Estamos en junio de 3018.

Los libros (aún hay libros, siempre habrá libros) de historia (aún hay historia, siempre habrá historia) consignan que, hace mil años, San Petersburgo tenía lo de casi todas sus horas –el mar Báltico ahí nomás, puentes y más puentes, el monumento a Pedro el Grande, los relatos de quienes preferían o no preferían que la ciudad se llamara Leningrado como ocurrió hasta 1991– y lo de ninguna de sus horas: argentinos, muchos argentinos, miles de argentinos.

Los libros de historia dedican una breve página a los días de los argentinos en San Petersburgo. Detallan que eran gente extraña, que en una época en la que la sociedad de consumo invitaba a la multicromía se uniformaban en celeste y blanco y que vinieron en masa, como una sonrisa o como una plaga, empujados por el fútbol, un juego que, según las indagaciones de antropólogos y de arqueólogos de corrientes diversas, había sido concebido para palpitar alegrías y tristezas fugaces, pero a esa gente le venía funcionando como un camino hacia una tensión consecutiva y a una irritación no saludable.

De acuerdo con la reconstrucción de los historiadores, los argentinos desembarcaron en San Petersburgo como herederos de un idioma rico al que le habían añadido variantes igual de ricas, pero concentraban, al menos en esas jornadas, el grueso de su expresividad en dos palabras: una, difícil de decodificar un milenio después, era la palabra “boludo”; la otra, repetida como una invocación o como un ruego, era la palabra “Messi”.

En sus folletos promocionales, San Petersburgo refiere bastante más a que en sus rincones nacieron músicos como Alexandr Borodín, Igor Stravinsky o Dmitri Shostakovich, capaces de convocar al júbilo o a la lágrima en tres compases, que a aquel breve paso de los argentinos. No sucede eso por un desprecio al fútbol, sino porque las caras de unos cuantos de esos argentinos portaban algunas angustias y cierto enojo. Diez siglos más tarde, aunque la humanidad inevitablemente es una colección de problemas, está esclarecido que andar con desencantos deportivos puede implicar una convocatoria a la brevedad del dolor pero jamás una llamada a la furia.

Los revisores de esa experiencia que desacomodó las rutinas de los petersburgueses aseguran que los argentinos surcaron las aguas del río Nevá diciendo a cada rato “vamos, vamos”, apretando los dientes, esparciendo canciones que no homenajeaban ni a Borodín ni a Stravinsky ni a Shostakovich pero sí al Messi de la palabra reiteradísima y a un antecesor bautizado Maradona, proclamando “estamos jodidos” o “estamos rejodidos”, fundamentando que vencer en su partido frente a Nigeria constituía su única posibilidad de continuar en algo que, con precisión, se llamaba Mundial porque de eso hablaba todo el mundo y, en especial, los argentinos.

Sociólogos de la cultura y del deporte coinciden en 3018 en que ese “estamos jodidos” o “estamos rejodidos” surgía de que, luego de sus dos presentaciones primeras en el Mundial, los argentinos habían encadenado una serie de percances de los que se insinuaba bravo emerger: un empate con Islandia en el estreno y con el pasmo de que Messi, el individuo que justificaba la repetición de la palabra, había fallado algo que por entonces se denominaba “penal”; una caída rotunda con Croacia, en la que el equipo viajó del orden sin brillo al desconcierto; una serie de divergencias conceptuales sobre cómo abordar los partidos entre el orientador del grupo y los jugadores que, quizá ni por el orientador ni por los jugadores, adquirió la resonancia pública de las cuestiones de Estado; una serie de operaciones matemáticas que verificaban que, con ese panorama, no hacer más goles que el rival en la tercera presentación significaba que ni en San Petersbugo ni en toda Rusia perdurarían argentinos porque habría que emprender el itinerario de retorno.

Cien décadas conforman un lapso suficiente como para que unas cuantas huellas se tornen confusas y, en consecuencia, broten leyendas absurdas a las que no conviene dar crédito porque no pueden haber acontecido: se dice que el fútbol en la Argentina poseía un estilo y una escuela y que una serie de procesos directivos confusos tiró todo eso a la basura, pero eso es imposible; se dice que en el corto calendario entre un Mundial y otro Mundial –cuatro años– la selección argentina cambió tres veces de orientador, pero eso es imposible; se dice que en una de las votaciones de esos años para elegir autoridades en el fútbol, aunque el número de sufragantes era impar, el acto acabó empatado, pero eso es imposible; se dice que muchísimos entrenadores, padres, madres y docentes sugerían a los jóvenes que ingresaban en el fútbol que quien no lograba más goles que el otro se tornaba en fracasado, pero eso es imposible; se dice que factores de poder modelaron alrededor del fútbol una cultura del agravio, del ventajismo, de la deshonestidad, del desprecio a la estética del juego, de abundancia de negociados, de mayor abundancia de mafias y de mafiosos, de que todo eso que ya estaba fuera potenciado rumbo a niveles probablemente inéditos, pero eso es imposible; se dice que, a pesar de que una suma de datos posibilitaba comprobar que la Argentina ya no fungía como una de las potencias mayúsculas del fútbol y que esa realidad, en sí misma, no merecía ser recibida como una tragedia, los argentinos se autoconcebían como aquellos reyes que ya no eran, pero eso es imposible. Conviene celebrar que nada de eso haya sido posible porque, de haber sido posible, el fútbol de la Argentina no hubiera sobrevivido o ni una sola ciencia estaría en condiciones de argumentar cómo sobrevivió y cómo, en situación maltrecha, hasta llegó a competir en un Mundial y a provocar que miles de argentinos transitaran las magias y los misterios de San Petersburgo en junio de 2018.

De todas maneras, navegantes de los pasados del deporte estiman que un poquito de todas esas circunstancias imposibles tal vez no haya sido imposible porque ni siquiera mil años más tarde resulta sencillo localizar las razones por las que los argentinos dispusieran en su selección del Messi que todos nombraban y, sin embargo, no se sintieran felices.

Documentos irrefutables sí corroboran que para el tiempo en el que los argentinos desandaron, de celeste y blanco invariable, los pasillos del extraordinario museo Hermitage o desplazaron sus nucas para enfocar a la distancia las alturas de la torres Alexander Nevsky o de la torre Líder, la industria de la comunicación se había apropiado en casi todos lados del fenómeno del fútbol para volverlo el principal contenido de las máquinas de entretener. Con asiduidad, el entretenimiento devenía en estupidez, una tendencia en muchas geografías, pero radicalizada en la Argentina, donde tipos sumisos a los dueños del poder y del dinero se disfrazaban del antiguo oficio del periodismo para esmerarse en promover daño y daño a cambio de billetes y de famas. Historiadores particularmente optimistas quisieron concluir en que los miles de argentinos desembarcados en San Petersburgo integraban una comunidad de migrantes que huía de las barbaridades proferidas en los medios de comunicación dedicados al show deportivo, pero certificaciones posteriores indicaron que no sólo no hubo tal fuga, sino que la industria de la comunicación convencía y demolía, por encima de cualquier otra herramienta, a las cabezas y a los corazones de la gente.

Una anotación final. Entre los rastreadores de las memorias de San Petersburgo hay uno que encontró lo que puede ser la clave de la presencia de miles de argentinos en 2018. Sostiene que en las adyacencias de la que fue la casa de Alexander Pushkin o quién sabe si de Fiódor Dostoievsky, dos de los maestros de la literatura que vivieron en la ciudad, uno de aquellos visitantes sacó de su equipaje un cuento de otro autor notable, pero argentino. Era “La observación de los pájaros”, de Roberto Fontanarrosa. Ahí leyó: “Se lava las manos, se mira en el espejo. Tiene más de mil nuevas canas en las sienes. Hay dos arrugas novedosas y profundas en la frente. Las ojeras se han tornado más oscuras. Uno ha envejecido cinco años otra vez, igual que siempre. Todo por un clásico, apenas. Un partido de fútbol, simplemente”.

Estamos en junio de 3018 y esas líneas de Fontanarrosa explican por qué alguna vez miles de argentinos peregrinaron desde donde fuera hasta San Petersburgo. Lo explican de aquí a la eternidad.