Durante el peor de los tiempos de su tierra, el hermano del Alto se refugió en un estadio. No fue una elección provocada por una pasión buena o loca, sino la imposición de una realidad feroz. En una calle, lo hubieran detectado; en una confitería, lo hubieran atrapado; en su casa, lo hubieran matado. En el estadio, azar o misterio, jamás lo encontraron.

Se los reveló así, sin disimular nada, el mismísimo Alto a los muchachos del Bar de los Sábados, un lugar hecho para que el fútbol se transforme en conversación, justo en un sábado de invierno naciente que no presagiaba ningún impacto. “En aquellos años —explicó el Alto— para mi hermano la naturaleza adquirió otra forma: un día no era el tiempo en el que el sol viajaba de este a oeste, sino de una tribuna a la otra; una semana no era una sucesión de días y sí el período que iba desde que la gente vaciaba las populares hasta que volvía a llenarlas. Y un gol no sólo funcionaba como un testimonio de alegría, sino como una demostración de que todavía la vida no había quedado muda”.

“Mi padre, mi madre y yo sólo lo veíamos cada tanto en algún partido”, repasó el Alto, hundido en uno de los cafés potentes del Bar de los Sábados. Así era: un encuentro corto y a escondidas, una trampa noble en medio de una edad de trampas brutas, un respiro entre los ahogos. Cuando el resto de la hinchada se abrazaba para festejar lo que fuese, el hermano del Alto se prendía a sus afectos y susurraba en los oídos un diagnóstico del presente, una pregunta sobre los viejos amigos o, más seguido, un “te quiero”.

Con la boca en otro café y la memoria en la garganta, el Alto contó que su hermano transcurrió esa época desplegando rutinas llenas de significado. En las noches destempladas, dormía envuelto en la bandera del club para certificar que hay pertenencias que jamás se rompen. En las tardes en las que se sentía calmo, se paraba frente a las fotos de los grandes jugadores y los invitaba a repasar viejos momentos de gloria porque, en las horas duras, pocas cosas ayudan tanto como saberse parte de una historia. Y en las madrugadas angustiantes, pisaba con cuidado el césped y daba una vuelta olímpica solitaria porque necesitaba expresar que, a pesar de cada pesar, no estaba vencido para siempre.

Todo duró, evocó el Alto con la anteúltima gota de café saludándole el mentón, hasta el minuto último de ese tiempo peor. En el instante en que los espantos pasaron y se inauguró una era distinta, le hizo tres caricias a cada uno de los postes de los arcos, le dio las gracias por la larga compañía a los banderines de los córners, se animó a una vuelta olímpica más, esta vez de real victoria, y dejó el estadio, caminando rumbo al mundo, de nuevo en libertad.

Con el Bar de los Sábados verificando que el invierno, además de naciente, era enérgicamente frío, el Alto cerró su relato: “Ahora, cada tanto, igual que miles y miles, volvemos al estadio. Y mi hermano es uno más: salta y canta, se enoja y se conmueve, sonríe. Sólo cuando me abraza, me acuerdo de que ese estadio alguna vez fue su hogar”. Alguien le preguntó por qué. El Alto, entonces, hizo nadar los labios en otro trago de café y dijo que en cada abrazo su hermano le sigue susurrando un “te quiero”.