Ezequiel, ¿qué es una nota?

Ezequiel Fernández Moores tiene con las notas una relación idéntica a la de los meteorólogos con los truenos y, también, a la de los truenos con las lluvias. Idéntica a la de los meteorólogos: la nota es algo que estudió y estudia, algo en lo que ensayó, verificó, falló y volvió a verificar, es algo sobre lo que acumula un saber elaborado, teórico y fáctico. Idéntica a la de los truenos: hace tanto que hace notas que las notas son ya parte de su naturaleza, son su piel, su latido, una dimensión de su ser al punto que si Ezequiel truena periodismo lo que llueve es una nota. Cuarenta años de meteorología y de truenos periodísticos constituyen la médula de su libro más flamante, que se llama Juego, luego existo: “juego” porque el agua y las nubes de su trabajo son mucho deporte, “existo” porque el aire de Ezequiel es siempre la vida. El libro reúne las huellas del sudor y de las manos de Fernández Moores en esos cuarenta calendarios, con hitos como su búsqueda, con el papel y el lápiz como armas únicas, del genio del ajedrez Bobby Fischer oculto en el suelo de Islandia. Las huellas, entonces, no pueden ser otra cosa que notas. Notas que fueron, que son y que serán grandes notas. Por eso responde así:

—Una nota es una mezcla de noticia con idea. Es la noticia más la idea que tenés acerca de esa noticia.

¿Cómo se construye la noticia y cómo se construye la idea?

—La noticia es más difícil de mensurar porque emerge de todo lo que llevás leyendo sobre muchas cosas. A veces es una imagen. La ves y decís “acá hay algo”. Puede requerir de un segundo o de muchísimo tiempo. Y a la idea puedo ejemplificarla con lo que hago para el diario La Nación, en las notas que salen los miércoles. El viernes anterior trato de tener la idea. Necesito ese tiempo porque voy a hablar con gente y quiero darle tiempo a esa gente para que piense lo que le pregunté. A partir de ahí, empiezo a construir los alrededores. Cuando hablo de alrededores, me refiero a que eso implica juntar páginas: a veces reúno más de 200 para que en un texto queden cuatro o cinco. Necesito tener un contexto muy claro para estar luego más seguro de lo que escribiré. En esa elaboración, los lunes llego a casa a eso de las 9 de la noche, ceno y me quedo escribiendo hasta las tres y algo de la madrugada. Me gusta mucho ese silencio de la noche para escribir. Eso no significa que la nota allí quede terminada. Recién el martes, en medio de una rutina como la de tanta gente, una rutina que obliga a hacer otras tareas periodísticas y otras actividades, trabajo sobre la nota unas horas más, me edito y está lista.

Un sol de fin de verano sacude la frente de Fernández Moores mientras, en la vereda de un bar porteño, detalla la colección de procedimientos periodísticos que podría ser bautizada como “el método Fernández Moores para hacer una nota”. Es lunes. Imposible no pensarlo: acaso el café de ese bar y el sol de este verano declinante resulten una memoria o no resulten nada cuando en unas horas, luego de desplegar un informe meticuloso por radio, luego de interiorizarse sobre cómo fue el día de su nieta, luego de preguntarle a cada compañera y a cada compañero cómo está y quedarse a oír la contestación, en la madrugada muda que acaba con el lunes y prefigura el martes, quizás con otro café pero ya seguro sin sol, Ezequiel avance sobre la nota que publicará dos días después.

Tu ruta para hacer una nota, entonces, desmitifica esa idea de que ejercer el periodismo es una manera de no tener que trabajar.

—Sí, eso es una estupidez. Lo que sí me va es esa frase que dice, más o menos, que si encontrás algo que te gusta no trabajás el resto de tu vida. Me gusta escribir y me gustan los temas de los que escribo. En general, yo elijo. Y si yo soy el que elijo, sería un boludo si no me gustara. El masoquismo lo abandoné hace tiempo. Como dicen los corredores, “el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional”. Y claro que hay dolor a las tres de la mañana cuando no encontrás el hilo, o sea cuando no encontrás petróleo en una nota y tenés que irte a otro pozo. No me gusta forzar. Me pasó eso algunas veces, aunque no muchas porque confío en el instinto, en lo que los periodistas llamamos “olfato”. Cuarenta años en agencias de noticias me dieron un entrenamiento tremendo para reconocer casi naturalmente eso de que “esto va por acá”, acá hay historia.

Título: Juego, luego existo - Autor: Ezequiel Fernández Moores - Sello: Sudamericana

Título: Juego, luego existo - Autor: Ezequiel Fernández Moores - Sello: Sudamericana

Hablás de las imágenes como disparadores de las notas. ¿En cuál de las notas de Juego, luego existo (ya está disponible para comprar en Uruguay en librerías o en formato ebook a través de Editorial Sudamericana) pasó eso?

—Me ocurrió, por ejemplo, con el Racing campeón del 2001, en una Argentina en llamas. Vi una foto de Afganistán en medio del desastre: bombas, humareda y, en ese escenario, unos chicos jugando a la pelota. Con esa imagen, dije: “Voy a escribir sobre lo que acá se muestra, sobre jugar al fútbol entre las bombas”. Había bombas metafóricas y bombas reales sobre las que pensar.

Un camino para narrar lo que está pasando.

—Sí, pero no voy paralelo al tema de turno, del momento. Si tengo algo interesante para contar, lo hago. Pero cuando siento que está todo dicho sobre ese tema y hay gente que opinó mejor de lo que yo puedo hacerlo y en la línea de lo que pienso, no me parece necesario escribir. El tema no demanda que yo diga algo. Y, en consecuencia, voy por otro lado.

En la Argentina y en otros países, suele ubicarse como modelo de periodismo y de más cuestiones que periodismo a la “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, de Rodolfo Walsh. Ese es un texto destinado al presente urgente y también urdido para dejar testimonio hacia muchos futuros. Cuando escribís tus notas, ¿pensás en lo que generará en el mundo inmediato o pensás en que en algún porvenir quede constancia de lo que fue este tiempo?

—Hay algo de temporalidad y hay algo de atemporalidad. De temporalidad porque soy periodista. No sé escribir ensayos. Escribo sobre noticias, sobre hechos concretos, me aferro a los datos para armar un texto. Virtud y limitación es eso. Sobre esa temporalidad, lo que intento es tener una atemporalidad. Hay una intención de que eso que cuento esté más allá del momento.

Por algo tu libro incluye artículos de hace muchos años y, sin embargo, se los lee sobrevivientes, perdurables.

—Me pasó inclusive con algunos textos de agencias de noticias, que es lo más concreto de la temporalidad. Hay un texto en el libro que refiere a Argentinos Juniors jugando en Santa Cruz de la Sierra, con Bolivia en estado de sitio, un hallazgo que rescató Alejandro Wall, quien hizo el trabajo de compilación de mi libro. Y hay otro, del Mundial de 1990, concebido mientras llegaba a Turín para ver a Argentina jugar con Brasil. Esa Bolivia que vivía siempre en estado de sitio y esa Italia en la que escribo sobre la familia Agnelli, que es un poder permanente, cargan con la temporalidad y la atemporalidad.

Preguntarse por la temporalidad y por la atemporalidad de los textos es, en alguna medida, preguntarse para qué se escribe. ¿Para qué escribís?

—Es muy amplio. Lo primero es que debo tener interés en lo que escribo. Estoy aprendiendo, me estoy desasnando cuando escribo. Ser indiferente es lo último que me podría pasar ante un texto. Un texto me tiene que emocionar, que indignar, que alegrar. Un texto me tiene que provocar estados de ánimo. Me siento tan en la tierra como cualquier hijo de vecino. Y digo: “Si esto me pasó, ¡por qué no le va a pasar al hijo del vecino!”. Ahí siento que juega la habilidad para que lo que me pasó le pase también al hijo del vecino.

El hijo de vecino Fernández Moores nació como cualquier hijo de vecino en un noviembre porteño y en la Argentina que presidía Arturo Frondizi. Muy pronto le prestó atención al deporte y supo conservar esa atención a través del tiempo para fijarla en los muchos mundiales de fútbol que cubrió a cuerpo entero, en la cotidianeidad del espectáculo deportivo, en las tramas que enhebró para sus libros anteriores (Díganme Ringo, que es una biografía del mítico boxeador Oscar Bonavena, y Breve historia del deporte argentino) y en notas, siempre notas, esparcidas en mil medios igual de importantes pero con perfiles diferentes, desde hermosos boletines barriales hasta The New York Times.

Una vez, Roberto Arlt, otro paradigma del periodismo, fue a escuchar a escritores que leían sus textos y, después de escuchar a uno de esos tipos, le preguntó si cuando trabajaba, además de trabajar pensaba. O sea: si pensaba en por qué escribía lo que escribía. ¿Cuánto gravita tu modo de pensar en tu manera de escribir?

—Antes, cuando charlábamos sobre el laburo que representa hacer una nota, era como si en el fútbol nos refiriésemos al mediocampista central que corre, que mete, que no renuncia hasta el último segundo del partido. Ahora hablamos del número 10 cerebral. Y hay combinación absoluta de los dos roles. No concibo esos textos sin pausa. O sin diferente música: una cosa es leerlo en mi casa y otra en el subte o en papel. Hay una resonancia distinta y me aparecen cosas nuevas por corregir, por seguir editando. Si no hay idea, no hay nota. Y las ideas vienen del pensamiento.

El pensamiento, aunque nos incomode, nos ahuyenta la perspectiva del prejuicio.

—Claro. Por ejemplo si leo sobre un dirigente famoso y bribón. Y tengo el prejuicio de que es un bribón, pero en el recorrido detecto que en el hecho ese sobre el que estoy trabajando no obró como un bribón. Entonces, tengo que pensar cómo cuento eso. Digo que tengo que pensar en eso porque debo ser justo aunque ese señor sea habitualmente un bribón. O al revés: ¿cómo digo que un individuo decente se equivocó? ¿Cómo narro el contexto? Porque el texto, sobre todo para los que tenemos muchos años en el periodismo, está ahí, sale solo. Pero lo determinante en la nota es el contexto, ¿cómo soy justo con el contexto? Cuando me enteré de que Ryszard Kapuscinski, un gran periodista polaco, acomodaba ciertos datos, según publicó su biógrafo, sentí un shock. Luego pensé en el contexto: acaso Kapuscinski acomodó algunos árboles, pero nunca equivocó el bosque. Y, a su vez, me gusto también lo que hizo el biógrafo: fue justo.

¿Cuánto juega en vos, como imperativo, la obligación de ser justo?

—Hay una influencia de mi historia, de mi formación. Mi papá fue juez comercial. Somos siete hermanos: tres son abogados, uno es cura, los otros tres somos periodistas. Influyó eso para ir en búsqueda de la justicia. Como una actitud ética. Más aún cuando los periodistas hacemos un trabajo que habla y que implica a terceros. A veces, en esto que hacemos, se pretende juzgar a terceros. Y eso obliga a un ejercicio de un intento de justicia. Nunca creí en eso de “la verdad”, de que uno es poseedor de “la verdad”. Pero eso no supone renunciar a buscarla.

Hace un rato aludías a la pretensión de una cierta musicalidad en tus textos. En los cuarenta años que atraviesan las notas de Juego, luego existo, la música cambió. No sólo lo que reconocemos fácilmente como música sino la música de la expresividad de las palabras, la música de las palabras puestas a disposición del periodismo, que nunca es estática. ¿Cambió la música de tu escritura?

—Cambió, claro que cambió. Al principio, la influencia de la agencia de noticias era muy fuerte, en el sentido de que escribía más largo y con más datos. Ya más cerca en el tiempo, aprendí a renunciar a datos. Y renunciar a un dato para mí era poco menos que renunciar a respirar. Pero renunciar a esos datos hacía que el texto fuera más claro, más bello y se leyera mejor. Ese cambio también tiene que ver con la vida. En la medida que crecemos, nos ponemos más selectivos con lo bello. Hay ruidos de los que nos alejamos más fácilmente que antes.

Más de una vez expresaste que en ese cambio narrativo incidió la escritora María Josefina Cerutti, tu compañera.

—Lo dije y lo escribí. En la dedicatoria de mi libro está primero ella, mi pareja, porque es escritora y porque me gusta como escribe. Lo que aprendí de sus textos es hacer más livianos los míos, sin por eso resignar el intento de ser profundo.

Jorge Valdano, tras retirarse de las canchas, confesó que era extraño que en las noches no soñara con goles propios. Despierto escribís notas, ¿dormido seguís escribiendo?

—Si en una nota que estoy escribiendo no logré que algo me cerrara, entonces esa noche tengo un problema para dormir. Sí, cierto: sigo escribiendo. Y aprendí a tener una libretita sobre la mesa de la luz. A veces, al levantarme, no entiendo qué quise decir con esa palabra de mierda que puse, así que hace un tiempo pongo dos palabras. Como dice Chico Buarque, “después de la medianoche no hay pecados”.

Cerca del final de sus días, Julio Cortázar admitió en una entrevista que lo que más revindicaba de sí mismo era haber persistido en su condición de hombre que juega, como afirmando que lo esencial de existir es jugar. Tu libro se llama Juego, luego existo. ¿Qué es el juego para vos?

—Es clave. Escribo de deportes y suelo escribir sobre los bribones y sobre los negocios del deporte, pero necesito saber que el deporte también es juego. Para los enojos más grandes y para lo que sea. Cuando un jugador falla, no es un criminal: es un juego. Recordar eso es fundamental para elegir las palabras. Si los jugadores juegan con la pelota, yo juego con las palabras. Además, me gusta el juego porque, aunque haya dimensiones individuales, lo asocio a lo colectivo. Hay quienes juegan con una pelota junto con otros y con otras y hay quienes escriben para compartir textos, emociones, informaciones, indignaciones: eso, para compartir. Por eso me preocupo en recomendar libros o documentales que cito en las notas, sobre todo para que lean y vean, para que no me dejen solo con esto.

Al hacer notas sobre el juego, ¿vos hacés un juego dentro del juego?

—Sí, pero salvando las distancias en el sentido del protagonismo. Cuando pretendo que ese texto esté por encima de los protagonistas, por encima de los datos, ahí no. El juego principal en el periodismo exige una fidelidad a lo que sucede.

Dato básico de la obra de Fernández Moores. Y dato a contramano de la fábrica de egos que colorea al presente no sólo del periodismo: aunque porta un nombre cubierto de merecido prestigio, buena parte de su labor periodística carece de firma. Hay adolescentes que desayunaron en Malasia enterándose de los avatares del boxeo argentino por medio de cables anónimos que elaboró Ezequiel, hay damas que merendaron en Ottawa hilvanando resultados del fútbol latinoamericano que ordenó Ezequiel, hay argentinitas, argentinitos, uruguayitos y uruguayitas que transcurrieron infancias impregnadas de las noticias del fútbol de Italia que, con rigores conceptuales y semánticos irrompibles, desgranó Ezequiel. Ezequiel es uno de los muchos y de las muchas trabajadoras de las agencias de noticias que desparramaron una obra anónima que ayudó a que la humanidad acceda a su derecho a saber de qué se trata lo humano. También en esas notas, miles y miles de notas con el formato de lo que en la jerga periodística se denomina “cables”, Ezequiel jugó y existió. Y juega y existe.

¿Cómo te sentís en esta era periodística, que, según analistas a montones, exacerba las vanidades y, en el campo de las noticias, extrema hasta lo que no se puede extremar?

—Creo que si hubiera comenzado ahora, estaría en problemas. No me siento cómodo. Construí un espacio en el que puedo manejar mis comodidades, eso que Joaquín Sabina pinta como “un anarquista que respeta los semáforos”. Quienes me piden una nota ya lo saben. Pero no me gusta lo que sucede: veo al periodismo en el peor momento de la vida democrática argentina. Está la crisis cierta de qué hace el periodismo a partir de las webs. Eso, en un sentido, democratizó la palabra y, en otro sentido, se convirtió en un juego peligroso. Vivimos en nichos de gente afín que habla entre sí. Se perdió espacio del debate público. Y el periodismo, para mí, no era estar de acuerdo pero sí pensar juntos. Necesito citar a la contraparte, aunque no coincida con ella, en esa pretensión de ser justo. Uno escribe con uno mismo, no hay alguien que te está interpelando. A lo sumo, después te manifiestan algo los lectores. Así que creo en tener muchos cuidados. La arbitrariedad es inevitable, pero hay dimensiones para la arbitrariedad.

¿Cómo funcionás como lector frente a ese panorama?

—Rasco cada vez más en los márgenes para entender lo que está pasando. En ese supuesto medium entre la gente y el poder que era el periodismo, la balanza se ha inclinado del lado del poder. Por lo menos en los medios del establishment: representan cada vez más los intereses del poder. La propiedad de esos medios está cada vez más concentrada, en la Argentina y en el mundo, en manos de un más peligroso poder.

¿Y qué te esperanza?

—Me esperanza que siempre juega el factor humano.

¿Cómo se traslada ese panorama al deporte?

—Es inevitable que el deporte represente y refleje cada vez más lo que es este mundo. Este poder que concentra también ha concentrado el poder en el deporte, por lo que hoy vemos un deporte de alto rendimiento cada vez más concentrado en poderosos y cada vez más desigual en posibilidad de competición. Si el deporte es o debería ser inclusión, ahí tenemos un problema.

Hablamos de los cambios que en cuarenta años, los cuarenta años que deshojan las notas de tu libro, impactaron al periodismo y al deporte. ¿Cómo se entrecruza eso? ¿Cómo cambiaron los modos de contar al deporte?

—Antes éramos menos los que contábamos al deporte. Teníamos la ventaja de la cercanía del protagonista. Y eso humanizaba más. Mi primer vínculo con el deportista es de agradecimiento, es gente a la que quiero ver ejecutando su arte. Y sé que, inclusive cometiendo errores, los deportistas no son asesinos seriales, no son dictadores que atormentan naciones. Aquella proximidad no me impedía luego tener distancia para contar, inclusive posibilitaba hacerlo entendiendo de cerca. Ahora casi siempre hay alguien que intermedia.

¿Qué nota de Juego, luego existo te alegró especialmente publicar?

—Tengo que regresar a algo que conversamos: hablar de las agencias de noticias me gustó mucho. Llevó cuarenta años en eso [Noticias Argentinas, Diarios y Noticias, la italiana ANSA]. Es mi trabajo eterno. Quiero mucho a las agencias de noticias y me duele su crisis de subsistencia en estos tiempos. Incluir historias hechas allí me resultó valioso. Por ejemplo, la investigación sobre el Mundial de 1978, hace ya muchos años, acaso la primera que se hizo. También me pasó eso con una crónica en la que procuro describir cómo nos gustaba ver jugar a Gabriela Sabatini aunque ella parecía que sufría estar en la cancha. Hice esa crónica como una manifestación de admiración hacia el artista que está mostrándonos cómo es posible la belleza en el deporte.

¿Hay en el libro notas que te dieron dolor? ¿Qué es, en el periodismo, contar el dolor?

—Recuerdo una nota del genocidio armenio. Miraba documentales a las tres de la mañana y lloraba. Pero quería contar ese dolor. Sin golpes bajos, pero sí contarlo. Lo mismo me sucedió cuando quise contar lo que significa el deporte en Palestina. Poetas palestinos me ayudaron a encontrar las palabras que me faltaban. Hay dolor en parte de nuestro trabajo, pero la emoción de poder compartir el dolor de esa gente me parece importante.