Miles de banderas. Miles de personas desafiando todos los obstáculos y hasta las más incomprensibles prohibiciones. No lleve tal cosa, no lleve tal otra, no lleve sus ideas…

A quién se le puede ocurrir que alguien quiera que le vaya mal a un colectivo que nos representa para resolver con más mal aún una injusticia, una ingratitud, una decisión cuanto menos no compartida, por no señalarla una y otra vez como equivocada.

¿Quién puede querer el mal de Diego Alonso, porque echaron de la peor manera a Tabárez, si Alonso nada tuvo que ver con esa situación y está tratando de desarrollar de la mejor manera su trabajo ya largamente iniciado por el Maestro, que en esta etapa eliminatoria aportó 16 de los 22 puntos con los que estamos peleando la clasificación a un cuarto mundial de manera consecutiva?

Lo que estuvo mal estuvo mal, pero ahora la selección está bajo la égida de Alonso y la mejor expectativa está en que le vaya lo mejor posible, y que además pueda seguir con todo lo bueno que gestó el Maestro en los últimos 16 años, que entre otras cosas permitió que Uruguay pusiera en la cancha en esta victoria a 15 de 16 futbolistas que pasaron por las selecciones juveniles en la era Tabárez.

Juega Uruguay, y lo que antes era una feliz rutina, sin que no nos diéramos cuenta, ahora por ausencia, advertimos la importancia, la necesidad y la felicidad que nos representa estar en una cancha, en un estadio.

En Uruguay precisamos el fútbol, cada día, por lo menos desde la enorme eclosión mundial de los olímpicos de 1924 en adelante. Lo precisamos para jugar, para ver, para hablar, para opinar, para iniciar y perseguir adhesiones, para conformar amistades y relaciones, para soñar, para crecer, para emular ese permanente camino a lo imposible. Lo precisamos para eso y mucho más.

El estadio de las emociones

La emoción no es mensurable, no se puede medir, pero sí se siente. Desde aquel lejano 18 de julio de 1930 el estadio Centenario es el contenedor de las emociones de los uruguayos, que justamente cimentados como sociedad por la épica construida por sus hidalgos futbolistas fue conjuntando aquella sociedad aluvional de criollos, tanos, gallegos, eslavos, rusos, armenios, y lo que fueran, en torno a la celeste, fue dotando de espiritualidad a la uruguayez.

Las emociones no se miden, pero hay un aura potente que rodea al Centenario y sus alrededores, que perfuma de ilusión y expectativa un nuevo encuentro en el viejo templo pagano, en el lugar de todos los rituales, los individuales de nuestros inicios, con los ojos desorbitados de la mano de los mayores viendo aquella enormidad que imponía. También los ritos colectivos, ya asumida la adhesión, y el compromiso a esa representación de Uruguay que son unos cuantos hombres y muchachos que procuran articular sus destrezas, sus ganas y su responsabilidad unidos alrededor de una camiseta que representa no sólo a un país, sino, mucho más importante, a la sociedad, al imaginario popular de una nación.

Fluye solo el estadio, el magnetismo, la gente, la Celeste. Tantos días después la selección ha vuelto a casa, su casa, nuestra casa, el templo pagano que identifica a una nación, la Celeste y el centenario.

Maridaje

En el viejo templo del fútbol mundial se han decidido desde 1930 en adelante la mayor cantidad de títulos mundiales y continentales de clubes, y, claro está, el mito se agiganta si sumamos torneos de selecciones, pero mucho más si conjuntamos el lugar, nuestro lugar con la celeste.

La demostración es tan fácil que no se precisan ni las cifras del Instituto Nacional de Estadísticas: de los tres millones que hemos convivido con la celeste, todos hemos empezado nuestra relación ahí, en ese lugar cuyas habitaciones se llaman Ámsterdam, Olímpica, Colombes y América, y allí atesoramos las más grandes satisfacciones y espantosas frustraciones. Allí está el arquitecto Juan Antonio Scasso, por ese entonces, a finales de 1929, director de Paseos Públicos de la Intendencia Municipal de Montevideo, director y proyectista del Field Oficial, donde estaría en disputa la primera Copa del Mundo, y los primeros ganadores de la copa del mundo, cuando aún la Jules Rimet no había llegado, los obreros y constructores del estadio Centenario, que en menos de nueve meses lograron terminar esa maravilla impensada y posible en aquel Montevideo de 400.000 habitantes y crisol de nacionalidades, vanguardias, y trabajo, con 1800 obreros trabajando en tres turnos durante las 24 horas, cuando, un alemán, un eslavo, un español, un italiano, o un ruso cargaba tres carretilladas, y los uruguayos llevaban con frenesí y empeño el doble.

Ahí está, nuestra vuelta a casa después de un inaudito, inesperado y lamentable sitio a la gente, a los estadios, por la devastadora, en todo sentido, covid 19.

Es la vuelta de nosotros, las multitudes, los habitantes naturales del Centenario y la celeste, después de cuatro años y 104 días sin que esa combinación perfecta -nosotros, la celeste y el Centenario- jugase por los puntos en casa. Había sucedido el 10 de octubre del 2017 en el triunfo ante Bolivia 4-2 en el último partido de la eliminatoria para 2018. Demasiado, por favor, demasiado.

Cualquiera de nosotros se daba cuenta reviviendo la llegada, la caminata, palmando el viejo cemento sobre nuestras asentaderas, entre miles de banderas y camisetas.

Nosotros sabemos lo que son tantos meses sin ese embriagador perfume del césped con toques de viejo cemento, sin estrangular nerviosamente con las manos el alambrado, sin despatarrarnos mientras le preguntamos al de al lado quién es ese, o si fue offside.

No sabíamos, aunque lo sospechábamos, que la gente que se agrupa de a 11, que viste de celeste, y que nos representa como pocas cosas puedan representar a Uruguay, también nos necesitaba para poder ser lo que son: parte de nuestros sueños en la construcción colectiva de nuestro imaginario popular, y que se decodifica en un coro que vuela coreando “Soy celeste”.

Vamo arriba Uruguay.