Un argentino que matiza desencantos con una cerveza rusa dice que lo que le sobra a Argentina es mala suerte. Otro argentino que persiste en recubrirse con la bandera que trajo desde un pueblito que muchos de sus compatriotas ni conocen le replica que el problema es que lo que le falta es fútbol. Otro argentino que también cruzó los océanos y los bosques para mirar a Messi y a sus compañeros en un césped de Moscú sentencia que los declives del fútbol de su patria no pueden disimularse ya de ningún modo. Otro argentino que juntó lo que no tenía para cruzar esas mismas distancias putea a los demás porque asume que la Argentina es un país empecinado en angustiarse, pero un país en el que en mil ocasiones quedó certificado, como cantaba el Flaco Spinetta, que mañana es mejor.

Ninguno de esos argentinos logra explicar o explicarse qué embrujo o qué lógica depositó la pelota del penal de Messi en los guantes de un muchacho cuyo apellido olvidarán pronto. Ninguno se desentiende de que la Selección celeste y blanca lleva rato sin poder edificar un gran equipo en torno de un jugador especialmente grande. Ninguno rechaza que en el empate de estreno contra Islandia hubo un primer tiempo pobre y un segundo tiempo algo mejor pero que el equipo exhibió más quietud que fuegos. Ninguno posee la llave mágica que abra los cofres en los que está escondida una realidad mejor. Ninguno niega que para una sociedad que atraviesa sacudones fuleros no vendría mal, a pesar de que no arreglaría nada, que la cancha regalara algo más entusiasmante que este -ojalá que temprario- sacudón.

Esos argentinos en Moscú deliberan debajo de la estatua severa de Espartaco que da las bienvenidas al estadio en el que su conjunto nacional rebotó contra Islandia y en el que su estrella chocó con un muy buen arquero. Son parecidos a otros argentinos que ahora debaten casi lo mismo frente a los ojos siempre abiertos de la estatua de Carlos Marx, en el centro histórico de una ciudad histórica. Y también son semejantes a más argentinos que polemizan en los bordes externos del Kremlin. Y, a la vez, son casi idénticos a los que comparten cervezas y preguntas en las caminatas que los desplazan hacia las piezas para tres que alquilan de a seis en los suburbios hondos de esta porción de Rusia con tal de parpadear delante de los escenarios del Mundial.

Hay tendencias argentinas pesimistas en Moscú. “¿Será que ya no somos lo que fuimos?”, pregunta un argentino que luce la 10 de Messi en su espalda en la estación de subte que se erige a pocos metros del estadio. “¿Será que jugar con Mascherano y Biglia compartiendo la mediacancha no nos agrega quite y nos reduce la creación?”, apunta otro que se siente extraño por mencionar a Biglia y a Mascherano en las puertas del Teatro Bolshoi. “¿Será que Otamendi, curtido en el Manchester United, es por ahora el único gran defensor que tenemos y no se puede hacer demasiado sólo con un gran defensor?”, desmenuza otro más que procura sin suerte pronunciar “Nizhni Nóvgorod”, la ciudad donde Argentina se medirá con Croacia, en su segundo desafío, el jueves. “¿Será que Messi debe hacer casi todo pero dejar de patear penales?”, conjetura uno más que se instaló en Bronnitsy, en las adyacencias del predio dentro del que los futbolistas argentinos se interrogan en estas horas por qué no consiguieron convertir un gol más que los islandeses.

Hay tendencias argentinas optimistas en Moscú: “¿Será una señal de que los tropezones no duran para siempre el hecho de que el Kun Agüero haya hecho su primer gol en los mundiales'”, consulta un argentino que acaba de tomarse un ómnibus rumbo al sur ruso pero debía ir hacia el norte. “¿Llegaremos a la final del Mundial igual que en el Mundial del 90, que fue el último en el que no ganamos en el debut?”, indaga una dama que jura que habrá brindis victoriosos en San Petersburgo, cuando la camiseta celeste y blanca brille contra Nigeria, en la tercera presentación. “¿Pavón, el pibe de Boca, les hará callar la boca a todos los malaonda cuando la rompa como titular en los dos partidos próximos?”, sugiere otra dama que irá mañana hasta las puertas del increíble catedral de San Basilio pero no para rezar por Argentina porque Messi y sus compañeros serán suficiente para que sobrevenga la felicidad. “¿Alguno se olvida de que somos Argentina?”, interroga un veterano que asegura que no se ausenta de los mundiales desde el de Estados Unidos y que experimenta con la comida georgiana a metros de una placa en la que se lee (se lee difícil porque está en ruso, pero se lee) el nombre de Lenin.

“Qué se yo, qué saben ustedes. Ya tengo ganas de que empiece el partido contra a Croacia”, admite el argentino que dice que a Argentina lo que le sobra es mala suerte. Tiene sed de sensaciones más plenas que las de empatar con Islandia. Y no es la única sed que lo recorre. Por eso, mientras matiza desencantos, pide y disfruta otra cerveza rusa.