“Acaba de sufrir otro infarto”, había escuchado a su madre en el teléfono, tratando de sonar indiferente. Era el segundo en menos de un año. El corazón de su padre, ya cansado, parecía buscar una excusa para no seguir trabajando. Francisco tenía la revista Triunfo doblada bajo el brazo. Ya podía entrar. Odiaba los hospitales, ese olor a enfermo, a meado, a lágrimas, a muerte. ¿Por qué había tenido que ser justo ese día?

Su padre dormía. Lo encontró pálido, mucho más que la vez anterior. Sus ojos cerrados se afirmaban sobre dos bolsas oscuras. El rostro inexpresivo le recordó al que tenía el tío Héctor justo antes de morir. Francisco se negaba a pensar que podía ser la última vez que lo viera. Sólo escuchaba los rápidos latidos de su corazón sano y los gemidos de los otros dos enfermos que había en la habitación, mezclados con los chillidos de las máquinas que los mantenían con vida. Se sentó junto a él. Hojeó la revista, aunque se la sabía de memoria. Después de 25 años, la Universidad de Chile estaba más cerca que nunca de ser campeón. Se sobresaltó al sentir una mano fría sobre la suya. Alzó la mirada y vio los ojos disminuidos de su padre.

–Vargas, Castañeda, Delgado, Fuentes, Guevara, Musrri, Mardones, Valencia, Aredes, Ibáñez y Salas –dijo el viejo. A medida que recitaba la alineación de la U para esa tarde, se le iba acabando el aire–. ¿Juegan todos, cierto?

–Sí, papá, juegan todos.

–Necesito ir al estadio, Francisco –le dijo su padre, abriendo los ojos con vehemencia.

–¿Te volviste loco? ¿Acaso no te das cuenta de lo que te pasó? Si vas al estadio, te mueres.

–Si no voy, también me muero. Y si no me llevas, voy solo.

Francisco se quedó en silencio y bajó la mirada, sabiéndolo capaz de cumplir su amenaza. Lo había dejado hacía 14 años, cuando le faltaba una semana para cumplir los diez. Había cambiado a su madre por otra mujer. Y ahora venía a pedirle esto. Incluso podía meterse en problemas con la ley que le impedirían jurar como abogado. Su padre, como siempre, pensaba sólo en él. Levantó la mirada decidido a mandarlo a la mierda, pero no pudo hacerlo. Recordó el calor de su mano grande cuando se la tomaba para entrar al estadio y quiso volver a sentirlo, una vez más.

La mirada envejecida de su padre cobró vida cuando escuchó que lo llevaría al estadio. Eran las dos de la tarde y sólo quedaban cinco horas. No podían perder el tiempo. Cuando Francisco aceptó hacerlo, sintió un calor tibio y agradable en el pecho, una extraña sensación de bienestar que no se condecía con la locura que iba a hacer. Esperó tantos años la llegada de ese partido que no podría verlo solo. Ahora sería él quien llevaría a su padre al estadio, tomado de la mano. Lo que había pasado antes, esas heridas que parecen cicatrizar pero que no se olvidan nunca, e incluso lo que podría suceder esa misma tarde, ya no importaba.

Le hizo un gesto con la cabeza a su padre como diciéndole ahora cállate y guarda fuerzas, que yo me encargo. Cerró la puerta de la habitación y las cortinas que los separaban de los otros enfermos. A los pies de la cama había una silla de ruedas, como si la hubieran puesto ahí a propósito. Tenía las manos empapadas con un sudor frío y pegajoso. Los chillidos de las máquinas lo tenían harto. Su padre lo observaba, sonriendo. Ahora venía algo difícil: los cables y tubos a los que estaba conectado. Sácalos, le dijo su padre. ¿Así no más, llego y los saco? Sí, huevón, ahora el corazón me volvió a latir, no necesito ni una de estas máquinas de mierda. Francisco desconectó dos cables y una pequeña manguera. Contuvo la respiración, a ver si sonaba una alarma o si se encendían un montón de luces. No pasó nada. Observó a su padre durante unos segundos, porque si se empezaba a morir tenía que salir corriendo a pedir ayuda. Pero el viejo seguía respirando y le dijo: ¿qué estás esperando? Apúrate, que el estadio ya debe estar lleno.

Cuando lo levantó de la cama, se dio cuenta que su padre no tenía fuerzas para sostenerse. Pesaba como un saco de papas. Se dejó caer pesadamente en la silla de ruedas, dando un resoplido. Búscame una bata, le pidió. Cuando abrió la puerta de la habitación, se sintió como un fugitivo. Intentó caminar con naturalidad, con la vista al frente, pero no fue capaz de levantar los ojos del suelo. Sentía las miradas de enfermeras, doctores y auxiliares. Su padre seguía en silencio, tal vez muy cansado para hablar, y repasaba la tabla de posiciones en la revista Triunfo, a la que se aferraba con ambas manos. Se alegró de estar en un hospital grande, donde el enfermo era sólo un número. Su padre lo guiaba por los pasillos, moviendo el dedo índice para acá y para allá, y Francisco conducía la silla de ruedas con presteza, como si no fuese la primera vez que lo hacía. Así llegaron al estacionamiento. Lo ayudó a subir al auto. Iba a dejar la silla de ruedas ahí botada, como quien deja un carro de compras en el supermercado cuando lo termina de usar. La silla se va con nosotros, le ordenó su padre. Francisco obedeció, resignado. A lo que ya había hecho acababa de agregarle un hurto.

En el auto, puso la Sintonía Azul, que llevaba transmitiendo la previa del partido desde las nueve de la mañana. Hablaron aun menos de lo habitual. La ansiedad se comía las palabras. Prefirieron escuchar la radio, donde repetían datos que ambos recitaban dormidos, pero que en ese momento parecían indispensables. La Universidad de Chile y la Universidad Católica compartían el primer lugar con 42 puntos y jugaban el clásico universitario, a tres fechas del final del campeonato. El último partido de la U era con Cobresal, en El Salvador, pero esa tarde se jugaba la final anticipada, la posibilidad única de romper una maldición de 25 años sin salir campeón.

Pasaron al departamento de su padre a buscar ropa. No podía llegar al estadio con la bata del hospital. Francisco tenía la camiseta del Matador Salas y su padre la del Huevo Valencia. Si me llego a morir, me dejan con la camiseta puesta, ¿entendiste?, le dijo, muy serio. Llegaron al Estadio Nacional tres horas antes del partido. Francisco acariciaba las entradas que había comprado el martes por la mañana, tras ocho horas en la fila, sin imaginarse que terminaría viéndolo con su viejo en esas condiciones. Con sorprendente facilidad, teniendo en cuenta que hacía más de una hora que el estadio estaba abarrotado con ochenta mil personas, los hicieron pasar al borde de la cancha, junto a los minusválidos. El calor era intenso, incluso peligroso para su padre, pero dentro de pocos minutos la sombra de marquesina los protegería. El viejo seguía en silencio. Se lo veía agotado. Sin embargo, cuando por fin llegaron, se dio media vuelta y dijo gracias, con la mirada húmeda, tomándole la mano derecha entre las suyas.

Francisco prefería que el corazón de su padre guardara energías para esas dos horas infernales. Por eso, contrario a su costumbre dentro de la cancha, sus conversaciones se redujeron a algunos comentarios de su padre y respuestas cortas de Francisco. Encendió un cigarrillo y se quedó contemplando a las sesenta mil personas que, como ellos, vestían de azul.

El recuerdo era lejano, de enero del 81, pero dolía como si hubiese sido ayer. Estaba sentado en la sala, junto a su padre, frente al televisor, viendo nuevamente el gol que Salah le había hecho a Colo-Colo el día anterior, con el que la U había clasificado a la Copa Libertadores, de las pocas cosas rescatables desde el año 69. Francisco terminaba un pan con dulce de membrillo, disfrutando con la imagen de los últimos minutos del partido, que catorce años después podía evocar con sólo cerrar los ojos. Partía con el penal a favor de Colo-Colo que atajaba Hugo Carballo, y enseguida lo irreal, el saque largo del arquero para generar un contragolpe endemoniado del Chico Hoffens y Salah que llega por la izquierda para meterla adentro. Tengo que hablar contigo, como un grande, de hombre a hombre. Con la mamá ya no nos queremos como antes. Ahora la vas a cuidar tú. Su padre seguía hablando, intentando explicarse, y Francisco trataba de no escucharlo, de cerrar los ojos y ver de nuevo el gol de Salah, pero era imposible. Nos vamos a seguir viendo, te prometo que nada va a cambiar.

Pero todo cambió. No pasó mucho tiempo cuando supo que eso de que no nos queremos como antes significaba que su padre se había ido con otra mujer. Lo vio apenas un par de veces durante un año, hasta que a principios del 82 tocó la puerta de su casa para llevarlo al estadio. Francisco le dio un portazo y lo insultó. Quince días después, volvió a tocar la puerta y lo recibió de la misma forma, y así por más de cuatro meses, hasta que se cansó de darle portazos a su padre. Fueron a ver a la U con Naval; terminaron empatados a uno. Durante todo el partido quiso preguntarle si todavía estaba con esa otra mujer, pero no lo hizo. Se veían cada dos semanas y la rutina era siempre la misma, ya fuera sábado o domingo. Pasaba por él muy temprano y se iban a su departamento en Macul. Tenía sólo un dormitorio. La otra mujer ya no existía. Su padre le tenía guardada la revista Minuto 90 (la Triunfo, que venía con La Nación, sólo la leyó después del año 90), que tenía unas páginas enormes y reporteaba cada detalle de la fecha. El fútbol se había transformado en el único idioma en el que podían hablar. Cuando entraba a la cancha de la mano de su padre, se sentía importante, como si los miles de hinchas estuviesen ahí sólo para aplaudirlo a él.

Cuando se fue Pinochet, dije aquí se acaba la maldición, jurando que salíamos campeones al año siguiente, pero el 91 casi nos fuimos a segunda de nuevo. El viejo nos dejó tan llenos de mierda que todavía no nos podemos recuperar. Tiene que ser ahora, tiene que ser ahora. Escuchó la voz de su padre. No sabía si hablaba solo, lo que no era extraño, o si le hablaba a él. Su tono era muy bajo y Francisco tenía que agacharse para escucharlo. Volvió a pensar en la locura que había hecho trayéndolo al estadio. Sólo esperaba que su corazón resistiera. Sintió el estómago revuelto y el pecho apretado. A ese paso, quien terminaría infartándose sería él.

La U salió a la cancha y el estruendo fue tan grande que sintió un pequeño temblor. No miró ni a la barra Los de Abajo ni al campo de juego. Miró a su padre, que observaba a los jugadores con los ojos entrecerrados. Comenzó el partido. Se veía distinto desde ahí, desde el borde de la cancha. Su padre seguía pálido y le temblaba la mano izquierda. Se acercó a él para asegurarse de que respiraba y escuchó un jadeo de perro viejo. Estás bien, le preguntó. Sí, hombre, sólo un poco nervioso. No vaya a ser que estos cruzados de mierda nos caguen la vida, le respondió, hablándole al oído porque el bullicio era infernal.

Obligado a creerle, Francisco se concentró en el partido. La U salió al ataque, tratando de sorprender a la defensa liderada por Sergio Fabián Vásquez. Cada dos minutos observaba a su padre y se acercaba para confirmar que estuviese bien. Su voz, cada vez más débil, se había vuelto un murmullo ininteligible. Vio la ambulancia estacionada al otro lado de la cancha, en la puerta de Pedro de Valdivia. ¿Y si pedía ayuda? Seguía dudando sobre si hacerlo o no cuando desde el mediocampo de la UC sale un pelotazo largo para el Beto Acosta, y sus dudas fueron acalladas por la cercanía de una tragedia ya conocida. Sergio Vargas sale de su arco a disputar el balón con Acosta, pero le queda el rebote al delantero, al borde del área. El Beto le pega de revés haciendo un globito perfecto sobre Fuentes, y la pelota va en el aire, en un tránsito agónico, directo hacia el arco desguarnecido –si esa pelota entra, el corazón del viejo se rehusará a seguir latiendo– y al mismo tiempo corren Castañeda y Delgado y se lanzan los dos juntos, llegando el pie derecho de Cristián Castañeda en forma milagrosa a sacar el balón de la raya. Uffff, suspiró el estadio, y Francisco escupió el aire que tenía atragantado en los pulmones. Enseguida bajó la vista. Su padre tenía los ojos cerrados. Pálido, amarillento. Sintió como si el estadio se derrumbara. Se agachaba para tocarlo cuando el viejo abrió los ojos. La sacaron de la línea, le dijo Francisco. Si veía esa pelota entrar, hasta aquí nomás llegaba, le respondió.

Encendió un Belmont Light justo cuando la U se va al ataque y se lo pierde el Huevo Valencia. Y después Aredes. Minuto 37 y el árbitro expulsa a Gorosito por doble amarilla. Escuchó un grito de júbilo que no podía haber salido del cuerpo maltrecho de su padre. Pero había sido él y ahora se intentaba parar de la silla. Francisco lo contuvo: tranquilo, papá, no nos vaya a pasar lo de la primera rueda, cuando nos ganaron con nueve.

Terminó el primer tiempo y Francisco fue por una Coca-Cola y un maní tostado. En el departamento de su padre, antes de ir al estadio, sólo hablaban de fútbol. Por lo general, llegaban dos horas antes del partido. Su padre le compraba una Coca-Cola y un maní tostado. Paradójicamente, en esas horas hablaban de cualquier cosa. Era un rito imprescindible para su comunicación. Las palabras fluían con facilidad mientras se concentraban en sacarle la cáscara al maní tostado. Una tarde de domingo, en el Santa Laura, en que ambos estaban con el torso desnudo porque el sol se hacía intolerable en la tribuna Andes, le contó que se había acostado con su polola. Otra vez, en el 86, a la espera de un partido contra Palestino, mientras disfrutaba del primer cigarrillo que su padre le permitía fumar con él, este le reconoció que no había vuelto a ser feliz desde que abandonó la casa, pero que ya no había vuelta atrás, que su madre jamás lo recibiría de nuevo. Y Francisco le dijo que tenía razón, que su madre lo aborrecía. Sentado en los tablones de madera de la galería sur del Estadio Nacional, se enteró de que a su padre lo habían echado del trabajo y que vivía de allegado en la casa de un amigo. En el mismo lugar, pero en otro partido, supo que las manos temblorosas y la pronunciada cojera del tío Héctor eran consecuencia de las torturas que había sufrido en ese mismo estadio.

Hasta el minuto 75, el segundo tiempo transcurría en una frenética búsqueda de un gol que no llegaba nunca. El viejo lo seguía concentrado, desde su silla de ruedas, y Francisco al principio se había puesto en cuclillas a su lado, pero desde ahí no se veía muy bien y además le dolían las piernas. La U atacaba hacia el lado sur, ocupado por Los de Abajo. El partido se complicaba, cerrándose cada vez más, y la perspectiva de un cero a cero amargo e irresoluto se iba haciendo realidad. Hasta el pelotazo de Víctor Hugo Castañeda desde la izquierda. Cuando vio la pelota en el aire, Francisco tuvo un presentimiento y puso su mano derecha sobre el hombro de su padre. Lo apretó con fuerza. El balón cae en el corazón del área, sobre el pecho de Marcelo Salas, que aprovecha el único descuido de la defensa para bajarla con maestría y dejarla dar un bote manso, para luego definir de zurda con un latigazo bajo a la izquierda del portero. Francisco escupió el corazón por la boca de un solo grito. Pero su padre no gritó. Se levantó de la silla de ruedas y lo abrazó con una fuerza sorprendente, casi milagrosa. Por los movimientos de su pecho, se dio cuenta de que su padre lloraba. Nunca lo había visto llorar, ni siquiera el 88, cuando se fueron a segunda, o el 81, cuando se fue de la casa. Ambos se quedaron de pie, el viejo apoyado en el hombro de Francisco. Habían expulsado a Salas luego del gol, nadie entendía bien por qué, pero eso no importaba, porque su padre comenzaba a cantar. Francisco quería mirar el partido pero no podía dejar de mirarlo a él. Contó cada segundo de los quince minutos que quedaban, hasta que sonó el pitazo final. La gente se había quedado sin voz, muchos lloraban y se repartían besos y abrazos por todas partes, pero Francisco seguía mirando, atónito, a su padre, que coreaba las canciones de Los de Abajo como un hincha más. Pasaron dos o tres minutos y volvió a abrazarlo. Parece que hoy ya no me puedo morir. Todavía tenemos que ir a El Salvador a jugar con Cobresal.