Antes de llegar a la cancha, me bajé del bondi expresamente para pasar frente a la casa donde me crie como un candoroso aspirante escolar a ser futbolista, eso no estaba en discusión, y a ponerme un día la celeste sobre el pecho.

La avizoré desde afuera del área, y ahí vi que la barrera muy baja del murito que cubría al mazurka que ocupaba el arco del garaje había crecido muchísimo y se había vestido de verde, durita como el hierro forjado de una reja tupida, que impediría para siempre la comba de Nelinho en el tiro libre.

Al mismo tiempo vi que el triángulo de pasto que hacía la media cancha de una cancha que tenía un arco por cada calle tenía ya un añoso árbol, que no reconocí plantado como eje central en el medio de la cancha en el medio de la esquina. Casi subo por el túnel escalera que nos llevaba al campo de los sueños después de la escuela y antes de hacer los deberes, para ser Atilio Genaro Ancheta, Pedro Virgilio Rocha, Denis Milar, Patín Santos.

Casi toco el timbre de la vida para pedir entrar a los vestuarios del garaje, a la sala de charlas técnicas del living, subir la escalera para volver a ver mi cuarto y recuperar aquellos sueños, pero desde la casa de enfrente abrieron la puerta, y salió el Pipa, que después de reconocerme ‒o antes‒ me pegó el grito: “¡Romulito!”, como cuando nos salvaba de que la pelota se nos fuera por la boca de tormenta, y al rato llama puertas adentro a la hermana y le dice “¡Mirá! ¿Sabes quién es ese? El hijo de Martínez, Atilio Genaro Anchetta, el que quería jugar con Uruguay”.

La casa de los sueños

Parecía, fue un sueño, disparado de un rastro diurno de trabajar la historia de la vuelta de la celeste a su casa de la infancia, después de 92 años, eyectado por ver la cara de Luis Suárez volviendo a las entrañas de su primer hogar. Imaginé todas las sensaciones y conmociones que debe haber sentido este hombre rescatando a aquel muchachito y sus sueños de fútbol en el Parque Central. ¿Qué habrá sentido Luis entrando por los viejos pasillos del Parque con su mate con virola grabada en oro, pero siendo el mismo que tenía que mangar unos Parabiago para poder entrenar?

¿Qué habrá sentido la celeste de las cuatro estrellas, surgida desde la gesta de 1923, la Copa América ganada en este mismo Parque Central, que dio lugar a que Atilio Narancio cumpliera su promesa y llevara al fútbol uruguayo a ser conocido en el mundo a partir de Colombes 1924?

¿Qué habrá sentido el Salta cuando ahora con la celeste en el pecho, como se soñó niño en estos mismos rincones, cuando vio a aquella niña del otro lado de la cancha con su tapabocas y una camisetita uruguaya, mostrándole una cartulina candorosamente pintada por ella con marcadores de colores, los Plumonitos que él no pudo tener para escribir sus sueños ahora cumplidos, pidiendo “Luis, quiero una foto contigo”?

El fútbol, los sueños, la identidad y el hogar

Es como dijo el Indio Pedro Arispe, el olvidado compañero del Terrible Nasazzi, el que allá en Colombes en 1924, cuando se bordaba la primera estrella sobre la celeste, sintió que tenía y quería una patria, que era el Uruguay, la celeste, la patria del fútbol y de los uruguayos.

Y aquí estamos, aquellos y estos, soñando y viviendo siempre con la celeste.

¡Uruguay nomá!