Las luces ya estaban prendidas en el estadio Atahualpa de Quito y, como siempre, tras los seductores colores del atardecer, la noche se nos había venido encima.

En el barrio –del que no puedo apropiarme porque estaba de prestado– las casas bajitas y sus callecitas estaban en silencio, pero de repente todo enmudeció. Y cuando los sonidos cortan en seco, el mutismo se hace eterno y los sentidos se encienden. Los sentimientos también.

Uruguay quedaba fuera del Mundial. Otra vez. Como en las últimas eliminatorias. Como toda mi infancia, como casi todos mis mundiales. Sin la celeste. La angustia más profunda, y la seguidilla de posibles subordinadas en este párrafo, sólo duró unos instantes.

Antes de romper el silencio de la ciudad, bien lejos de casa ya estaba el 10 corriendo una pelota larga por la izquierda. La metió en el área con la certeza de sacar provecho de esa situación. Gol. Esperanza.

Perder esa noche en la altura de Quito era despedirse de Sudáfrica y del mes de julio durante 2010; empatar era alargar esta agonía.

La pelota siempre al 10, que otra vez está corriendo y jugándola con precisión. Como siempre, cuando la pelota es del 10.

El fútbol y los futbolistas tienen un enorme poder para transmitir emociones, sin saberlo, sin quererlo. Y allá de nuevo, la vista fija en la televisión y los nervios subiendo.

Me salió así: sin pensarlo fui hasta la puerta, abrí el pestillo y en la vereda grité el gol fuerte, muy fuerte. Moví los brazos como un boxeador tirando un gancho a su oponente, salté y volví a gritar. Quería expresarme y hacerlo en la calle, porque eso significaba compartirlo con otros. Era romper el silencio tan triste de hacía unos minutos.

Diego Forlán pateó el penal soñado. Al ángulo. En el minuto 93. De visitante. Uruguay seguía camino a Sudáfrica, donde el 10 haría más goles y generaría más emociones indescriptibles.

Cuando doy media vuelta, me encuentro con los ojos incrédulos de mi hermano chico. Me veía y no entendía. Se reía. Nos dimos un abrazo largo y seguí gritando. Maxi recién había cumplido siete, y, por primera vez, estábamos viviendo juntos. Se sorprendió de mis movimientos, pero le divirtieron. Nos estábamos conociendo un poco más.

Ese gol de Diego Forlán está enmarcado y colgado en el living de mis más gratos recuerdos. Cada vez que pienso en un momento de alegría, recuerdo ese abrazo, ese momento de felicidad entre los adoquines, con las luces del alumbrado público pasadas de cálidas y las bocinas de los autos sonando a lo lejos.

En aquel abrazo, en aquellos tantos abrazos, quedarán tu juego, tu fútbol, tus goles; para siempre. No hay adiós posible para esos momentos.

No es una despedida, Diego. Vos jugás para siempre.