La historia del movimiento olímpico y de Uruguay empieza justamente por el fútbol, por la promesa de Atilio Narancio a los campeones de América de 1923 de participar en aquellos campeonatos mundiales.

El Comité Olímpico Uruguayo (COU) se constituyó el 27 de octubre de 1923 y su primer presidente fue el doctor Francisco Ghigliani. El COU hubiese existido, y decenas de deportistas uruguayos lo hubiesen representado de todas maneras si no hubiese sido el fútbol uruguayo uno de los representantes de la vanguardia de aquel juego, pero esa fecha señalada se dio exclusivamente para que el seleccionado uruguayo pudiese aspirar a participar en los Juegos Olímpicos de París.

La selección uruguaya de fútbol fue la primera representación olímpica uruguaya, en los juegos de 1924, en los que también participaron cinco boxeadores y seis esgrimistas. Y, como se sabe, fue la celeste, tanto en 1924 como en 1928, la ganadora de los títulos olímpicos mundiales que trajeron al país la única cosecha de oro olímpico que tiene el COU.

Ya no sé la cantidad de veces que me he embarcado, en el puerto de Montevideo, en el vapor francés Desirade. Conozco bien sus camarotes de tercera clase, y ni les digo la cubierta donde cada uno de los 22 días que duró el viaje de Montevideo a Vigo, pasando por Río de Janeiro y Dakar, se entrenaba bajo los auspicios del Buzo Andrés Mazali.

Está todo ahí. Desde la angustiante situación de Narancio –el padre de la victoria, que hipotecó su casa para cumplir su compromiso personal de que los uruguayos campeones de América de 1923 concurrirían a los Juegos Olímpicos de Paría en 1924– hasta la delicada alfombra de pétalos de rosa preparada por madame Marie Pain en la senda por la que ingresarían los campeones a su castillo de gloria, ya campeones en el atardecer de aquel casi veraniego 9 de junio de 1924.

Todo, todo está en mis recuerdos, en mi vida, en nuestras vidas. El recogimiento y el asombro del gallego Manuel de Castro, periodista de El Faro de Vigo que cuando observó el movimiento de los orientales en su primer partido en la historia en el continente europeo, ante Celta de Vigo en la cancha de Coya, sentenció: “Por los campos de Coya pasó una ráfaga olímpica”. Y el final del partido con los suizos, cuando miles de aficionados, invadidos por la emoción conmovedora de la perfección del fútbol de los uruguayos, vivaban con alegría a los futbolers arrojándoles sus sombreros ‘ranchos de paja’ para que el capitán, el Terrible José Nasazzi, aquel marmolero de apenas 23 años, hijo tardío de un italiano y una española, llevara a sus compañeros a devolver y agradecer aquel obsequio del esfuerzo y los sueños impensados. Aquel gesto de educación primaria, básica pero engendrada en una sociedad felizmente aldeana donde el agradecimiento no era una fórmula sino un principio emotivo del cotidiano entramado humano, seguramente surgió de la imperativa voz del Mariscal Nasazzi, que en ese momento de intimidad con la gloria sintió que debía devolver a esos miles de extasiados franceses el saludo de gracia.

Me siento en la pluma de Lorenzo Batlle, el único enviado especial de un diario uruguayo, El Día, el diario de José Batlle y Ordóñez, quien vio en aquella expedición la oportunidad y la posibilidad de un nuevo y gran avance de la sociedad, cautivado por un enorme sentido de la épica, de la hazaña que significaba derrotar a los europeos, una construcción de nacionalidad en sí mismo con aquel discurso, remate de solemne y futbolera parrafada, con el “vosotros sois el Uruguay”.

Es como si estuviese entre el Indio Pedro Arispe y el Hachero escuchando la narración, relato, ensayo filosófico del back de Rampla. El Indio Pedro Arispe, compañero de zaga de Nasazzi, atesoró para siempre su concepto de patria y se lo transmitió a aquel magnífico Homero que fue Julio César Puppo, el Hachero, que nos lo legó para siempre: “Para mí, la patria era el lugar donde, por casualidad, nací... Era el lugar donde trabajaba y se me explotaba... ¿Para qué precisaba yo una patria? Pero fue allá, en París, en Colombes, en los Juegos Olímpicos de 1924, donde me di cuenta de cómo la quería, cómo la adoraba, con qué gusto hubiese dado la vida por ella. Fue cuando vi levantar la bandera en el mástil más alto. Despacito, como a impulsos fatigosos. Como si fueran nuestros mismos brazos, vencidos por el esfuerzo, agobiados por la dicha, quienes la levantaban. Despacito... Allá arriba se desplegó, violenta como un latigazo, y su sol nos pareció más amoroso que el de la tarde parisién. Era el sol nuestro... Abajo, las estrofas del Himno que llenan el silencio imponente de muchos miles de personas sobrecogidas por la emoción. ¡Entonces sentí lo que era patria!”.

Campeones del mundo, en la marmolería donde trabajaba Nasazzi, en el frigorífico donde faenaba Arispe, en el Mercado Agrícola donde se fajaba Perucho Petrone, en la Cervecería Uruguaya donde era repartidor de hielo el Vasco Cea, en la UTE donde trabajaba el Loco Romano, y en cada rincón de aquella incipiente nación.

La gesta se repitió cuatro años después en Ámsterdam, esta vez compitiendo mano a mano con los argentinos.

Casi me siento viajando hasta Río de Janeiro con José Leandro Andrade para alcanzar a la delegación que viajaba a Holanda y en la que él inicialmente no participaría. O en Velsenbek, Velsen, acompañando a Adhemar Canavessi, a la sazón zaguero de Peñarol, cuando decidió no ir a la finalísima para no traer mala suerte a sus compañeros y se quedó solo en aquel lugar situado en un parque de 80 hectáreas, a 45 minutos de Ámsterdam, donde René Tito Borja se la bajó al Mago Scarone al grito de “¡Tuya, Héctor!” para marcar el 2-1 y reverdecer los laureles olímpicos.