De otros borradores de la vida, tomo prestado este texto, aún no escrito y que seguramente a futuro engrose alguna otra obra de dudoso interés.

En mis 39 años de publicaciones, en mis 34 años de comunicación oral, he tenido que aprender mucho, muchísimo de la vida, de mi profesión, de los ancianos venerables, de los jóvenes irredentos. Cada día es un aprendizaje, inclusive los de aquellos años en los que fungí como docente de niveles terciarios, cuando abrevé de aquellos jóvenes llenos de bríos y vigentes expectativas cientos de lanzaderas de conocimiento.

Sin verso, cada día que me levanto pienso cómo y qué podré aprender, en lo mío y en la vida, que pueda defender como una tesis de mis convicciones logradas hasta ese momento.

Vaya a saber desde cuándo, y cómo, tomé ese deber ser seguramente impuesto, como un quiero ser, pero eso me ha pasado, y en el desarrollo de mi profesión muchas más veces de las que mi orgullo perecedero hubiese querido, en ese momento, en esos días, pero mucho menos de lo que mi afán de enriquecerme con el conocimiento hubiese querido.

Maestros y profesores de la vida

Identifico con mucha, muchísima vergüenza cinco de ellas en mi década fundacional como comunicador, y cuatro de ellas con personas que la vida me fue poniendo como espejos permanentes en sus roles, y que despiertan en mí una, a esta altura, innegociable admiración e idolatría.

Se trata de Horacio Tato López, Jorge Burgell, el maestro Tabárez, y el Profe Piñeyrua. Mis interlocutores permanentes, mis afectos y amistades, mis alumnos- profesores, las han escuchado decenas de veces, pero nunca está demás ocupar la comunicación en estos gruesos errores que se transforman en enormes aprendizajes.

Hoy contaré la que me sucedió con Oscar Washington Tabárez, porque cada vez que Uruguay enfrenta a Bolivia en La Paz, recuerdo aquella situación, que me marcó para siempre en el ejercicio de la profesión y en la transmisión de un principio invalorable acerca de la idoneidad y preparación en la materia como para emitir juicios sobre una actividad ejecutada por terceros.

Estábamos en 1989 y Tabárez era desde un año atrás el técnico de la selección mayor. El Maestro había asumido después de haber sido campeón Panamericano en 1983, dirigido a la selección sub 20 en 1986-1987, y haber sido campeón de la Libertadores en 1987 con Peñarol.

En consecuencia con mi actividad de periodista en deportes, tenía una relación para nada estrecha, por el contrario más bien lejana, alimentada por contactos en partidos o entrenamientos. A mi favor, que era a favor de La Hora, el diario donde trabajaba, tenía mi presencia casi constante en su ejercicio con la selección desde el primer entrenamiento, desde el primer partido en 1988 en Asunción. Además en ese momento venía siguiendo de manera presencial con un esfuerzo enorme de mis compañeros de La Hora, toda la Eliminatoria para Italia 90. Estuve en el estadio Nacional de Lima con el trascendental triunfo de visitante ante Perú, viajé a Santiago de Chile, donde se hizo campamento de trabajo entre un partido y otro, y estuve en La Paz, la escenografía con altura de la anécdota que me sirvió de clase. En aquel segundo partido de la Eliminatoria, después de una gran Copa América en la que Uruguay fue vice campeón perdiendo el partido final con Brasil en Maracaná, había una mesurada expectativa de poder conseguir un buen resultado en el techo del mundo.

La Paz sin filtro

Era mi quinta visita en meses a La Paz, una ciudad que me deslumbró por la enorme riqueza de vida de los pueblos originarios sometidos desde la conquista. Mis experiencias anteriores, todas futboleras, dos con Peñarol y dos con Danubio, me habían dejado muchísimo en mi cuenta, entre otras cosas la peor noche de mi vida, cuando desafiando la altura quise ser testimonio directo y válido de lo que es correr allí para quien llega desde el llano. Quería exorcizar la eliminación de 1977 en Tembladerani, cuando Porfirio Tamaya Jiménez , anotó su gol para eliminarnos antes de que Uruguay llegara a jugar en el Centenario. No había forma, la altura no era un mito, y pesaba de manera notoria para los habitantes del llano que llegaban sin una preparación pensada para ese tipo de esfuerzo.

Lo cierto es que llegábamos dulces para ese partido, y tal vez tratando de conseguir una victoria que casi nos condujera a la clasificación sin haber jugado en Montevideo.

Me ubiqué en el maravilloso estadio Hernando Siles, y por placer y por gusto quedé con la delegación de periodistas escritos que tanto había leído y de cuya prosa me gustaba tomar ejemplos. Todos unos crack en serio, veteranos de mil batallas. El tema es que la mediacancha la hacían el Vasco Ostolaza y el Chueco Perdomo, Ruben Paz jugaba de 10, Francescoli de 9 retrasado, y por las puntas iban Alzamendi y el mejor Ruben Sosa, por esos días seguramente de los mejores delanteros del mundo. Mis mayores en el oficio y profesión reclamaban por Pablo Javier Bengoechea, astro del Sevilla, y jugador determinante por su gambeta y pegada.

Al comienzo del segundo tiempo los bolivianos se pusieron 2-0 y casi enseguida Sosita dejó las cosas 2-1. Quedaban 40 minutos y estaba para darlo vuelta, pero tenía que entrar Bengoechea. ¿Y por qué no pone a Pablo? ¿Y por qué no lo puso en el entretiempo? ¿Y qué espera para ponerlo? Hasta que faltando un cuarto de hora entró el riverense, y seguramente habremos estado cerca del empate o algo así. ¿Viste? Me debe haber dicho alguno de mis experientes colegas, y lo habrán comentado entre ellos reforzando las convicciones.

La cosa es que yo entré como un caballo. Allá nos fuimos a las puertas del vestuario visitante, con nuestras libretitas y grabadores a buscar el testimonio de Tabárez. Nos atendió amablemente, le rodeamos y los experientes empezaron a preguntar y como siempre deslizar algunas apreciaciones. A mi me gustaba sentirme cubierto por las interrogantes de los colegas y tomar nota de las expresiones del protagonista. Rara vez quedaba tema sin tocar, pero aquí había pasado rato y nadie le decía o inquiría el único tema que nos convocaba allí ¿por qué no puso a Bengoechea?

Y nada, el maestro se extendía en consideraciones, pero esta gente ni le nombraba a Pablo, o por lo menos de la forma que yo entendía que debía hacerlo, entonces se me aceleraron las pulsaciones, me vinieron extrasístoles, y muy suelto de cuerpo con mis bríos veinteañeros, sentí que tomaba la bandera del periodismo uruguayo, y casi atravesandome para que no se fuera le dije: “Tabarez, no cree que fue un error no haber puesto a Bengoechea antes”, miré a mis colegas como diciendo ya estoy a la altura de ustedes. El maestro me miró y me respondió: “Mire, me estoy dando cuenta que si usted fuese el entrenador de la selección uruguaya, hubiese jugado de otra manera, y con Bengoechea, pero en estas circunstancias, hoy, el técnico soy yo, y me pareció que teníamos que jugar de esta manera. Bengoechea es un gran jugador y lo seguirá siendo, pero hoy no entró de titular porque así lo entendí”.

Técnicamente hablando

Afuera y bailando, Chenlito. Me había embocado con enorme altura, pero me estaba enseñando una lección que me quedó grabada para siempre. Había tardado más de 20 años en aprender que en la vida uno no puede juzgar ni pensar o decir como hubiese ejecutado una o muchas acciones desde un rol ajeno, y sin tener idea de cuál o cuáles son las motivaciones que llevan a un individuo calificado e idóneo en su puesto a tomar tal o cual determinación.

Nunca más. Nunca más caí en la falta de respeto frente a las personas capacitadas específicamente para una gestión que no era la mía. Me cambió para siempre la calidad de la crítica y del análisis de lo acontecido desterrando para siempre en mis expresiones públicas el “si hubiese puesto a fulano” o “yo hubiese jugado de esta manera”, ejercicios contrafácticos realizados además por quien no está ahí para armar el cuadro o elegir como jugar, sino por quien está para trasladar una visión de los hechos.

Tampoco es que en casa no le haga el cuadro Maestro, pero eso en casa nomás.

Usted disculpe pero para mí Suárez es el mejor del mundo.