Cuando Oscar Ustari, el argentino arquero campeón olímpico, campeón del mundo en sub 20 y mundialista con la absoluta albiceleste, se agarró la cabeza tras haber conseguido el campeonato luego de atajar el penal, sentí que aquello no sólo no era una acción más de un partido de fútbol, sino que me movía, me emocionaba. Advertí las reservas del deporte forjado desde la gente, sostenido por el trabajo, el esfuerzo y, claro está, los sueños. La épica deportiva sólo se construye con el espíritu de los colectivos que absorben frustraciones comunes, que tejen ilusiones grupales y que miran al futuro como el próximo escalón de cada partido, de cada campeonato, de cada temporada, sabiendo que detrás de ellos hay gente que los empuja, que los apoya, que los siente como suyos, aunque nunca hayan compartido un asado, un baile o un salón liceal.

Estoy muy contento por el triunfo de Liverpool, pero también lo hubiese estado por el de River. Siento que ganó el fútbol, de alguna manera despejado de las horribles contingencias de poder económico, al menos por un rato liberado de vicios y de intereses corruptos, y pasándole un paño a aquella imagen que parece imponerse en estos días, para poder volver a imaginar aquella más limpia, mucho más pura y absolutamente cándida e inocente con la que muchos de nosotros nos acercamos y nos unimos al fútbol para siempre.

El barrio y el mundo

En el momento en que Oscar Ustari contuvo el penal que le dio a Liverpool su primer título en la primera división del fútbol uruguayo en un torneo que cuenta para la definición de la temporada, me invadió de tal forma la emoción que tuve que andar haciendo insólitas fintas a la realidad para que los oyentes del Deportivo Uruguay no advirtieran que si se me seguía quebrando la voz ante el micrófono, definitivamente iba a largar el llanto, y ya no podría seguir en el relato de la épica conquista.

A diferencia de los miles de negriazules que copaban las tribunas del estadio Franzini, yo no tenía ningún vínculo afectivo, emotivo, social o institucional con Liverpool. Ni mi madre, ni mi tío, ni mi abuelo, ni mis vecinos algún día me habían hecho de Liverpool como para que yo me incendiara de pasión por los negros de la cuchilla. Pero esa pasión, esos sueños ajenos, ese esfuerzo y prodigación de centenas de futbolistas que se habían puesto la negriazul me empujaban a largar el moco como el veterano de bastón que lloraba adelante nuestro, o como la quinceañera enloquecida que no paraba de gritar y abrir los brazos en señal de victoria, una señal que debió esperar más de 100 años para desplegarse.

Ya desde temprano, el ambiente del estadio, el olor del espectáculo, los tiempos candorosamente aldeanos, barriales, me llevaron a otros tiempos a otras tardes de fútbol con camisetas de algodón y números bordados en lana, con hinchas apenas identificables por gorritos de pon-pon tejidos por las abuelas haciendo volar agujas para poder combinar los colores del club, con sensaciones festivas y el miedo solo presente en su modo deportivo de evitar la derrota, de no ser avasallados en la cancha, mientras el cemento se nutría de cascaras de maníes, bolsas de pop acaramelado y vasitos de papel parafinado de café u refrescos.

Pero no estábamos en Volver al futuro, en los setentas o en los ochentas. Estebamos en pleno siglo XXI redescubriendo el reservorio de un fútbol más puro, de sostén barrial, de relaciones de pertenencia sociales o vecinales, de amores correspondidos, de colores, de vecinos, de adhesiones desde el alma.

La final del Intermedio era y fue la final del mundo.

Ahí estaban el viejo Liverpool del Paso Molino, de Belvedere, de Agraciada, de Carlos María Ramírez, y el River del Prado, el de Olimpia y Capurro, alas rojas con el viejo vuelo del River Plate FC. Estaban como cada tarde de sábado o de domingo, con sus manos callosas de apretar alambrados, sus disfonías de goles y puteadas, sus sueños nunca olvidados, sus ganas siempre cargadas de alcanzar la gloria.

El barrio, la zona, la gente, las identificaciones emocionales, por encima, aunque más no sea sobre el frio cemento de los estadios, de la empresa, de los negocios, del poder y del dinero.

El barrio, el pueblo, la ciudad, el país, como unidad detrás de una camiseta, en las buenas y en las malas, alentando la esperanza, masticando la frustración o llorando de alegría, una alegría esperada domingo tras domingo durante años. Liverpool el domingo, Miramar BBC hace unos días antes, son el ejemplo de la construcción de la épica deportiva a través de determinados logros, sí, pero construida desde la base de su gente, sus vecinos, su barrio.

Operación coraje

Parece importante advertir que tal vez algunos elementos trascendentes de la unidad básica del deporte, o del fútbol uruguayo, están dados a nivel social primario, sin importar dinero ni poder, y que allí, en la gente, está la reserva mayor para seguir alentando la existencia del deporte y de nuestra pasión.

Aquellos tanos quinteros que tenían un bel vedere (una bella vista) desde la cuchilla de Juan Fernández, cuando todo era campo después del paso del molino, vieron nacer un club de muchachos que jugaban al fútbol en 1915 y, rápidamente, muy rápidamente, en 1919, justo un siglo atrás, consiguieron su pase a la máxima categoría. Han sido décadas y décadas de búsqueda, de ilusiones, de esfuerzos y frustraciones, de coraje, como aquella que dio lugar a la construcción de su maravillosa sede social a través de la Operación Coraje en tiempos del Chiche Larrea, de Fidel Russo, de la gira por Europa, del pase de Pierino Lattuada al Girondins francés con el que se financió la construcción del edificio; de aquel equipo que deslumbraba y que estuvo cerca de ser campeón uruguayo con Abayubá Ibáñez, el Torito Gómez, el propio Lattuada, el Tano Bertocchi, Luis Fontora y con el porteño Juan Carlos Hurt en el arco, entre otros, dirigidos por el gran Ondino Viera. O el del 74, con el Patín Santos atajando con el buzo verde de la selección que había traído del Mundial de Alemania, el Mosquito Pelusso, los Rivero, Agapito y Saúl, el Mono Abalde, el excelso Denis Milar y Luis Pereira, equipo que arrasó en la primera rueda dirigido por Silva Cabrera, quien nominado para la selección, convocó a medio cuadro para la celeste y no pudieron rematar la temporada con el título.

Ser campeón y otros sueños

La alegría, la emoción, el llanto, la copa, la caravana, todo lo que fueron a buscar, se fundió en una alquimia de hechos y sensaciones, placenteros, confortables, emocionantes, que sucedieron en una cancha de fútbol, en un partido de fútbol entre dos viejos clubes de barrio, enmarcados en la riquísima y gloriosa historia del fútbol uruguayo.

El fútbol como fiesta siempre es posible, si es nuestro, si lo vivimos como cada día de nuestras vidas. Los sueños y las ilusiones de llegar también. Salute muchachada del glorioso Liverpúl. Y, para todos los que estábamos ahí, gracias por el fuego.