas a su incumplimiento. Para una empresa grande, el hecho de no contar con el certificado de DGI vigente es algo que puede resolverse rápidamente sin mayores consecuencias; algo que no sucede en el caso de las empresas de menor porte o incluso en el de las unipersonales. En este último caso, el mismo problema puede suponer una carga desproporcionada de multas y recargos, pudiendo derivar en consecuencias más duras sobre su funcionamiento y sobrevivencia.

En efecto, nuestro sistema tributario puede resultar a veces muy simplificado y a veces muy sofisticado, imponiendo una carga desproporcionada sobre las unidades más pequeñas. A esto se le suma, además, el hecho de que todavía no contempla adecuadamente las transformaciones actuales que se están procesando en la órbita del mercado laboral producto de las transformaciones tecnológicas y de las formas de contratación.

En este marco, vale la pena cuestionarse sobre la pertinencia de introducir reformas que contemplen esta problemática y que diseñen normas y reglas proporcionales al tamaño de la escala de cada actividad, a efectos de adaptarse mejor a las nuevas formas de trabajar y emprender.


  1. La empatía tributaria, un antídoto contra la economía sumergida. El Mundo