Un vaso, unos hielos, whisky. La noche anterior al partido Walter estaba en su casa compartiendo esperanzas y recuerdos junto a su esposa. Los tragos templaron el corazón y presentaron recuerdos: su viejo, sus tíos, tanta gente. Su voz se quiebra cuando habla, acaso porque contar es volver a vivir. Hay previas que emocionan. Antes de la copa ya había planificado con los suyos quiénes iban a la cancha y de qué manera: Bruno, Dante, un amigo, un sobrino, una sobrina nieta, todos en su camioneta. No son personas de un día, son los de toda la vida, como Liverpool.

Pablo trató de dormir la noche anterior, pero su River Plate daba cosquillas en la almohada. Hacía una semana estaba en vilo con todo: pensando en el equipo y su conformación, rezando para que estuviera todo bien, siguió las noticias como tantas veces, especuló con el posible banco de suplentes, practicó un montón de cábalas que pudieran incidir, aun sabiendo que, en realidad, ese tipo de cosas corren con cero chances. La noche previa traté de dormir, dice, pero no dejaban de pasar imágenes de cómo debería ser el partido. Ese tipo de situaciones se viven muy intensamente. El domingo de una final el reloj es cómplice y enemigo a la vez.

Walter y Pablo coincidieron en la cancha, estuvieron en tribunas enfrentadas, compartían algo aunque con distintos colores: el deseo. Si describimos la historia como el conjunto de acontecimientos, narrados o expuestos, a lo largo de un período de tiempo, se podría concluir que para hacer historia esos hechos deben adquirir cierta importancia necesaria como para ser recordados. Una historia a su medida, una historia que hablara de ellos.

A Pablo y a Walter los conozco por el fútbol. Son dos de los tantos y tantas que cada fin de semana practican, religiosamente, el ejercicio de ir a ver a sus equipos, sean locales o visitantes. Los he visto como quien ve la lluvia caer.

“De un tiempo a esta parte los partidos los disfruto, más allá de los resultados y de las alternativas en sí. Disfruto yendo a la cancha a ver a Liverpool. Pero claro, había una cosa muy especial”, confiesa Walter ante la eventualidad de la final. Pablo, que no lo ve desde la tribuna de enfrente, tiene la misma fe empecinada: “Una final es un partido, te olvidás lo que pasaste hace dos meses, querés salir campeón. No hay vuelta. Ves todos los puntos positivos”.

Fútbol: tablado universal de lo que puede suceder. Y siempre, siempre, siempre, la esperanza escondida en el zurdo como enseña la canción.

De lo sucedido se sabe demasiado: una final como un partidazo, tal vez de las mejores jugadas desde que hay instancias de definiciones mano a mano, donde hubo goles que fueron golazos, vientos como remolinos, creencias e ilusiones en pieles de corderos, la agonía de los penales, el frío sin metáfora, lágrimas por motivos contrapuestos. “Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. Pero de algo estoy seguro: no saben nada de fútbol”, escribió para siempre Eduardo Sacheri.

Las finales terminan pero el fútbol es como la vida: continúa. Cuándo será la próxima no se sabe. Es como hacer conejos en el aire. Lo tangible es que el próximo fin de semana tendrá hombres y mujeres con los colores a cuestas. Pablo irá de rojo y blanco, las tintas de su orgullo. Volverá a la cancha con placer, como un buen hincha, a saludarse con todos, a encontrarse a mengano y a fulano porque, narra, “no es sólo ir a la cancha, es una actividad social. River es un bálsamo, un mimo al alma. Es una isla donde me siento tranquilo, seguro, con mi gente, con el olor a pasto, a árbol. El fútbol es la pasión que se siembra”.

Walter volverá, una y otra vez. La fe es inexplicable y él va a la cancha porque es una religión. “Liverpool es eso. Como anécdota: me casé por iglesia con la camiseta de Liverpool puesta. Más allá de eso, no bauticé a mis hijos pero los hice hinchas de Liverpool. En casa primero está el azul y negro, después viene todo lo demás”. Una vez su nieto Dante, cuando tenía 6 o 7 años, le preguntó: “Abuelo, ¿y por qué somos de Liverpool?”. Walter le contestó: “Porque es familia, Liverpool es familia”. Lo cuenta frágil como el papel húmedo. Así debe ser la pedagogía de la esperanza.

El devenir histórico nos demuestra a cada instante que todos tenemos algo de qué enorgullecernos que está sostenido en pilares heredados. Cuando Pablo cuenta o Walter habla de su nieto también juegan sus recuerdos, porque lo que ellos hacen ahora alguien lo hizo antes. Hay vidas que se basan en testigos de un tiempo que estuvo vivo aunque el calendario se empeñe en cambiar de hoja, aunque la copa esté en la vitrina.

“Liverpool es familia” parece una simple frase pero resume todo. Una bandera lo hará inmortal.