Para muchos en el mundo en desarrollo, Brasil es un raro faro de esperanza en un panorama global por lo demás sombrío. Junto con su homólogo sudafricano, Cyril Ramaphosa, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva es uno de los pocos líderes mundiales que se han enfrentado al presidente estadounidense, Donald Trump, con dignidad y cierto éxito.

Brasil ha logrado revertir algunas de las medidas más punitivas de Trump, a pesar de carecer del poder de negociación de países como China. Por ejemplo, el arancel del 40% que impuso a las exportaciones agrícolas brasileñas se retiró discretamente sin ninguna concesión por parte de Brasil. Del mismo modo, las absurdas sanciones estadounidenses contra el juez del Tribunal Supremo brasileño Alexandre de Moraes, que presidió la condena del expresidente Jair Bolsonaro, se levantaron sin fanfarria.

En un momento en que muchos gobiernos de todo el mundo están retrocediendo en sus compromisos climáticos, Brasil está redoblando sus esfuerzos en materia de descarbonización. Desde su regreso al cargo, Lula ha acelerado los esfuerzos para frenar la deforestación y ha anunciado planes para triplicar la capacidad renovable y duplicar la eficiencia energética para 2030.

Incluso en lo que muchos consideran un tercer mandato menos ambicioso, y a pesar de las limitaciones impuestas por la fuerte oposición en el Congreso, la administración de Lula ha puesto en marcha varias reformas importantes. En particular, ha simplificado el sistema tributario brasileño y ha abordado algunas de sus características más regresivas, aunque aún queda mucho por hacer para que sea verdaderamente progresista.

La política industrial de Lula, puesta en marcha a principios de 2024, marca una clara ruptura con el enfoque orientado al mercado que ha dominado la política económica reciente, ofreciendo en su lugar un programa de reindustrialización orientado a misiones y estructurado en torno a seis áreas prioritarias. Más allá de fortalecer las cadenas de suministro agroindustriales mediante una mayor mecanización, el programa busca aumentar la proporción de medicamentos, vacunas y equipos médicos de producción nacional en el consumo nacional, y mejorar el bienestar urbano mediante la inversión en infraestructura sostenible, saneamiento y movilidad.

El programa también pretende acelerar la digitalización de las empresas productivas e impulsar las capacidades tecnológicas en los sectores emergentes, y tiene como objetivo reducir las emisiones de carbono en un 30% para finales de 2026 mediante una mayor dependencia de los biocombustibles, una estrategia que plantea sus propias preocupaciones.

Por último, la política industrial de Lula supone un cambio importante en la estrategia de seguridad nacional de Brasil. Para impulsar la autosuficiencia en la producción de defensa, el gobierno se ha fijado el ambicioso objetivo de producir la mitad de las tecnologías de defensa críticas del país a nivel nacional.

Lula planea impulsar estas prioridades mediante una combinación de inversión pública y privada, que incluye aproximadamente 300.000 millones de reales (54.000 millones de dólares) en gasto público durante tres años. El programa de reindustrialización también se basa en la contratación pública estratégica para incentivar la producción y el abastecimiento nacionales, junto con líneas de crédito especiales, reformas normativas y cambios en las leyes de propiedad intelectual.

A primera vista, las condiciones macroeconómicas parecen favorables, incluso en medio de la incertidumbre mundial y las presiones arancelarias de Estados Unidos. El desempleo ha descendido al 5,4%, la inflación ha caído por debajo del 4,5% y Brasil sigue registrando un superávit comercial, aunque el déficit por cuenta corriente se sitúa en torno al 2,5% del PIB. Además, el país casi no tiene deuda en moneda extranjera.

Aun así, muchos economistas siguen siendo profundamente pesimistas sobre las perspectivas económicas de Brasil. En una reciente conferencia económica celebrada en San Pablo, pocos creían que la desindustrialización prematura que ha marcado la economía brasileña en las últimas décadas pudiera revertirse.

Ese pesimismo tiene mucho menos que ver con las condiciones externas que con la política monetaria y fiscal. La tasa de interés de referencia de Brasil, la tasa Selic, es una de las más altas del mundo, con un 15%, y eso es sólo el tipo básico del que se derivan otros tipos de interés. La tasa de interés real del país, del 9,4%, sólo es superado por el de Turquía. Dada la dificultad de imaginar que cualquier proyecto de inversión privada sea viable con esos niveles, no es de extrañar que la tasa de inversión de Brasil se haya mantenido obstinadamente baja, en torno al 18% del PIB.

Las altas tasas de interés persisten no porque sean económicamente racionales, sino por decisiones políticas. Desde principios de la década del 2000, los sucesivos gobiernos progresistas han firmado un pacto faustiano con los bancos privados y los inversores financieros, tolerando rendimientos excepcionalmente altos a cambio de la estabilidad política y financiera necesaria para aplicar políticas sociales progresistas limitadas. El hecho de que una parte significativa de la deuda pública brasileña esté en manos de no residentes, aunque esté denominada en reales, intensifica aún más los temores de fuga de capitales.

Dado que existen pocos controles sobre los flujos de capital transfronterizos, la política cambiaria se utiliza a menudo para frenar la inflación limitando las presiones sobre los precios de las importaciones. Pero la combinación de tipos de interés elevados y apreciación de la moneda también erosiona la competitividad de las empresas brasileñas y desalienta precisamente el tipo de inversión productiva que la nueva política industrial del gobierno pretende estimular.

Los altos tipos de interés también suponen una pesada carga para las finanzas públicas. Los pagos de intereses de la deuda han representado entre una cuarta parte y un tercio del gasto público total durante la última década, una proporción extraordinariamente alta, sobre todo si se tiene en cuenta que la deuda pública de Brasil, que ronda el 85% del PIB, es modesta en comparación con los estándares internacionales. Brasil destina actualmente alrededor del 6% del PIB al servicio de su deuda, más que cualquier otro país del G20. Por el contrario, Japón, con una deuda pública del 252% del PIB, sólo gasta el 0,1% del PIB en intereses, mientras que incluso Argentina, con una deuda que asciende al 154% del PIB, sólo paga el 2,4%.

Estas restricciones autoimpuestas no son sólo el resultado de negociaciones políticas. También reflejan las limitaciones a la autonomía de la política interna que conlleva la exposición a los mercados de capitales mundiales. En este sentido, Brasil ofrece otro ejemplo revelador de cómo la globalización financiera ha socavado los objetivos de desarrollo de los países de renta media.

Jayati Ghosh, profesora de Economía en la Universidad de Massachusetts Amherst, es miembro de la Comisión de Economía Transformacional del Club de Roma y copresidenta de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Internacional de las Empresas. Copyright: Project Syndicate, 2025.