Tras la Segunda Guerra Mundial, el fin de la dominación colonial produjo una oleada de nuevos países independientes, en su mayoría pobres, que las instituciones mundiales y los economistas agruparon bajo la etiqueta de “economías en desarrollo”.

Dos gigantes, China e India, destacaron inmediatamente. Ambos sufrían una renta per cápita aplastantemente baja y estaban gobernados por movimientos políticos que prometían impulsar el crecimiento económico y elevar el nivel de vida. En China, el Partido Comunista construyó un Estado revolucionario, mientras que el Partido del Congreso de la India estableció una democracia laica.

Durante años, ninguno de los dos países alcanzó la prosperidad prometida por sus líderes. Entonces, a finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, el Partido Comunista de China rompió con el dogma ideológico y abrazó las reformas económicas. Los resultados fueron sorprendentes: en la década de 1990, la renta per cápita china crecía a una velocidad vertiginosa. La economía de la India, por el contrario, permaneció estancada mientras su democracia prosperaba.

El equilibrio ha cambiado desde entonces. La tasa de crecimiento anual del producto interno bruto (PIB) de China, aunque sigue siendo de un respetable 5%, se ha ralentizado notablemente. India, por su parte, ha ido ganando impulso. Según el Fondo Monetario Internacional, se espera que el PIB del país crezca un 6,6% en 2025 y un 6,2% en 2026, lo que la convierte en la principal economía emergente de más rápido crecimiento.

Este cambio se debe tanto a la política como a la economía. Mahatma Gandhi y Jawaharlal Nehru, primer primer ministro de la India, aspiraban a establecer un Estado firmemente laico anclado en sólidas instituciones democráticas. Aparte de una breve interrupción a finales de la década de 1970, ese marco democrático ha perdurado. Sin embargo, durante décadas, India ha estado muy por detrás de sus homólogos en la reducción de la pobreza y en la generación de un crecimiento económico tan rápido como el de Brasil, Turquía y, sobre todo, Corea del Sur. Los ingresos medios se mantuvieron entre los más bajos del mundo en desarrollo.

Mientras que las reformas de Deng Xiaoping a principios de los ochenta sacaron a China del estancamiento y dieron paso a décadas de extraordinario crecimiento, India no actuó hasta que una crisis de la balanza de pagos en los noventa obligó al gobierno a aplicar reformas largamente aplazadas. Sólo entonces empezaron a mejorar los resultados económicos. En 2010, la tasa de crecimiento de India había superado a la de China.

Sin embargo, estos avances económicos no sirvieron de mucho para proteger a la clase política india del descontento público. En 2014, el Partido del Congreso sufrió una humillante derrota electoral, que allanó el camino al Partido Bharatiya Janata (BJP) de Narendra Modi. Una vez en el poder, Modi y el BJP rompieron con el antiguo compromiso de la India con el laicismo, y Modi defendió abiertamente la idea de un Estado hindú.

En 2024, Modi esbozó un ambicioso objetivo: transformar India en una economía plenamente desarrollada para 2047, el centenario de la independencia. Para lograrlo, sería necesario mantener un crecimiento anual del 7%-8%, elevados niveles de inversión en infraestructuras y ambiciosas reformas estructurales.

En su tercer mandato, Modi sigue siendo políticamente formidable. Después de que el BJP perdiera su mayoría parlamentaria el año pasado, las recientes elecciones en Bihar, el tercer estado más poblado de la India, se consideraron una prueba de su posición. Los resultados mostraron un sorprendente aumento del apoyo a la coalición liderada por el BJP, reafirmando el mandato de Modi.

Aun así, cumplir el objetivo de Modi para 2047 será extraordinariamente difícil. Para empezar, India se enfrenta a poderosos vientos en contra geopolíticos. Bajo la presidencia de Donald Trump, Estados Unidos ha impuesto un fuerte arancel del 50% a las importaciones indias como castigo por las compras indias de petróleo ruso. Los recientes acercamientos de Trump a Pakistán han tensado aún más las relaciones bilaterales.

Pero los mayores retos de la India siguen siendo internos. Para cultivar el capital humano que requiere una economía avanzada, el sistema educativo indio debe mejorar drásticamente tanto en términos de calidad como de acceso, con muchos más estudiantes cursando algún tipo de educación terciaria. Habrá que ampliar y modernizar los programas sociales para reducir la pobreza y apoyar el crecimiento.

Las tensas finanzas públicas complican esta tarea. El gobierno central, junto con muchos estados indios, registra déficits persistentes. Pero eso es sólo una parte del problema, ya que la creciente deuda pública y el aumento del déficit por cuenta corriente dejan a la economía más expuesta a las crisis. Estas vulnerabilidades se ven agravadas por los riesgos del balance de las empresas: varias de las principales compañías tienen una importante deuda en divisas, mientras que sus ingresos son en rupias, por lo que cualquier depreciación brusca podría dejar a las empresas altamente apalancadas en apuros para hacer frente a sus obligaciones.

Por otra parte, la escalada de tensiones entre hindúes y musulmanes, alimentada por la erosión de la tradición secular de la India, amenaza no sólo la cohesión social, sino los propios cimientos del crecimiento a largo plazo. India no puede seguir marginando a sus casi 200 millones de ciudadanos musulmanes y, aun así, alcanzar el objetivo de Modi de llegar a ser un país desarrollado en 2047.

Si se hubiera evaluado a China e India en 1990, el veredicto habría parecido obvio: China había dominado la modernización económica, pero seguía siendo un Estado autoritario, e India había construido una democracia vibrante, pero había fracasado en el desarrollo. Hoy en día, cuando la economía china se ralentiza y su sistema político se vuelve cada vez más represivo, India tiene una oportunidad única de avanzar en sus objetivos económicos al tiempo que refuerza la resistencia democrática.

Para aprovechar esta oportunidad, India debe combinar un crecimiento más rápido con una reforma institucional y un compromiso renovado con la gobernanza laica. Si lo consigue, no sólo cumplirá la ambición de Modi para 2047, sino que también demostrará el poder de la democracia para lograr una prosperidad de amplia base.

Anne O. Krueger, ex economista jefe del Banco Mundial y ex subdirectora gerente del Fondo Monetario Internacional, es catedrática de Economía Internacional en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins y miembro del Centro de Desarrollo Internacional de la Universidad de Stanford. Copyright: Project Syndicate, 2025.