La tarde fría, helada, del último día de junio de 1954, oscurece el alma de los uruguayos, petrificados en sus lugares de trabajo, de estudio, en los bares, en sus casas. Son apenas las cuatro y media de la tarde de aquel miércoles de invierno, y ha llegado fría y oscura la noche al alma de los orientales. No hay palabras, no hay acciones que puedan componer aquel momento.

En Berna, Suiza, y en cada uno de los aparatos de radio de Uruguay, ha terminado el que después la historia describiría como el partido del siglo. Por primera vez en la historia, la selección uruguaya perdía un partido de un Mundial de fútbol. En las semifinales, en el último tiempo del alargue, Hungría doblegó a Uruguay 4-2, y los celestes se despiden de su largo invicto mundial y olímpico de 30 años. A un paso de salir de la cancha, sabe que no podrá levantar la copa como lo ha hecho siempre.

Es puramente épico. Tan sólo unas vueltas de reloj después de que el país explotara de júbilo y emoción con el gol del cordobés Juan Eduardo Hohberg, (¡Jobér!) y don Carlos Solé, empuñando en la diestra el vehículo de los homeros orientales, conmocionara, emocionara a miles de ellos, miles de nosotros, con aquel relato: “Ambrois a Schiaffino, se corre, apoyó a Hohberg, va a tirar y tiene el tanto, tiró... gol... goool... goool... gol uruguayo, gol... gol uruguayo... Hohberg... Hohberg a los 43 minutos. Acá se festeja con la incontenible emoción [se escucha el llanto de Solé]. Hohberg a los 43 minutos y se alcanzó el empate… Dos a dos. Hungría y Uruguay... El león vencido sacudió la melena”.

Llanto y conmoción

Eran poco más de las tres y media de la tarde, fría pero con el alma calentita: el fuego de la vida, aquel volcán de emociones, iluminaba y calentaba ese momento sin igual, el del empate en el minuto 43 del segundo tiempo, cuando la gente parecía abrazarse a la radio y llorar con aquellas lágrimas de emoción que llegaban desde el verano suizo. En el Cerrito, en la escuela Gran Bretaña, allá en la calle León Pérez, Washington, el mayor de los Tabárez, pantalón corto, medias largas y un par de buzos de lana tejidos a mano, escucha junto a sus compañeros las voces futboleras que salen de aquella radio catedral de madera que preside el salón.

Tirado en una cama del hotel de Bellevue, en Berna, se da vuelta para un lado y para el otro el Negro Jefe Obdulio Varela, que no puede salir de su pieza debido al desgarro muscular que sufrió cuando su remate de gol frente a los ingleses puso a Uruguay frente a la gran Hungría de Sándor Kocsis, Zoltán Czibor y Ferenc Puskás.

En su casa, José Nasazzi también escucha. El Terrible sabe, 30 años después de la primera gran conquista ecuménica, que no todo puede ser para siempre; sin embargo, cuando en el primer tiempo de la prórroga otro remate de Hohberg, después del infarto, da en el palo y no entra el 3-2, cree que todo volverá a ser como en Colombes, como en Ámsterdam, como en Montevideo, como en Maracaná. A las cinco de la tarde todo es noche. Uruguay sigue paralizado, inmóvil como casi toda la tarde, pero esta vez se ha roto algo para siempre.

Es el Waterloo celeste. Es la derrota de la armada invencible. Es la caída de Cartago. Es el parteaguas más grande de la historia de Uruguay y del fútbol, que terminaba con décadas de grandeza por el juego y la enjundia en la cancha de aquel pueblo crisol de nacionalidades. Nada ni nadie podrá recrear lo que representó ese día. Un golpe hondo y profundo a la sociedad uruguaya, la invicta y soñadora. Aquel día se jugó el partido del siglo, y no fue porque tal porque por primera vez en la historia caía derrotado el hasta ese momento más campeón, vencedor de todos los torneos ecuménicos, sino por la brillantez de la interacción con sus maravillosos antagonistas, los húngaros, revolucionarios y creadores de un nuevo fútbol de posguerra.

Fue un partido brillante y emotivo. Maravilloso. Fue la vida, que cacheteó a los uruguayos. Después de eso, fue volver a empezar. Y claro que empezaron. Empezaron ellos, empezaron otros, empezamos nosotros, nuestros hijos, nuestros nietos. Pero para volver a empezar se precisa tener un pasado que fue presente y futuro lanzador de nuestros sueños de levantarnos. Ganó Hungría 4-2. Se apagó la radio. Los niños volvieron a sus casas, los bares quedaron congelados por esa larga noche. El paso cansino y abatido de esa tarde gris parió un largo futuro lleno de sueños y de historia.

Vuelven a enfrentarse Uruguay y Hungría. El futuro ya llegó.