Luciano Cafú Barbosa nació en Ciudad de Dios. Creció esperando que termine la balacera, así su padre podía entrar al barrio después de laburar, y los niños podían volver a pelotear. Se forjó en canchas perdidas entre las favelas. Ciudad de Dios no es tan solo otra buena película sobre tiros, droga y hambre. Es la vida misma. El joven Cafú arribó, quién sabe cómo, de la mano de esos cazatalentos zumbadores para probarse de nueve en el River argentino; ahí vio entrenar, entre otros, a Orteguita, y entendió que los jugadores eran gente como él. Durmió unas cuantas noches en la casa de los millonarios, y siguió expreso para defender los colores de Chaco For Ever. Un tal Bomba Cáceres lo trajo a probar a Cerro, donde Gerardo Pelusso lo recibió con un popular “no tiene pinta de nada”. Al tiempo lo llevó a Bella Vista, también a Danubio; estarán eternamente agradecidos. Vistió la aurinegra como los grandes y fue querido, como con todas las camisetas que sudó. Entrenó muchos años a los jugadores libres -trabajadores sin equipo- con el profe Sanguinetti sin más honorarios que sentirse un par, que dar una mano o los dos pies. Fundó Jogo Bonito, una escuelita de fútbol con más de diez años donde corre como uno más entre gurisas y gurises. Con el fútbol compró una casa para sus viejos frente a la Villa Olímpica -ese arrebato del capitalismo vestido de deporte-, un poco, sólo un poco más allá de su barrio natal en Río de Janeiro. Su hijo se le parece en los gestos, Uruguay se le parece en las costumbres. Es el actual director técnico de la quinta de Bella Vista. Agradece que se acuerden de los olvidados.