Por las veredas de Montevideo no se oye siquiera el pasar de los ómnibus. Los adultos duermen la siesta, y la casa de Federico está casi a oscuras, porque a pesar de que es de día, las cortinas están cerradas. El silencio es lo único que tiene lugar asegurado en la casa del barrio Cerrito, y Federico es el único que está despierto. Tiene cuatro años, y aún no sabe qué momentos son para dormir y qué momentos son para estar despierto. Es muy chico para poder estar solo, pero mientras alguien duerme la siesta en el sillón, a Federico lo dejan quedarse ahí, con la tele prendida, aunque sin volumen. El televisor, inmensamente cuadrado, proyecta dibujitos aleatorios, típicos de una tarde de fin de semana. Fede, aunque no sabe, está esperando uno en particular: los Power Rangers. En su lengua de cuatroañero, cuando pide que se lo pongan, suena a algo así como “pagüel leinger”. En la tele, se acumulan dibujos que hipnotizan al niño que persigue con sus ojitos las aventuras de todo tipo de animales y seres fantásticos. Pero cuando llega el momento, cuando el escuadrón ninja multicolor aparece en la tele, lo hipnótico se desvanece y da lugar a la acción. No habrá siesta posible para nadie en la casa, el brazo pesado de su padre en el sillón ya no podrá contener al pequeño.

A Federico le gustan más los días en que los adultos están despiertos y de buen humor, porque esos días puede salir a la vereda a tirar patadas como los Power Rangers. Caminar por la calle con un niño no es sencillo; caminar por la calle con un niño que le tira patadas a objetos inanimados es el siguiente nivel de dificultad. En uno de esos días, mientras los árboles esquivaban las patadas del pequeño ninja, su madre divisó un gimnasio nuevo con un pasacalle que promocionaba una novedosa actividad. No dudó: solamente un día tardó en inscribirlo, a los cuatro años, en la academia de taekwondo.

Aquella primera relación entre el taekwondo y Fede está mediada por un profesor y una columna. Entre ese ser humano y ese bloque de hormigón se dividen las tareas. El profesor da indicaciones, organiza, enseña, cuida, motiva; la columna protege a Federico cuando el profe dice que hay que combatir, y ahí Fede no quiere nada. Una cosa es tirar patadas, otra es que te tiren. Unos ojitos que asoman detrás del revoque y vigilan atentamente cómo el resto de la clase empieza a lanzar golpes. Como esos perritos tímidos que primero miran desconfiados y luego se van acercando para terminar jugando extasiados con las personas, Federico se va acercando al grupo de a poco, y a los pocos meses se convierte en uno de los que más disfrutan. Y en unos años hará del taekwondo una forma de vida.

A los pasatiempos se les dice así porque sirven para lograr que el tiempo avance cuando parece que está detenido. Esos pequeños amores de lo cotidiano que permiten engañar al reloj. Convertirlos en una pasión lleva esfuerzo, transformarlos en un trabajo implica dejar el corazón y algo más. Pataditas tiernas e inocentes de un niño del Cerrito que se van transformando en patadas certeras de competidor. Caricias que se transforman en puntos cuando contactan el pecho de un rival. Trabajo y tiempo. Pensar el cuerpo, encontrar una forma propia de competir. Así como el Federico niño debió salir de atrás de la columna, el Federico atleta debió enfrentarse a sus miedos para poder brillar.

Los aviones, esos seres casi mitológicos, fueron la gran barrera que Federico debió superar. Uruguay le quedó chico demasiado rápido, los torneos locales le daban medallas que se acumulaban y presionaban las fronteras hacia afuera. Con la decisión de quien se enfrenta a lo inevitable, casi temblando y con ganas de que terminara antes de empezar, se subió al avión que lo llevó al primer torneo, y ahí entendió que nunca más podría esquivarlos.

Acumula participaciones en cuatro mundiales en Europa, en América y en Asia, un par de Panamericanos y un montón de torneos importantes. Viajó a lugares tan disímiles como Eslovaquia y México para ganar en ambos la medalla de oro. De Austria se trajo un bronce y de Brasil, la plata. Creció como un niño que tenía un pasatiempo y un rato después era un atleta que recorría el mundo. Para eso, debió salir de atrás de la columna.

Federico se sube al avión. Mientras empieza a andar por la pista, las vibraciones activan los nervios no suficientemente adormecidos por las pastillas. Lo que los químicos no hacen, los sueños sí. Federico cierra los ojos, aprieta las manos contra el asiento y se imagina ganando peleas en cualquier lugar del mundo, persiguiendo un lugar en unos Juegos Olímpicos. Y aunque no lo logre, ya es suficiente. Al fin y al cabo, solamente es un niño que quiere ser como los Power Rangers.