Desde las cinco de la mañana la estación es un hervidero de gente. Lo sé porque he llegado otras veces aquí. Hoy mi tren llegó a las nueve de la mañana, y como el avión recién saldrá a las seis de la tarde decidí que mi mate lo tomaré aquí donde soy casi locatario. Estoy en Yarolavskaia, una de las enormes estaciones moscovitas. Estuve en esta, también en Komsolskaya, en Kazanskiy, en Leningradsky, en Belorussky, en Paveletsky, y mirá que me faltan. Pero a esta la quiero, porque mi primer tren fue acá y fue metiendo más que Uruguay contra quien sea. Además, ligue bien, porque mi primer tren fue el Transiberiano, una formación de trenes que, como sabemos en Uruguay, no sé si aprendido en la escuela o en el liceo, demora entre 8 o 10 días en unir Moscú con Vladivostock.

Otra vez voy para Nizhny, una ciudad que ya está en nuestras vidas. A las 10 de la mañana, cuando mi termo inexorablemente va agotando su existencia de agua y marcela, llega él.

Muy formalmente vestido para la media de los viajeros se aproxima al piano, que recién en ese momento descubro que es tal. Retira su funda, busca en su bolsillo la llave apropiada, lo abre se pone sus gafas de médico, retira la banqueta, se acomoda, mira el teclado, pone sus manos y empieza.

Lo ha hecho de la misma manera que un policía llegó y dio su ronda con desgano; lo ha hecho como el funcionario que vació la papelera, sacó una bolsa negra de su carrito y la repuso; lo ha hecho como la dependienta de la casa de celulares que llegó, levantó la cortina, prendió la luz y empujó el escaparate móvil lleno de maquinitas que se usarán para todo en la vida menos para hablar por teléfono.

Pero es cierto, lo hizo como un autómata. Sin embargo, no es así. Cuando sus dedos afilados y largos empiezan a jugar sobre el falso marfil blanco y negro, cuando las fusas y semifusas empiezan a sacudir el ambiente con sus saltitos, cuando la blanca con puntillo estira el silencio, y las negras martillan su melodía, él, el pianista, está como quiere, como todos los días lo mismo, pero con la vieja magia de la música. Aquella llave abrió su maravillosa sesión musical para todos nosotros. Cientos de viajeros que deambulan de un lado para el otro, que no nos conocemos pero andamos apurados, tranquilos, nerviosos, felices, tristes, perturbados por la megafonía que a cada minuto está anunciando en ruso o en inglés el próximo tren. Y él como si estuviese en medio de su más maravilloso concierto nos empieza a ofrecer un hermoso popurrí. Doma los tiempos, seduce con su musicalidad, amansa a las fieras, y da alas a los sueños.

Por exactos 45 minutos con dedicada y delicada perfección el pianista nos dedica su concierto sin más público firmemente atento y concentrado que una itinerante banda de niños que se aproximan cuánto pueden al piano, y al pianista, exhortos con su mirada viendo aquellas manos, esas cuerdas golpeadas una y otra vez con sus martillitos, y el pianista, con sus gafas de médico, inmutable, leyendo una y otra vez las partituras que lo llevan de Bach a los Beatles, de Vivaldi a Charles Aznavour, de Stravinski a Abba.

A las 10.45 cuando ya corre el sudor por su camisa celeste y blanca, suena el imaginario timbre de la concentración. Se levanta, cierra el piano, retira la cubierta, la dobla como si fuese una sábana y se va a una puerta de funcionarios.

Vuelve. La valija celeste, el bolso azul, la mochila negra y la chismosa, la bolsa ecológica de los supermercados Spar travestida en matera, han conseguido locación bien cerquita del piano y no me quiero mover de ahí. ¿Pero se puede esperar con una cebadura casi intacta y con horas para adelante en las que no habrá mate? Enfrente mío no le dan descanso a sus respectivos smartphones una mujer joven, que debe haber hecho casi toda su vida adulta en la pos perestroika, y su ocasional compañera de banco, una mujer entrada en años hija de la Unión Soviética. En un momento la joven le dice a la añosa algo que sin entender entiendo: ¿Me cuida las cosas mientras me voy a comprar la comida? Cuando vuelve con unos piroshky rellenos de vaya a saber que, a las risotadas, la mayor le pide retribución de favores, y sale en busca de otro platito de plástico más lleno aún. A mi derecha, dos sillas por medio una señora pone sus pies para arriba en un bolso hecho en la CCCP. Es casi como si tuviese sus pies en una palangana con agua y salmuera. Ella se abanica con una revista del corazón escrita en cirílico, y con la otra mano, sí, el celular. En diagonal con mi asentamiento temporario, otra abuela regentea con su vista todos los movimientos de su nieto, y al lado tres muchachitos uniformados conversan de vaya a saber qué cosa que no es fútbol ni el Mundial.

No me animo con ninguno, porque soy terrible gil a cuadros, porque seguro que a cualquiera que le pidiera me venían con el mate pronto y otro kilo de La Selva para nerviosos, porque los rusos son así, divinos, únicos, y entonces, cuando ya está amaneciendo el mediodía moscovita, cazo las cacharpas y me voy a una cafetería al paso a solicitar #CómoSePideAguaCalienteEnRuso.

Cuando ya tengo mi termolar con agua que pela (el ruso no te trabaja por debajo de la ebullición), lo veo salir. Avanza otra vez con el mismo paso rutinario con el que el carnicero va a buscar a la cámara el pecho cruzado, con el que el cajero hace la caja para abrir, con el que el taxista revisa la libretita al dejar el turno.

Pero otra vez, cuando pone su mano derecha en su bolsillo del pantalón del mismo lado, cuando pone sobre el atril las partituras, cuando pone sus manos en posición inicial sobre blanco y negro, todo cambia. Todo cambia para él y para nosotros. Para él y para esos niños, para mi y para los miles, millones de pasajeros que pasan y han pasado por ahí, poniéndose en vías de la vida, yendo sobre ruedas atravesando cruces y barreras.

Este hombre, este pianista, este concertista de ferrocarril, seguro fue una idea del viejo socialismo real. A alguien seguro se le ocurrió que la gente tenía que tener su lugar donde vivir, su educación, su salud cubierta, su puesto de trabajo para todos, y además para elevar esas horas de espera entre masas grasientas, frutas, lecturas, y niños correteando, un pianista que nos haga viajar antes que el viaje llegue.

Ya estoy otra vez, por sexta vez en el Mundial en Nizhny, mi ciudad, nuestra ciudad como lo fueron Kimberley en 2010 y Sete Lagoas en el 2014. Ya nadie me debe explicar como llegar a Bor, al Spots Centre Borsky, ya sé donde para el 245, ya sé en qué parada de metro me tengo que bajar para tomarme el 11 e ir al aeropuerto, ya sé cuál es el Volga, y cuál el Oka, y dónde se encuentran, ahí donde hay un Vladimir Ilich Lenin que no lo tira nadie, como el que está en nuestro pueblito, Bor, al que hoy en vez de ir en el 245, o en el Yandex Taxi que te cobrará 350 rublos, fuimos en el aerocarril.

Y caminamos por el centro de Bor, entre sus Euskal Erria, con placitas, sombras, verdes, y puntos de encuentro para que los niños jugaran. Y a la vuelta nos fuimos a la escalinata de Chkalov, la escalera más larga de Rusia hecha en 1943 después de la victoria de las tropas soviéticas en Stalingrado y hecha en honor al piloto Valerí Chkalov que en 1937 realizó el primer vuelo sin escalas a través del Polo norte, desde Moscú a Vancouver.

Y mientras, seguro que en alguna estación un pianista le daba alas a la vida de otros cientos que esperaban, como nosotros esperamos con mucha garra ese partido de mañana.

Estamos en sintonía. Y de la buena.

Todo marcha sobre ruedas.

Te llevo tatuada en el pecho.