1

Soy muy bueno pateando penales, posiblemente el mejor. Cuando era niño mi padre me llevaba a la Olímpica. Jugaba Peñarol. Siempre jugaba Peñarol. Mi viejo me hablaba de la “pelota quieta”. Tiro libre al borde del área es gol de Peñarol, repetía mi viejo. Y es que el dueño de la pelota era Bengoechea. Los equipos rivales sabían que no debían cometer faltas cerca del área, pero era inevitable. El juego, tejido sutilmente por el 10 aurinegro, siempre se iba replegando sobre el campo rival. Y los cabeceadores... Ay, los cabeceadores. El manya tenía un montón. Estaba el negro De Souza, que metía unos frentazos brutales, o el Lucho Romero, que se elevaba por encima de todos y en un tiempo fuera del tiempo giraba en el aire, acomodaba su cabeza y lograba el contacto con la pelota que enviaba, certero, al palo más alejado del golero. También el Caballo De los Santos, el Gaby Cedrés, el Bola Lima. Un disparate. Gol de Peñarol.

2

Yo soy el dueño de la pelota. Y no es porque me agrande, no, ni ahí. Salgo del liceo y camino por la 8 hasta la cancha del Juvenil. A veces llueve y el camino Santos Dumont es un barrial. Igual voy. No falto nunca. Cuando llego está solo el Rúben, con la tablita y los marcadores. A veces me siento encima de una pelota y él me habla del partido del domingo. El último centro lo tiraste muy cerrado, Wewé, ¿te acordás? Hay buenos cabeceadores en el equipo, Wewé, tenés que aprovecharlos. Yo lo escucho y no le digo nada. Él no sabe mucho. Y nadie le da mucha bola. Yo soy el dueño de la pelota. Me quedo pateando penales después del entrenamiento, como me contaron que hace Chilavert. Penales y tiros libres. Pero mi especialidad son los penales. Jamás erré un penal, ni me lo atajaron. Los tiro a los ángulos superiores. Derecho o izquierdo, me da igual. No hay golero que llegue a sacarla. Y la práctica se va llenando de gurises. La mayoría vienen porque si no, no juegan el domingo. Corren menos vueltas a la cancha, hacen pocas flexiones, evitan el calentamiento. Eso sí, cuando rueda la pelota estamos todos corriendo detrás. Cuando el barrio se va oscureciendo el Rúben pega unos pitazos. Bueno, Wewé, nos vemos el jueves, Wewé. Lleguen en hora, Wewé.

3

Andrés juega de nueve. Es panadero y uno de mis mejores amigos. Viene a los partidos sin dormir pero igual la rompe. A veces jugamos entre nosotros y el Rúben se enoja. Son once en la cancha Wewé, a pasarla, Wewé. Andrés es el goleador del campeonato, y eso que me cede todos los penales. Vos sos el dueño de la guinda, me dice. Sí, yo soy el dueño de la pelota.

La verdad que me sorprendió cuando me lo contó: un brazuca en el Juvenil. No entendíamos nada, ni Andrés ni yo. Volvíamos caminando, arrastrando las bicis por Camino Repetto cuando me lo dijo: el domingo va a ser titular. Sale el Antiguo y entra él, me dijo Andrés. El Antiguo había jugado todo el campeonato de titular, un laburante todoterreno que juega en el medio y tiene un potente zapatazo carente de dirección. Por lo general, la pelota pega en la copa de los sauces que hay detrás de la cancha o se pierde en el marrón de las aguas del arroyo Manga. ¿Y vos cómo te enteraste, Andrés? Le pregunté mientras inflábamos las bicicletas en la estación. Mi padre fue a la casa del Porro ayer, estuvieron cenando y conversando cuestiones de la tesorería. Faltó guita otra vez. El Porro le comentó a mi padre que había conseguido a un brasilerito que la dejaba chiquita. Vino con la madre a trabajar en una ONG. ¿Y el Rúben qué dijo? Nada, bueno, dijo está bien, si vos mandás, está bien. El Porro le metió el peso. El brasilerito es titular, le encajó. Y el Rúben agachó la cabeza. Dale, Wewé, es titular.

4

El jueves pasé por la casa del Camello para ir juntos a la práctica. Lo esperé afuera, sentado en el pasto, mientras el Camello aprontaba la mochila. Como de costumbre, no encontraba los zapatos. La abuela miraba la comedia en el comedor y pude percibir que ya se estaba molestando con el ir y venir del Camello dentro de la casa. ¿Será posible que no pueda mirar tranquila la telenovela? ¿Será posible?, despotricaba la vieja sacudiendo las manos y la cabeza. Ya me voy, vieja de mierda, ya me voy, repetía el Camello buscando entre bolsas y cajas de la cocina. Yo no llevaba reloj pero me di cuenta de que íbamos tarde, porque vi pasar por Camino Repetto la camioneta del Porro. El viejo siempre caía con la práctica empezada, llevaba alguna pelota extra y conversaba con el Rúben o el Hugo. ¡Dale, Camello!, grité con fuerza y vi a la vieja levantarse de la silla, desaparecer en el fin de la ventana y reaparecer tras la apertura de la puerta. ¡No vengas a joder a la hora de la telenovela, guacho de mierda, eh! ¿No tienen nada que hacer? ¿Por qué no se van a romper las pelotas a su casa? Me alejé hacia Repetto y vi salir al Camello casi que atropellando a la vieja, puteándola mientras cerraba con dificultades la mochila. La vieja amenazaba con un cachetazo y al Camello se le caían los zapatos, la botellita de agua y la volvía a putear. ¡Dale, vieja de mierda!

5

La tarde es una lamparita a punto de apagarse. Estamos sentados en ronda escuchando las palabras del Rúben, que circulan en el aire ciego del crepúsculo. El brasilerito está callado mirando el pasto y jugando con un palito en la tierra. Estamos cansados y con ganas de volver a nuestras casas, los mosquitos bailotean infernales sobre nuestros cuerpos, como si el vapor que despide nuestra piel los atrayera, o el perfume del sudor les encantara. Me aplasto uno contra la sien y veo que el brasilero se ríe. ¿De qué te reís, Pascual? Le dice el Antiguo. No hablaste en toda la tarde y ahora sos gracioso. Todos lo miramos esperando algún tipo de reacción, pero el brasilero no dice nada, hunde el rostro en la camiseta como si fuera una especie de santo sudario sucio. La cara sale enrojecida. Mira al Antiguo con indiferencia y sonríe. ¡¿Qué mirás, la concha de tu madre?! El Antiguo se abalanza sobre el brasilero y tienen que intervenir el Rúben y Andrés, y creo que yo también me meto en el medio y me como algún garronazo. Tranquilo, Wewé, repetía el Rúben totalmente exaltado, tranquilo. Parecía que le iba a dar algo, tartamudeaba y le temblaban las manos como a un viejo. Somos un equipo, Wewé, o qué mierda somos. El Antiguo logró soltarse del Rúben y se fue pateando todo lo que encontraba a su paso. Lo vimos cruzar la plaza del 15 y tirarle un cascote a una de las casas. Un tipo salió furioso y el Antiguo corrió hasta desaparecer en la ruta. Este no juega el domingo, resumió el Rúben. Wewé, este no juega.

6

Pero la mueve el brazuca, decí la verdad. La mueve. Andrés le paga al Pimienta los cigarros mientras espera mi respuesta. A esta hora la plaza está ajetreada. El 316 se va colmado rumbo a Pocitos y detrás el 103, la carreta del barrio, viene lentamente a levantar la fila de gente que parte rumbo a sus trabajos en el Centro. Andrés me choca la mano y corre hasta la puerta del 103, sube con el ómnibus en movimiento y me saluda tocándose la visera del gorro. Me quedo solo en la plaza pensando en el partido del domingo próximo. El brasilero va a ser titular en lugar del Antiguo. Titular y debutante. Titular, debutante y en el clásico. Sí, el domingo jugamos contra Los Zorzales. Estoy más nervioso que de costumbre. Las palabras del Rúben siguen repiqueteando en mi cráneo. Si estás cansado de patear siempre dejalo al brasilerito, Wewé, en serio. Además, capaz que los sorprendemos, el golero de Los Zorzales ya te conoce, Wewé, ¡si le llenaste la canasta! En serio, Wewé, cualquier cosa patea el brasilerito. Me fui bastante molesto de la práctica. Voy a patear hasta los saques de meta, voy a sacar del medio, voy a tirar los centros y voy a ir a cabecear. Yo soy el dueño de la pelota.

7

Aquella noche el Porro organizó un asado en la Pollería para contarles a los socios las novedades del club. El Camello fue el primero de mis amigos en llegar, luego apareció el Carne, hijo del carnicero que siempre donaba plata para el Juvenil. Con Andrés tomábamos un jugo asqueroso que nos sirvió la mujer del Porro y nos burlábamos de todos los presentes. El Potrillo se chamuyaba a la hija del Rúben, Laurita, que tenía 16 años muy, pero muy bien llevados. La noche se deslizaba mansa por el Camino Santos Dumont, apenas desbaratada en su silencio por algunas motos que ronroneaban cerquita de la plaza. Con Andrés nos arrimamos a la mesa de los técnicos, donde la batuta la llevaba el Kolynos. Mi primer defensor es el número 9, decía el Kolynos fervorosamente y escupiendo toda la mesa en cada intervención. Mis botijas corren los noventa minutos, si no pa’ fuera. ¿Qué estás insinuando, Wewé? replicaba el Rúben ¿Qué los míos son estatuas? Todos reían, el Hugo, el Porro, el Víctor, cuyos dirigidos iban punteros y sin embargo conservaban el perfil bajo. El brasilero, callado, estaba sentado en la mesa de los técnicos como si fuera el hijo de uno de ellos. Miraba el mantel como si se dibujara, en esa tela de colores chillones, la vibración del universo.

8

Una canción de Monterrojo sobre poner huevo invadía el salón del parrillero y las charlas eran casi inaudibles. El Porro intentaba mover el esqueleto con un vaso de whisky en la mano derecha que se vaciaba rápidamente y se volvía a llenar. El Kolynos sacó a bailar a la hija del Rúben y parecía contarle la historia de su vida en cada movimiento. Ella asentía por compromiso y escondía el rostro, por vergüenza o para evitar el olor a canaleta que salía de las fauces oscuras de su partener. –La otra es lastimarlo un poquito ¿vos qué decís?–, la voz del Potrillo apenas se escuchaba. –No sé, puede ser. ¿Pero cómo, quién se anima, dónde? –la tríada de preguntas provenía del Villa, que se encontraba de pie apoyado contra una columna del salón. –Ya veo que vos no. Un puntazo en la rodilla, roces del fútbol, nadie va a sospechar. Además las piernitas del brasilerito son dos fideos. Lo rompés de una. –¡Bueno! Mirá quién apareció –dijo de pronto el Villa, al ver que me acercaba. Vení, unite a la fiestita, Hernán. Tamo’ hablando del partido del domingo. Al brasilero no le veo uñas para guitarrero...–, dijo el potrillo antes de que la música lo volviera a tapar.

9

En un primer momento lo creí excesivo. No manifesté mi negativa ni me horroricé, pero por otra parte, tampoco lo veía posible. A esa hora ya estábamos con la sangría y quizás por eso lo veía tan difuso. El fondo de la casa del Porro era un terreno inmenso y poco iluminado. El Colo nos dijo que su padre ya dormía, que no hiciéramos demasiado ruido. Descubrió la botella que traía tapada con una camisa a cuadros y bebió primero. Siguió Andrés, luego el Villa, el Carne; yo fui de los últimos. Hasta que apareció el brasilero. Detrás de él, como una sombra, el Antiguo. El silencio se parecía mucho a la incomodidad. Eu vou para minha casa, dijo el infeliz, como con miedo. Primero vamos a terminarnos la sangría, presionó el Potrillo poniéndole la botella en las narices. El brasilero bebió un trago breve pero contundente. En el fondito está la canchita, ¿verdad, Colo?, preguntó el Antiguo con los ojos inyectados en sangre. Sale un tres contra tres, dijo el Potrillo, y vos jugás en contra. Le hablaba al brasilero, que apenas los miraba. Caminamos unos treinta, cuarenta metros hacia el fondo, en la oscuridad de la madrugada. El pasto estaba alto y empapado por el rocío. No se veía nada. Não vejo nada, dijo el brazuca. Ahora vas a ver, contestó el Villa. Nos terminamos la sangría y el mareo eclipsaba mis pensamientos. La carnicería duró veinte minutos, media hora. Pero parecía eterna. El cielo prometía luces, apenas, para el amanecer. Pero se escuchaban los hachazos. Me cuesta creer que el brasilero no se quejara, que soportara estoico los codazos, los tirones de pelo, las patadas a la altura de la cintura. Nos confundíamos, por momentos, en una maraña de violencia y sudor. Castigué a alguien que corrió a mi lado, recibí un puñetazo en la nuca que me hizo caer de boca en el pasto. Me pisaron. Mordí la pierna de alguien y sentí que se me aflojaban los dientes. Luego un sonido seco, pensé en la caída de un mate, su golpe contra las baldosas de mi casa. Pero era otra cosa. Una luz potentísima me quemaba los ojos. Alcancé a divisar unas bestias, agachadas, que me observaban. ¿Quién fue? preguntaban todos. ¿Quién fue? Todos. Nadie. La pelota se quedó picando para siempre en los dominios de mi cancha.