Lo primero es ubicarse en el tiempo y el espacio. “¿Vos jugabas de zaguero izquierdo o derecho?”, me pregunta. Y me cuenta una anécdota de Miramar que tiene que ver con las primeras apariciones de la intuición, algo que Javier Máximo Goñi entiende como fundamental e inexplicable: “Me quedó grabado a fuego en el 86, todo el mundo fue a cubrir a Sud América, que si ganaba chau, era el campeón. Yo me fui a relatar a Miramar. Todavía no sé bien por qué, tuvo mucho de intuición. Empata Sud América y Miramar gana, por Radio Rural. El ascenso se definió en ese partido”. Después es ineludible una recorrida por los barrios y las esquinas, es como una forma de empatizar: “Trabajé 15 años en 8 de Octubre y Lindoro Forteza, en el BPS. Había un bolichón en Fray Bentos e Industria, que ahora es Serrato. Uno que tenía cañas de todo tipo”. Ahí dudamos de si ese es el bar del que habla o si es del Apolo 11, en realidad, el que queda en Sanguinetti y Rousseau: “Yo entré a trabajar al BPS en Industria, antes de llegar a Fray Bentos. Era como un galpón. Después compraron el edificio del Banco Popular. Una época romántica. Yo ya llevaba un año de relator. Empecé en el 74 con Solé haciendo cancha, vestuarios, y el 22 de mayo del 77 empecé a relatar. El primer partido fue Defensor y Sud América en el Franzini. Ganó Defensor con goles de Miguel Puppo y [Alberto] Santelli. Sud América había empatado de penal. Así empezó todo”.

Goñi abre la emoción que lo caracteriza en el relato para inmiscuirse en los orígenes, las influencias, la semilla de la pasión transmitida de generación en generación y la importancia de la radio para saber qué es lo que pasa donde no llegan las luces del estadio.

“A mí me encantaba el fútbol y me di cuenta de lo importante que era la radio para el futbolero”.

¿Cuáles son los orígenes del relato?

En mi caso mi padre y mi tío habían jugado al fútbol y habían sido buenos. Pero claro, no ascendían porque los equipos mantenían a los jugadores por mucho tiempo, no como ahora. Siempre se destacaron, mi padre era puntero y mi tío zaguero, que llegó a practicar en Vasco da Gama, hasta que mi abuela le mandó una carta que decía: “Me siento sola”. Mi tío dejó todo para estar con la madre. Hay dos cosas que me quedaron marcadas: mi padre me llevaba a ver a Nacional y a Peñarol, reserva y primera, sábado y domingo. Peñarol y Benfica me acuerdo, final de la Intercontinental del 61, yo tenía cinco años. Estábamos en la Ámsterdam y las luces del estadio no eran tan potentes. Hubo un gol de Peñarol en la Colombes y la gente empezó a gritar como loca. “Pero ¿quién fue?”, preguntaba uno. “La radio dice que [José] Sasía”, le respondieron, “la radio dice que Sasía, Solé dice que Sasía”. A mí me encantaba el fútbol, y me di cuenta de lo importante que era la radio para el futbolero. Al tiempo vamos a ver a Nacional, que juega contra un equipo brasileño. Hay un lastimado cerca de la mitad de la cancha y se veía que la lesión era medio jorobada. “¿A quién fracturaron?”, preguntaba la gente, “¿a quién fracturaron?”. “La radio dice que [José] Sanfilippo, la radio dice que Sanfilippo”. Esas cosas me quedaron.

¿Jugaste al fútbol?

Jugué bastante pero a nivel estudiantil, a nivel de barrio. En el club Ceibo, que es un equipo histórico. Pero me pasaba algo raro: en los partidos de baldío yo jugaba de nueve y hacía bastantes goles, pero cuando venían los partidos oficiales, sería por el físico, pero me ponían de zaguero. O de cinco. Y yo me sentía más responsable. Eran todos mayores que yo, aprendí con ellos. Cuando alguno me dice que no jugué nunca al fútbol, salen mis compañeros a hablar porque saben que más o menos tenía mis cosas. Yo me acuerdo de aprender a pegarle a la pelota mirando a mi padre en la playa, cómo le daba efecto por afuera, cómo le daba efecto por adentro, cómo levantaba los centros; era muy preciso, miraba a uno y le pasaba la pelota a otro, y jugaba para ganar. Él jugaba en un buen cuadro de Impositiva. Con los años lo habían tirado para atrás. Era un partido bravo, me acuerdo, y hubo un penal y se lo dieron a mi padre, tiró y le pega en el travesaño. Estuvo dos o tres días sin poder perdonarse haber malogrado el penal. El fútbol para ellos era un estilo de vida. Mi padre no era de hablar mucho, pero de repente te sacaba delanteras o defensas, o integraciones completas de los cuadros, Rampla, Nacional, Peñarol, Bella Vista, Racing. Qué pasión. Y mi tío compraba El Gráfico. Tenía pilas de revistas. El Gráfico y la galleta malteada de la tarde los compraba siempre. Esa pasión te llega.

Para vos también el fútbol es un estilo de vida.

Sí. Se conjugaron dos cosas importantes en mi vida: el fútbol, que se transmite de generación en generación, y la radio, que soy yo el que la adoptó. Se dio una cosa muy particular en mi vida: yo tenía 13 años y mi padre empezó a ir al club Juan Jackson, en Parque Rodó. Ahí mi padre me decía: “Ese que está ahí es Obdulio Varela, campeón de Maracaná”. Pasaron dos meses y mi padre entabla una relación preciosa con Obdulio. Con Obdulio y con Radamés Mancuso, que era vecino nuestro, que fue el que escribió el primer libro de Obdulio, El último capitán. A tal punto que yo le cobraba a Obdulio las propinas de los casinos municipales cada diez días, él me hacía un poder y yo iba. Murió mi abuela en el 71 y Obdulio se pasó toda la madrugada al lado mío, no se movió de ahí. Lo conocí como tipo, no lo conocí como jugador. Él te hablaba con los gestos. Un fenómeno. Si cerraba las cejas, cambiá el tema porque no te seguía. Pasaba a buscarme y me decía “vamos, Javier”, y yo no le preguntaba ni a dónde. Un día fuimos al Cerro a ver a un golero de Peñarol que se llamaba Flavio Pereira Natero, pero no lo encontramos; terminamos en el club La Cumbre jugando a las bochas y comiendo buseca. Entraba a las siete de la mañana al liceo y llegué a las cinco. Pero en casa sabían que estaba con Obdulio, entonces no pasaba nada. Con él y con el Chato [Humberto] Giménez, un muchacho argentino que jugó en Nacional y en el Barcelona de España. De lunes a viernes íbamos tres veces a cenar; a veces íbamos a la mejor milanesa del mundo, en Libertad y Viejo Pancho. Siempre estuve con gente de la bohemia en boliches, hasta el día de hoy me gusta. Pero ahora no es tan fácil encontrar. Yo escuchaba y escuchaba y escuchaba, las charlas de Obdulio, con [Víctor] Rodríguez Andrade, con [Juan] Burgueño, la relación con Atilio García. A Atilio le gustaba jugar a las cartas conmigo mano a mano, y siempre me ganaba. Lo veías de short en verano y tenía decenas de marcas de tapones en las piernas. Un día veo en el piso el siete de oro, y estábamos jugando al siete y medio. “Me lo hacés siempre, ¿no?”, le dije. Me estaba haciendo trampa hacía tiempo. Se ponía los sietes en el dobladillo. Yo pensaba que era pura liga. Me llevaban 40 años. Estuve con ellos entre los 13 y los 20. Ahí me fui forjando.

¿Cómo se va construyendo el relato?

A mí me impacta Solé, pero lo primero que me impacta es el grito de gol mezclado con la muchedumbre del estadio. Con el grito de la tribuna. Eso me pegaba fuerte. Yo quería vivir eso, quería estar ahí. Mi generación era de Heber Pinto, que relataba acá en Radio Oriental. Pero yo me tiraba para el lado de Solé. Decían que Heber Pinto iba más cerca de la jugada. El tema es que Heber hablaba más rápido y daba la sensación de que estaba sobre la jugada. Pero Solé no estaba medio segundo atrás ni loco, pero era más pausado. Heber era intuitivo, pero Solé tenía algo: cuando Solé decía “está”, estaba el gol; cuando Solé decía “viene”, venía. Heber decía “puede venir”. Dos relatores increíbles.

La intuición es preponderante entonces.

Me he dado cuenta de que desde que te ponés los auriculares estás viendo el partido, el grito de la tribuna, es como si uno estuviera jugando también. Sin auriculares no es lo mismo. Es más, algunos se enojan conmigo y me dicen: “¿Para qué vas a relatar este partido?”. Y lo que pasa es que yo después lo tengo que comentar en los programas, y para comentar hay que ir a relatarlo, ponerse los auriculares, si no el partido no lo siento, no vibro. Es esencial. Escuela en el relato hicieron Solé y Víctor Hugo. En la época de Solé todos imitaban a Solé, y con Víctor Hugo pasó lo mismo. A Víctor Hugo acá, en el interior y en el exterior. Heber Pinto, Duilio De Feo fueron grandes relatores, pero no tuvieron seguidores en cuanto al estilo. Yo me apoyé en lo que era el relato de Solé, tratando de ponerle mi impronta.

¿Y cuál es esa impronta?

Fundamentalmente que soy un tipo que me emociono. Cuando te emocionás, es muy fácil emocionar al que te escucha. A veces cuando te emocionás dejás de decir cosas o de apelar a adjetivos, pero la gente si la emoción es genuina le da un valor muy grande. Creo que ahí encontré un bastión, el de que hay cosas que me emocionan y cuando las transmito emocionan al que las escucha. Siempre me gustó relatar. Había un gran relator de ciclismo, el Gallego [Héctor] Regueiro. Estábamos en Australia en la década del 80 una vez y me dijo: “Vos y yo nos parecemos”. Y él era un monstruo, ¿en qué nos podíamos parecer? “Somos relatores de barricada”, me dijo. Entendí que nosotros relatábamos bajo cualquier circunstancia. En el mejor estadio y en el peor. En la esquina del córner o en una cabina muy cómoda, lloviendo o habiendo sol, frío o calor, partido bueno o malo. Tenés una vocación, una pasión tan fuerte que lo otro es secundario. Y en el año 83, 84, el doctor [Ariel] Del Bono me dijo: “Vos tenés algo importante, que es que sos un relator con opinión”. Y era verdad, sin faltarle el respeto al comentarista ni mucho menos. Me parece bien que el oyente sepa lo que a mí me parece el partido, sin invadir al compañero. Creo que ellos dos me definieron.

¿Hay un ritual previo al relato, un cuidado especial de la voz?

Hasta el día de hoy a los clásicos voy siempre medio nervioso. Voy a la farmacia, al almacén, a la feria, a los comercios menores del barrio. Y si el clásico es el domingo te hacen sentir que vos jugás: “a ver si relatás bien”, “a ver si no gritás tanto el gol de mengano”, “no nos des tan para atrás”, “a ver si una vez nos das para adelante”, “vos sos manya, ¿eh?”, “te tira el bolso, ¿eh?”. Te hacen sentir un jugador más. Y es el partido del año, y vos tenés una responsabilidad con tu radio, con tus compañeros y con vos mismo. Por lo general no almuerzo, para ir liviano. Y en lo posible la noche anterior, si no es un compromiso muy grande, lo evito. Salvo que tenga la obligación emocional de ir, porque las cosas que se hacen con gusto te hacen bien. Pero si la puedo evitar, la evito. Y con los partidos de Uruguay lo mismo. Porque además se da que 60% de quien viene a ver a Uruguay es del interior. Entonces, se ponen muchos frente al palco, dos o tres horas antes. Soy de la vieja guardia: voy dos horas antes al partido para sentir el espectáculo desde lo previo, ver cómo va llegando gente, qué dicen mis compañeros, escucharlos. Te vas enterando de cosas que pueden ser de apoyo para el relato. Desde que estaciono y voy ingresando está el apoyo, está el cariño, el “mire que yo lo escucho”. Hay un frase que me emociona, cuando me dicen “he crecido escuchándolo”. O “lo escuché con mi padre”, o “lo escuché con mi abuelo”. Eso te entra hasta la médula.