Tienen las jetas bien abiertas. La cancha los separa. Cada uno está en su tribuna, pero se ven las caras cuando se tienen que gritar algo. Cuando la pelota pasa, no. Ahí no se ven, sólo se relojean al barrer, se tienen en la mira. Pero cuando se quieren pegar unos gritos, ahí sí: los ojos hinchados, la rabia en la sien, los puños como antorchas, el pecho que besa el escudo, los versos dedicados. El otro es la referencia porque juegan a ser felices y solos no pueden. En el ascenso se conocen todos porque en la cancha es como en la vida: no se abandona.

No les van a contar a los clubes del ascenso que la vida se sufre. Un día sí y otro también, nunca es novedad. No descansan, de todas formas, porque salir adelante es su forma de ser. No es un salir adelante idealizado en cursos de marketing por PPT, quiero decir salir adelante: apurar el mate bien temprano, contar las monedas para el ómnibus, montar la bicicleta o esperar que pasen a buscarlos, laburar en lo que va tocando, parar la olla siempre, fundamental, y, ¿por qué no?, apretar unos mangos para cuando toque algún gustito. Salir y volver del barrio, o viceversa, porque por más lejos que se ande nadie se va definitivamente del barrio, de su barrio.

Contaron los medios de prensa que en los barrios ganó la solidaridad. Tampoco es novedad, el problema es que a veces miran para otros lados y se pierden en sus laberintos. Allá en los clubes, desde Barrio Sur hasta Villa Española, desde el Cerro y La Teja hasta Malvín Norte, las manos amigas jugaron el partido duro de la pandemia. El enfoque no estuvo en la cancha de siempre, porque la pelota puede esperar todo lo que sea. La gente paró las ollas, se cocinó con lo que hubo y se alimentó a la barriada necesitada en un invierno crudo, más golpeador que de costumbre. Con la panza llena es otra cosa –aunque nunca será todo–, y bien lo sabe en el barrio toda esa gente que los periodistas titulan “parcialidad”.

Nadie abandona. El ascenso es espalda con espalda, por más que lo quieran edulcorar. Le falta pila en muchos aspectos, sobre todo en las cuestiones laborales: trabajadores deportistas que deberían tener mejores salarios –mal endémico si los hay–, pero la foto siempre sale. Es la cultura de lo común y corriente la que afronta la realidad así como viene, queriéndola mejorar pero como viene, y se posiciona firme, segura de sí, asumiendo sus virtudes y sus defectos para decir “acá estoy”, “esto somos”, “hay partido”. Son necesarios los campeonatos de ascenso, llámense Segunda División o El Metro, porque hay una barra de personas que necesitan laburar. Esta vez no importa que las copas se jueguen en césped sintético o en lustrados pisos flotantes, lo que prima es el trabajo de esa gente.

Toca acomodarse. No estarán el hombre y la mujer como voces anónimas de las canchas. Los relatos serán el eco de los protagonistas que juegan con pelota. En las casas y en la piel la hinchada tendrá las camisetas bien puestas. Más que la maravilla, ver partidos en la televisión será la angustia, la pena aceptada, la rebeldía guardada para otro mayo. Que no se olviden de las ollas populares. A la tarde fútbol, a la noche ensopados calientes. Al barrio le queda invierno.

Esas jetas hinchadas ya no se verán las caras, al menos esta temporada. El pasto carcomido, los alambrados a punto de caerse, el cemento frío y las cabinas de bloques; las entradas apretadas, los gritos contra los bancos de suplentes, la pasión cantada, las tortas fritas y los chorizos, el café, los refrescos y el mate; los avemarías para los árbitros, los reclamos a los dirigentes, también a los jugadores, el vino en cartón y la Norteña gloriosa, el porro en la calle de tierra, las cábalas y las procesiones para las canchas no vivirán esta vez. La nueva era gritando en Twitter y Whatsapp, la cultura suspendida en el aire.