Me imagino a un sueco preguntándole a otro: no entiendo cómo esos uruguayos pueden salir y andar todo el día con ese termo y ese mate, metiéndolo en cualquier lado. Lo asumo, lo entiendo, y creo que es razonable que lo vean raro. Ahora imagínenme a mí preguntándoles a ustedes: ¿por qué los suecos de cualquier edad, de cualquier género, salen a la calle con sus piernas al aire, de sandalias y calcetines oscuros?

El lunes, cuando en Nizhny Nóvgorod se inauguró el estadio con el partido en el que se enfrentaron suecos y coreanos, una marea amarilla invadió la ciudad. Todos con sus camisetas amarillas, todos con unas quemaduras rojas de sol que iban a bramar (estuvo polenta el sol ese día), todos (mentirita mía) con sus calcetines negros y sandalias. Estocolmo está bastante cerca de Moscú, a una hora de vuelo, por lo que pensé que muchos de ellos habían salido como quien iba para el estadio nomás pero salieron de sus casas y llegaron a Nizhny. Esta vez partieron dos formaciones de trenes de 15 vagones cada uno para unir Moscú con Nizhny; la enorme mayoría de quienes venían eran suecos, algunos rusos y unos poquitos latinos.

Dos o tres horas antes de que salieran los trenes, a las 9.00 o 10.00 de la tarde-noche, la estación estaba que explotaba de gente y, sin llegar al desborde, los locales habilitaron salas de espera por doquier. En una de ellas, una de las de verdad, había dos televisores en los que se veía el partido de Inglaterra y Túnez. Mi decisión era tratar de arrimarme a esa, y como hasta que no estuviese dentro de mi vagón no iba a poder tomar mate, entrarle a un medio litro de yogur de botellita y unas frutas que me había comprado para paliar la necesidad de ingerir algo y que no sea todo harina.

Como no tengo lugar fijo –no siempre me quedo en el mismo hotel–, cada viaje implica cargar la valija, la mochila y demás, que es nada menos que una bolsa ecológica de esas de súper con termo, mate, tangerinas, papel film –no se rían: no saben lo útil que es para cerrar el mate y que no se te enchastre todo de yerba–, agua, jugo y –sí, es cierto– alguna delicatessen dulce, que acá están muy bien. Cuando llegué a aquella sala estaba tapada de gente y había apenas un asiento de espaldas a uno de los televisores y otro entre unos hombres muy gordos que a las risotadas hablaban en un idioma ininteligible para mí –creo que también para los suecos–. Me senté de espaldas a la tele, con mi barricada de cuatro bultos para remontar mi viaje de 25 horas hasta Rostov del Don, pero no soporté estar viendo con la nuca el partido, así que me mandé a aquel lugar misteriosamente inaccesible para los demás. Llegué, desembarqué y no me dijeron nada. El que estaba a mi derecha era el más verborrágico con sus pares, mientras que el de la izquierda estaba tocado, a puro vodka, y se le lengua la traba hasta en su idioma –no me digas que no debe ser fácil que se te trabe la lengua en ruso–. Sí, eran rusos. Mijaíl –así se llamaba el que estaba a mi derecha– tenía una parte de su humanidad al aire, esa que se delimita entre su antigua cintura y su ombligo, pero más me llamaron la atención sus mocasines blancos. No quisiera extenderme con el asunto del calzado, pero ¡qué mal le sienta al obeso el mocasín blanco! Supe que se llamaba Mijaíl porque me habló largo –andá a saber si me comentó algo del partido, si me hizo un chiste o qué– y le dije que no entendía, que no hablaba ruso. Pero Mijaíl seguía y yo le hacía gestos, abría las manos. ¡No te entiendo, Mijaíl! Entonces agarró mi acreditación y les dijo a sus compañeros de vodka: “¡Rómolo!”. Al mismo tiempo, señaló su nombre en su Fan ID y me dijo: “Mi-ja-íl”. Y siguió. Me hablaba como un hincha de Basáñez entusiasmado por el back derecho que trajeron, y al final empecé a asentir. Ahí ya se engració conmigo y vino lo peor. En un vaso de plástico grande tenían frutillas; debajo de su silla, dos botellas de vodka, y en el pasamano, un vasito de plata o algo así, como uno que seguramente llevaron al Cerro los bisabuelos de los Nikitiuk, de los Niquechenko. El procedimiento de los tres era una frutilla primero y el líquido después. Y entonces me empezó a los codazos, tipo “dale, Rómulo, tomate una que te va a hacer bien”. Y debe de ser por eso que reforzaba mi negativa con gestos. Cuatro o cinco veces me sirvió. Al final, después de hablarme de Suárez y de Cavani (no sé si para bien o para mal), quedamos amigos hinchando por Túnez, y después, como siempre, perdedores y en la hora.

Me quiso ayudar con las valijas y nos despedimos. Como un campeón y sin errarle al bizcochazo, me fui al tren y, antes de que arrancara, ya estaba amargueando. Ta’ muy bueno el tren, ya lo dije. Literas, mesita, enchufes. Sólo falta que resuelvan lo del wifi. Se toma mucho mate, se lee, se escucha música. Y se extraña, mucho se extraña, pero ya voy a tu encuentro, y aquí siempre estás porque te tengo tatuada en el pecho.

Abrazo, medalla y beso, y vamos nosotros.