Alcoholes, publicado en 1913, convirtió a Apollinaire en una figura clave de la vanguardia poética francesa. Que más de cien años después se sigan conociendo nuevas versiones al español, habla de su vigencia, o por lo menos del interés que sigue despertando su gesto de escribir una poesía nueva, que canta la ebullición de la vida en medio de la atmósfera de guerra, que descubre lo diverso que pasa en la ciudad, lo culto y lo popular, lo elegante y lo vulgar, el amor y el desamor. Ese gesto era una audacia: una manera de integrarse al arte de su tiempo, él que era un inmigrante de orígenes oscuros.

Había nacido en 1880 en Roma, hijo natural de una polaca ludópata y aventurera, Angélika Kostrowitzki, y probablemente de un noble italiano llamado Francesco Flugi de Aspermont. Había llegado a París en 1899 y, como muchos emigrados, tuvo dificultades para conseguir trabajo; vivió en pensiones, fue preceptor en casa de una viuda noble y escribió novelas eróticas para ganarse la vida. Y afrancesó su nombre original: Wilhem Apolinari de Kostrowitzki por Guillaume Apollinaire.

Escribió obras de teatro como Las mamas de Tiresias, que provocó más de un escándalo, publicó sus primeros poemas y ensayos, y se convirtió en un abanderado del arte de vanguardia. Pero su obra generó reacciones adversas: lo llamaron “meteco” y hasta hubo reclamos de que fuera expulsado del país. Tal vez por la misma razón, para sentirse francés, se alistó en el ejército cuando estalló la guerra, aunque no tenía obligación de hacerlo. Herido en la cabeza, murió poco después, en 1918, enfermo de gripe española, la pandemia del momento.

Tenía 38 años en el momento de su muerte y había vivido con intensidad. Sin duda, el encuentro con Pablo Picasso fue decisivo; a través de él se entusiasmó con la propuesta del cubismo, que fue el origen de su “simultaneísmo”, ese término con el que definió su manera de poner el cubismo en movimiento. Si los cubistas buscaron dar de forma simultánea los aspectos de un objeto, en la poesía de Apollinaire se yuxtaponen elementos diversos, de tiempo y de lugar, sin transiciones, como un modo de imitar el flujo de conciencia. Y suprimió por primera vez los signos de puntuación, considerando que con el ritmo y la cesura de los versos era suficiente.

Aunque inventó el término “surrealismo” y de él lo tomó André Breton, Apollinaire no era sólo un entusiasta de la moda, también se sintió parte de una tradición: en él hay ecos de François Villon, de Gérard de Nerval, de François Rabelais, y también de Lautréamont y de Arthur Rimbaud. Admiró lo que había en el movimiento vanguardista de subversión moral y de aventura, pero supo preservar una voz que suena auténtica.

Fue traducido muchas veces al español. Entre otros, lo hicieron varios poetas mexicanos o vinculados con México, donde su influjo se hizo sentir de manera especial: los emigrados catalanes Agustí Bartra y Ramón Xirau; Octavio Paz y la uruguayo-mexicana Ulalume González de León. El traductor de esta edición, el uruguayo Juan Carlos Mondragón (1951), hace casi 40 años que vive en París. Narrador y ensayista, con publicaciones y premios en Uruguay y en Francia, fue profesor en la Universidad de Grenoble y en la de Lille. La idea de traducir Alcools (la tapa conserva la denominación francesa) surgió a partir de un trabajo sobre el poema “Zona” que se volvió arborescente, por lo que se planteó el desafío de traducir el libro original en un lenguaje cercano a la sensibilidad rioplatense. La hermosa edición de Yaugurú es doblemente artesanal, como dice Mondragón, por su traducción y por el arte de Gustavo Wojciechowski, el poeta responsable de la editorial.

Alcools, de Guillaume Apollinaire. Traducción de Juan Carlos Mondragón. Yaugurú, Montevideo, 2022. 134 páginas, 500 pesos.