La pregunta se abre para cerrarse en un futuro: ¿qué será lo que quede en la memoria colectiva de esta edición olímpica de 2021? Son los Juegos Olímpicos de la pandemia, son los sin público, son los postergados. Pero son. La incertidumbre se terminó cuando la antorcha olímpica ingresó al estadio de Tokio y la tenista Naomi Osaka encendió el pebetero que lucirá el fuego proveniente de Grecia, hasta el 8 de agosto.

Los discursos pronunciados en reiteradas oportunidades –incluido el de ayer en la ceremonia inaugural– por el presidente del Comité Olímpico Internacional, Thomas Bach, hacen referencia, como suele ser habitual, a la unidad entre naciones, la solidaridad y la superación de adversidades, que en este caso tomaron un mismo nombre en todo el globo: covid-19.

La ceremonia inaugural comenzó con una representación de los deportistas entrenando en aislamiento, el relevo de la antorcha dentro del estadio tuvo a un médico y a una enfermera, un momento de silencio se hizo en homenaje a aquellos “que ya no están con nosotros, en especial a los que fueron víctimas de la covid-19”. Muchas de estas representaciones y expresiones son un gesto hacia el gran público. ¿Cómo justificar tamaña inversión, cómo seguir sosteniendo el circo olímpico que cada cuatro años se instala en una ciudad u otra mientras el mundo sufre una crisis sanitaria y económica en consecuencia? A esa pregunta contestan permanentemente las autoridades y también contestó la ceremonia inaugural. El deporte, por estos días y desde 2020, se ha posicionado como la vanguardia hacia la nueva normalidad. No sin esfuerzos, no sin pérdidas. Estadios vacíos hubiesen sido inimaginables tiempo atrás, pero una maquinaria económica y el desarrollo profesional de miles de deportistas también se hubiesen visto afectados de una forma inimaginable si en algún punto de este camino los Juegos Olímpicos hubiesen sido suspendidos.

En carne propia

El deportista es un intérprete. El juego es un guion por escribirse cada vez que sucede, y que puede cambiar de género en un gesto técnico, en un salto, en un esfuerzo. De la comedia al drama en el transcurso del juego mismo. Eso nos convoca.

Los Juegos Olímpicos son uno de los más grandes escenarios para estos intérpretes. Horas de dedicación y ensayo, un elenco para el que no fueron seleccionados por un director, sino por el reglamento mismo, que dispuso las condiciones competitivas para que accedieran. Patrocinadores que sostienen, en el caso de los profesionales, sus vidas durante varios años para tener, en estos 15 días, su retribución. Es una meritocracia con amplia aceptación social la de los cinco anillos.

La competencia más importante del mundo para miles de participantes provee de manera itinerante ese gran escenario con el que sueña el intérprete. Pensándolo así, el deportista que representa a una nación es más que una mera extensión de ciertos chauvinismos cotidianos. Es, en realidad, una oportunidad de dialogar con el mundo, de expresar deseos y pasiones dentro de una arena de competencia.

Para el público, se abre un espacio donde sentir identificación con cómo algunos representantes tienen elementos identitarios que el espectador prefiere imaginar como propios. Y también es la posibilidad de dejarnos sorprender, de conocer las historias más inverosímiles, más inimaginables, que superan el guion cuando se dan en tiempo real, se exhiben en vivo y tienen un final que siempre tienta al destino con una potencial sorpresa de última hora.

No sabemos todavía cómo serán recordados los Juegos Olímpicos de 2021, pero, a fin de cuentas, eso no ha cambiado: es lo que siempre sucedió en este libro de páginas que se escriben una vez cada tanto, todas juntas, con verborragia. Más de 11.000 historias están presentes en Japón y todos nosotros, los espectadores de la era digital, tenemos asiento preferencial frente a la pantalla –el único asiento posible esta vuelta– para decidir por nuestra cuenta qué lugar les daremos a estos recuerdos.

Facundo Castro, desde Tokio.