Hay un hombre volando por los aires. No vuela con el viento ni vuela porque es pájaro, vuela porque hay alguien en la tribuna que siente que más allá de la línea de cal todo vale, y que quienes están del lado de adentro de las líneas anacrónicas que cercan el juego son depositarios de todo tipo de insultos, y que incluso los insultos tampoco tienen medida. Hay un hombre enojado volando por los aires, el mismo hombre que voló de furia recién por la expulsión. No es la primera de su carrera ni mucho menos: el hombre juega como es en la vida y así vuela también. Los seis tapones de un Nike de cuero noventoso quedarán marcados en el medio del pecho del hincha de Crystal Palace. Éric Cantona vuela por los aires luego de haberse soltado de otras manos que lo sostenían por la furia coyuntural de la expulsión.

Vuela por sobre la publicidad estática y cae con todo su peso deportivo sobre la humanidad de ese hincha que piensa que el fútbol es de él. Sobre la humanidad de ese otro hombre que desde hace rato -y sobre todo en la expulsión y toda su conversa- le aplica gritos racistas y discriminatorios desde el cómodo sillón de una de las plateas del Selhurst Park. Cuando conecta la patada más grande que pegó en su vida -y eso que pegó unas cuantas-, el jugador cae sobre la estática y gira sobre sí mismo para levantarse cuanto antes y seguir peleando. Tiene calle y furia en los ojos Cantona, tiene a sus abuelos refugiados de Franco y a todos los inmigrantes entre las cejas, donde suele tener el arco. Cuando se incorpora tira unos viajes con los puños ante la atónita mirada del mundo.

Después, claro, los recalcitrantes odios sucesivos apuntan al jugador como un desquiciado. Recién, quizá, años después, hay quienes lo vemos como un héroe. Él mismo dirá que fue un error, pero que él es así, que “así es Cantona”. “Para algunos puede ser un sueño patear personas como esas, por eso lo hice, por ellos, para que estén felices”.

La pena duró unos nueve meses y la cantidad de disparates que pueden decirse con total impunidad sobre quienes pateamos la pelota algún día por dos mangos frente a 15 personas en la tribuna, o por millones de dólares frente a miles de almas fanatizadas, fue incontable. En ese tiempo tuvo que encontrarse consigo mismo y aprendió a tocar la trompeta: tuvo que motivarse, dice, para tener otra meta que no fueran las piolas y el bullicio ensordecedor del gol. Tras cumplir la pena, dijo que “cuando las gaviotas siguen el camión de pescados es porque piensan que las sardinas serán tiradas otra vez al mar”. Volvió a las canchas y se subió el cuello de la camiseta, y los miles de botijas en el mundo que soñábamos día a día con el fútbol hicimos lo mismo: los cuellitos salían por debajo de las túnicas.

Algo similar, con ese olor a poesía, a ironía y a sarcasmo, dijo cuando recibió un galardón al mejor futbolista de Europa de parte de la prensa británica, poco tiempo después de haber vuelto a la grama: “Algunas críticas no significan nada, por eso las tiro donde merecen, en el baño, por ejemplo”, leyendo en inglés de un papel anotado con lapicera: filosofía contemporánea.

Éric Cantona deambuló por equipos franceses en el inicio de su carrera, pero fue recién cuando partió a Inglaterra que encontró la magia amarrada a la personalidad. Luego de una de las tantas expulsiones que sufrió en el fútbol galo, enojado claramente con el fallo, le arrojó un pelotazo al árbitro de turno y se fue como si nada, mascullando bronca. Lo suspendieron por un tiempo que luego fue extendido tras sus declaraciones de que los de la Comisión de Disciplina eran unos idiotas. Tenía 25 años y quería dejarlo todo. El entonces director técnico de la selección francesa, Michel Platini, lo convenció de mudarse a Inglaterra para buscarle la vuelta a la redonda.

Primero fue Sheffield Wednesday, donde apenas duró un amistoso y tres goles; cuando el técnico le dijo que esos tres goles suponían estirar una semana más la prueba en la que estaba. Simplemente dejó de ir, ni siquiera sabía que estaba a prueba. Fue entonces que Leeds se lo llevó y se convirtió en estandarte del campeonato ganado por los albos, 16 años después de la última vez. Los diablos rojos de Manchester United, tras pedido expreso de sir Alex Ferguson, lo llevaron para que viviera sus mejores goles, levantando la primera liga después de 26 años sin saber qué temperatura tiene ese metal glorioso. Se retiró para muchos temprano, a los 30, alegando: “He sido profesional durante 13 años, es demasiado tiempo. Me gustaría hacer otras cosas en mi vida. Siempre he meditado retirarme cuando esté en lo más alto. Y con el Manchester United llegué a la cima”.

Éric Cantona se dedicó a actuar, o continuó haciéndolo, digamos, más allá de las líneas anacrónicas que supo romper con esa patada eterna al racismo: “Patear a un fascista no se saborea todos los días”, dijo, años después. Debutó con un papel en La alegría está en el campo y luego se sucedieron Elizabeth, L'outremangeur, y Buscando a Éric, entre otras. Hasta fue partícipe de Los encuentros después de la medianoche, un film cargado de erotismo. Recientemente aparece como protagonista de Once, videoclip de Liam Gallagher, y en la serie Recursos inhumanos, como un desempleado furioso que decide enfrentar el durísimo sistema de una corporación.

Cuando le preguntan por el mejor gol que hizo, habla de un pase magistral que le dio a Denis Irwin contra los Spurs, por encima de la línea de cuatro con el revés del zapato, cuando nadie en el mundo entero más que el propio Irwin podía esperar tal gesto. Cuando le preguntan si es francés dice que es un ciudadano del mundo, nieto de inmigrantes catalanes y sardos. Cuando le preguntan sobre el fútbol habla de una gran escuela, donde se aprende a perder, a relacionarse, a volver atrás, a volver a intentar, y dice además que de no haber sido por el fútbol hubiese sido un inadaptado. Dice también que no ve diferencia entre el pase de Pelé a Carlos Alberto y la poesía de Rimbaud.

Éric Cantona tiene un montón de galardones para admirar, un montón de escenas donde verlo moverse casi como en la cancha, un montón de goles para recordarlo desafiando a la tribuna con los brazos abiertos, con la serenidad de haber terminado una obra de arte de cuero y piolas y suspiros, y con la fiereza en el ceño. Sin embargo, cuando en Árgeles -cerca del campamento para refugiados a donde llegaron sus abuelos escapando de Franco- inauguraron un estadio con su nombre, y ante el aviso de querer escribir debajo de su nombre todo lo que había logrado, pidió que por favor sólo pusieran: “Éric Cantona, nieto de Pedro y Paquita”.

Lionel Messi y Cristiano Ronaldo parecen pájaros enjaulados con apenas agua y alpiste (y millones en cuentas foráneas) hasta la hora del próximo partido y desde el pitazo final. Miran a Cantona, de barba crecida y boina, con la serenidad de quienes transitan por la vida plegados al amor, combatiendo la injusticia y las nubes propias, con la liviandad de quien vive de pasiones que son pequeñas revoluciones para existir.

Recibe entonces Cantona, de manos de un muñeco de la UEFA, un galardón que queda en el olvido. Messi y Cristiano lo observan. Lo que queda es lo que dice, como pensando en voz alta porque encuentra asidero: “Somos para los dioses lo mismo que las moscas para los niños, nos matan por diversión. Pronto la ciencia no sólo será capaz de retrasar el envejecimiento de las células, pronto la ciencia reparará las células y las dejará como nuevas. Y entonces seremos eternos. Sólo los accidentes, los crímenes y las guerras nos seguirán matando. Pero desafortunadamente, los crímenes y las guerras se multiplicarán. Amo el fútbol, gracias”.