El partido empieza mucho antes del pitazo. Para cada uno distinto, en cada viaje, jugadores, hinchas, todos. La dormida y la avivada juegan, rayan partidos. Atravesando los barrios en un 195 por la calle más larga de Montevideo: barrio Lavalleja, Aires Puros, paradas después, Sayago, el verde Prado, el Paso, La Teja y así hasta pegar el viejo trasbordo en la terminal. Bajé del bondi unas cuadras antes sin querer queriendo y me metí entre los países con el cauce sereno del domingo. La sede de Cerro, después la de Rampla, el Florencio Sánchez barranca arriba por Grecia, los bares como sedes compartidas.

El estadio Olímpico es un templo pictórico que revive los barcos muertos detrás del arco. El Río de la Plata, de juventud eterna; la vieja ciudad en frente, custodiada por gigantes mantis de metal que se parecen a las grúas del puerto. “Salga Rampla, salga del fondo, hay que ganar, ¿eh?”. En el clásico de la villa no hay eso del estudio de los boxindangas. Los viejos cuadros se conocen desde los muros. Juan Albín va al piso tres veces en busca del balón, lo que le confiere las primeras palmas de la parcialidad vestida para la ocasión. El Flaco Fernández, también, muy generoso. Sin cuentos, sin nada, con él mismo puesto a disposición. Edgar Martínez desde el fondo y en los primeros intentos aéreos en el área de Cerro; debutó en esta misma cancha hace una veintena de años con esa misma camiseta roja y verde. Del otro lado, Tancredi y Pellejero, y los bombos en alto de la hinchada albiceleste.

Lo de gritarle “puto” al otro ya fue, hace tiempo, pero ambas hinchadas lo entonan en algún pasaje. El resto, la fiesta del barrio. El primer festejo llegó por insistencia: Delis Vargas conectó en el área chica anticipando en el segundo palo con la testa en popular gesto técnico. Juro que atrás mío alguien le pidió por lo bajo como al oído: “¡De palomita, Delis!”, y concedido. Para el delirio con los paraguas y los globos. Albín con una zancada que atravesó continentes y Saavedra por insistir, primaron frente a la escasa claridad con la que le llegaron los balones a Diego Casas y Pablo Olivera. Encima, el conocido Gato Tancredi, con una garra apenas alta, terminó en vestuarios antes de lo planeado. Y el primer tiempo se fue con promesas y augurios de vibrar. Las hinchadas descansaron en cantinas y baños.

El trompetista de Rampla siguió certero en el arranque del segundo tiempo: fue desde Gilda a los Fabulosos Cadillacs. El equipo de Rosario Martínez, con dos líneas de cuatro, el enganche y el punta, cuidaba la retaguardia y se la jugaba al buen manejo en salida de Fernández, al contrataque veloz y a las pelotas quietas. Cerro, diezmado pero entero, respondía con una moneda parecida, sin aflojar, disimulando. En uno de esos arranques, Albín y Saavedra, tras elegante pared, sirvieron para el gol. Albín con un sombrero europeo de 25 metros no hizo más que confirmar la vigencia del gurí aquel de las inferiores albas con el empape natural de la experiencia y la delicadeza técnica de un finalista de obra. El mismo que predijo la palomita, lo adjetivó con “despegado”.

Cerro siempre quiso. Sumó peso con el ingreso de Peraza. Pablo Olivera no claudicó. Pero lo de Albín fue superlativo. Con la gallina y con la entrega.

Quisiera saber quién es el que la trae del río cuando la ventan. Sin dudas un personaje fundamental innominado, digno de mención en los premios al folklore que no son más que premios del alma y en silencio. Cerro jugó con honor, como su hinchada sobre el cemento vecino del Olímpico. Los tuvieron que hacer bajar de los alambres. Rampla se quedó con el clásico de la villa del Cerro en su estadio Olímpico, 33 años después, habiendo pasado un montón de agua bajo los puentes de ambos clubes históricos. Las hinchadas, al final, hablaron de sentimientos.