El mundo musulmán suele ser abordado desde el análisis geopolítico, pero suele ocultarse el fermento cultural que opera en sus países. Sin embargo, esa dinámica define ideas y comportamientos. Así, la extensión del uso del velo en Medio Oriente y el Magreb se llevó a cabo sin que mediara decisión política alguna –salvo en Irán y Arabia Saudita–, por la sola presión social.

A lo largo de los dos últimos siglos, los ulemas siempre han desconfiado de las formas modernas de expresión cultural, temerosos de que estas novedades permitieran a la gente servirse de modos no sujetos a la religión para encarar su vida y el mundo. Pero por más que protestaran, la mayoría de las prácticas artísticas y culturales seguían siendo aceptadas. Es cierto que algunas manifestaciones (como, por ejemplo, la pintura moderna) llevaban la marca de Occidente y no interesaban más que a los burgueses occidentalizados (efendis).

Esta prudente tolerancia daba cuenta de un marco de pensamiento teológico (kalam) en el cual la religión no se limita a la ley religiosa (sharia), sino que alberga, además, cierto pluralismo. Prácticas literarias y artísticas más o menos profanas (poesía, caligrafía, artes plásticas, música) se consideraban compatibles con la religión, incluso cuando chocaban contra las convenciones. Obras de una formidable diversidad y una creatividad a menudo audaz forman parte integral de nuestra historia.

La grandeza del Islam residía precisamente en su aptitud para absorber una miríada de influencias culturales. El mundo musulmán protegía, estudiaba y desarrollaba las grandes tradiciones de la literatura y la filosofía clásicas. En lugar de quemar los libros, se construían bibliotecas para preservarlos. Durante mucho tiempo fue un santuario para los documentos fundadores de lo que más tarde se llamaría Occidente. El mundo musulmán había comprendido que esa herencia constituía el patrimonio intelectual de toda la humanidad.

Norma estricta y hegemónica

Con la emergencia de los movimientos fundamentalistas, nació una nueva norma. A menudo se la denomina “salafista”, en referencia a la visión estrecha de la ortodoxia religiosa sobre la cual se apoya. El hecho de que se trate de una ideología implícita –pues raramente está prescrita por la ley o la administración– no le quita ni un ápice de poder; más bien todo lo contrario. Esta norma extrae su autoridad, no de un poder político, sino del lugar central que hoy ocupa la versión rigorista del islam en la identidad árabe: encarna la resistencia a la occidentalización y al neocolonialismo [NdR: Aunque Irán no es considerado un país árabe, participa en varios de los puntos centrales de la cultura musulmana mencionados en el artículo].

Hace algunas décadas, esa forma de religiosidad se enfrentaba a un nacionalismo árabe triunfante. Hoy en día, hasta las voces “seculares” moderadas dudan en cuestionarla abiertamente: encerradas en la trampa identitaria, temen pasar por enemigas de la autenticidad árabe a ojos del régimen, de los conservadores e incluso de las poblaciones.

Un ejemplo llamativo es el de un grupo de jóvenes marroquíes que, en el verano boreal de 2009, quiso romper el ayuno de Ramadán haciendo un picnic en una plaza pública. Además de la previsible indignación de los religiosos, la iniciativa desató la ira de la Unión Socialista de Fuerzas Populares (USFP), la principal formación socialdemócrata del país, que reclamó sanciones para los iconoclastas del ayuno. Esta “religiosidad” de centroizquierda se expresó en un lenguaje propio del nacionalismo: el picnic fue considerado insultante para la cultura marroquí y peligroso para el consenso identitario. Por ello las autoridades decidieron demandar a los jóvenes por “perturbar el orden público”, un motivo que se invocaba muy rara vez; la ley secular sirvió, en este caso, de excusa para un llamado al orden religioso. La clase política unánime no podía admitir la menor torcedura de los preceptos coránicos.

Así, el espacio público se va enmarcando progresivamente en una norma cultural rígida, compuesta por obligaciones y prohibiciones surgidas de una lectura estricta de los textos religiosos. Convertida en un elemento central de la ideología dominante, la religión tiende a reducirse a su versión salafista y a instaurar una lógica según la cual la cultura hasta entonces profana pasa a ser infiel. La concepción abierta de un Islam asociado a la cultura fue sustituida por una interpretación obtusa de la sharia que proscribe la cultura. Los puntos de contacto entre la esfera sagrada de la religión y el espacio profano de la cultura han sido obstruidos.

No obstante, esta dinámica de “salafización” no impide a la población disfrutar de una profusión de productos culturales difundidos a través de la televisión, el video, internet o la literatura popular. Es demasiado tentador circunscribir esa efervescencia a Occidente y a la globalización, y, por lo tanto, desacreditarla por “extranjera”. Pero sería ignorar la ingeniosidad con la cual los árabes se apropiaron de toda la gama de producción cultural contemporánea.

En cuanto a las élites, se asiste a un entusiasmo creciente por el arte moderno, promovido por un sistema de mecenazgo al que contribuyen fundaciones occidentales, organizaciones no gubernamentales (ONG) y las monarquías del Golfo. Por su parte, el pueblo no escapa al flujo de las multinacionales del entretenimiento y de los medios de comunicación. A la propagación de los estándares estadounidenses se suma la difusión masiva de productos culturales locales –ya se trate de los canales de noticias Al-Jazeera y Al-Arabiya, de series de televisión o de literatura popular, en particular, manuales de autoayuda o vida amorosa–, así como una explosión de creatividad musical y artística, que se hizo posible gracias a internet y fue seguida con entusiasmo por las juventudes árabes. Semejante mezcla se ve inevitablemente acompañada por una versión comercial y “festivalera” de la cultura árabe moderna, un fenómeno que no es propio del mundo árabe –lejos de ello– y cuya envergadura debe mucho a los empresarios, promotores e intermediarios locales.

La mayoría de estas prácticas culturales están desprovistas de contenido religioso. Saturadas de influencias globalizadas –y no solamente europeas y estadounidenses sino también indias, latinoamericanas, etcétera–, presentan un carácter secular a pleno. A pesar del auge del islam político, los intentos que apuntan a islamizar el arte y la cultura siguen siendo relativamente infructuosos. No obstante, sometidos a las exigencias contradictorias de una cultura globalizada y de la norma religiosa, artistas y productores aluden enseguida a su calidad de “musulmanes”, aun cuando sus obras no tienen nada que ver con la religión y a veces hasta contribuyen a la secularización de las sociedades. Valiéndose de esta pertenencia, afirman una identidad, no una práctica religiosa.

Una forma de esquizofrenia impregna la región: en privado, o en espacios semipúblicos segmentados con prudencia, se consume una cultura profana; en público, se demuestra una preocupación por exhibir su identidad musulmana, evitando, por ejemplo, ir al cine, yendo a la mezquita o usando una barba o un velo. Ambas esferas de la vida cultural evolucionan en paralelo, pero la norma religiosa sigue siendo hegemónica en el espacio público.

Pecados secretos

Sería un error explicar este fenómeno mediante la división social entre las élites y las franjas populares. Es cierto que, durante el siglo pasado, la burguesía occidentalizada podía gozar de todo el espectro de la cultura profana, mientras que la gente del pueblo permanecía limitada a una cultura tradicional dominada por el Islam. Este corte no desapareció, pero, desde hace unos 30 años, los progresos en educación y alfabetización, conjugados con el crecimiento exponencial de los medios de comunicación –con la televisión e internet, en primer lugar– cambiaron las reglas del juego. La frecuentación de otras lenguas y culturas ya no es solamente un privilegio de ricos.

Surgió una gama cada vez más variada de prácticas culturales. Los jóvenes leen novelas, ven películas, acceden a documentos, escuchan música, consultan blogs, a menudo en lenguas distintas del árabe. No sólo consumen productos, dominan –y a veces ponen en circulación ellos mismos– prácticas culturales que en lo intrínseco están marcadas por las influencias del Este, del Norte, del Sur y también, por supuesto, del Oeste.

La diversificación de la cultura de masas no generará de forma mecánica un proceso de secularización y de democratización. En efecto, el mismo individuo leerá hoy una novela de amor y mañana un tratado religioso, almorzará frente a Iqraa TV, el canal satelital dedicado al Islam, y terminará su cena frente a un videoclip de Rotana, “la MTV árabe”.1

De hecho, los salafistas se adaptaron perfectamente a estas nuevas herramientas, como internet. Saben explotarlas según sus necesidades. A ojos de los religiosos, el consumo de bienes culturales profanos debe seguir siendo un “pecado secreto”; para los regímenes, debe limitarse a la diversión y no tener consecuencias sociales ni políticas. Y todos deben respetar la norma salafista, aun cuando se alejen un poco de ella en la esfera privada. De modo paradójico, la transgresión cotidiana y personal de los preceptos coránicos en el marco del “ocio” doméstico sólo acrecienta el dominio de lo religioso: la transgresión es privada, la norma salafista es pública. La combinación de ambos desemboca en una forma de poder ideológico soft [blando], que, en todos los aspectos, es más eficaz que una censura burocrática.

Esta esquizofrenia no perdona a la lengua, clave de la cultura. Históricamente, los ulemas siempre celebraron la letra escrita como la expresión más elevada del espíritu humano. Pero la literatura arabófona ocupa un lugar muy marginal; un intelectual árabe no escribe en la lengua oral de su pueblo. Nacionalistas y fundamentalistas convergen en un punto: sólo admiten el árabe clásico, el del Corán (fosha), como medio de expresión cultural. Para unos, el fosha consolida la nación árabe; para otros, representa el rasgo común del mundo musulmán (la umma). Esta concepción, por supuesto, no considera las diferencias profundas entre el árabe clásico, que rara vez es hablado por fuera de las escuelas coránicas, y el de la calle, o incluso el árabe “estándar” vigente en los medios, los discursos públicos y las ficciones populares.2 Para los escritores, la tarea se revela tanto más difícil cuanto que la novela constituye un género sospechoso, en la medida en que explora las cuestiones existenciales de una manera dos veces transgresora: liberándose de la religión y llevando la lengua árabe más allá de los límites de la fosha. Esta ruptura impide la eclosión de una expresión popular.

La misma dificultad aparece en el ámbito jurídico. Cada Estado determina su propia versión de la legalidad y de la “islamicidad”, a menudo incorporando en su legislación principios de derecho modernos, pero, al mismo tiempo, reconociendo a la sharia como fuente última. Esta ambivalencia, hasta hoy, limita las posibilidades políticas. También en ese punto, sin embargo, la imposición de la regla religiosa no determina necesariamente la práctica real de los tribunales o de la administración.

Autonomía y democratización

Al aceptar la salafización de las normas sociales en materia de costumbres y de comportamiento (presiones a favor del uso del velo, clausura de cines, etcétera), el Estado árabe moderno consolida su política de alianza tácita con los ulemas, guardianes oficiales del Islam, que se muestran más preocupados por obtener los favores del régimen que por reformarlo. El Estado puede agenciarse corrientes islamistas “moderadas”, cuyo programa consiste, sobre todo, en movilizar a ideólogos religiosos –y no a la policía– para que reine la piedad en el seno de las comunidades. Su campo de acción se limita entonces a prohibir las disposiciones más extremas de la sharia (como, por ejemplo, la lapidación de mujeres y hombres adúlteros). Esto le permite erigirse como un reparo contra una islamización completa frente a los moderados y los observadores occidentales, convalidando, a la vez, la primacía del salafismo como norma social.

Al mismo tiempo, los intelectuales apegados a las reformas democráticas buscan obtener protección de parte del Estado contra los ulemas o los fundamentalistas. En cambio, a veces consienten en apoyar a sus dirigentes. Para ellos, un gobierno, por más autoritario que sea, constituye un mal menor frente al islamismo, pues salvaguarda algunos espacios de autonomía cultural y mantiene la vaga esperanza de una liberalización futura. Así fue cómo, a lo largo de los años 1990, intelectuales laicos apoyaron al Estado argelino en su lucha contra los islamistas. En Egipto, el escritor Sayyid Al-Qemmi gozó de la protección del Estado luego de ser condenado por una fatwa. Fue incluso condecorado en junio de 2009.

Aunque ninguno de los protagonistas del caso esté dispuesto a admitirlo, el Estado a veces alcanza acuerdos con formaciones islamistas consideradas menos amenazantes que, por ejemplo, los Hermanos Musulmanes. Incluso puede llegar a garantizarles una minoría estable en el Parlamento, en calidad de oposición tolerada. Un arreglo de este tipo le permite reprimir, a la vez, a los yihadistas y a los islamistas que quieren subvertir el sistema político interno.

El precario equilibrio que reina entre los diferentes actores sociales le deja al poder las manos libres para continuar con su política de represión, que sigue siendo brutal pero que ahora tiene un blanco más afinado, favoreciendo, al mismo tiempo, la imposición de la norma salafista.

Entre los intelectuales, esta situación frustrante puede conllevar diferentes formas de capitulación política. Por un lado, se asiste a una “fuga de cerebros”, real o virtual. Muchos artistas y escritores viven en el extranjero o se dedican a un público alejado de su país. Se presentan como “árabes” y “musulmanes” más que como egipcios o tunecinos; invocan una identidad cuyos elementos fundadores son cercanos a los del salafismo; escriben en fosha y consideran que “árabe” es sinónimo de “musulmán”. Miembros de una diáspora geográfica o ideológica, pierden el contacto con su país y su pueblo, y prefieren la apelación genérica de “árabes”. Pero los gobernantes no tienen nada que temer mientras sus intelectuales abracen causas consensuales como Palestina o Irak en lugar de comprometerse en el terreno de la vida política nacional.

Los intelectuales pierden el interés en los conflictos sociales de sus países con más facilidad, se diluyen en la unidad abstracta de la comunidad internacional con más frecuencia en la medida en que las economías locales constituyen una base de apoyo muy modesta para los artistas y los escritores. La ausencia de una política nacional de apoyo a la creación alimenta el individualismo y la despolitización de los productores culturales, que van a buscar público y fuentes de ingresos al extranjero. Muchos mecenas prefieren un ámbito cultural “aséptico” para reformar la sociedad. Tal es el caso de la fundación Ford, la fundación Soros o los filántropos de las monarquías petroleras. Así, galerías de arte y lujosas vidrieras del Golfo exponen una retahíla de productos que teóricamente representan la identidad árabe-musulmana pero que, debido a su patrocinio occidental, están desconectadas de la sociedad.

En el ámbito de la novela, varias distinciones compiten para promover los “mejores” productos de la cultura árabe: el premio Emirates Foundation International de novela, el premio literario de Blue Metropolis Al-Majid Ibn Daher (Líbano), el premio internacional a la ficción árabe, con la Broker Foundation (Londres).

Que artistas de nuestras regiones participen plenamente en el juego cultural planetario no tiene nada de malo (incluso puede representar un progreso). Sin embargo, al ser valorado en la escena mundial, el artista “árabe” se arriesga a recortarse del pueblo de su país. Y así perder cualquier papel emancipador.

Sin duda, internet abrió nuevos espacios para la producción y el consumo de bienes culturales. Pero, aun cuando la red puede hacer más eficaz un movimiento contestatario ya existente, en sí misma no produce conciencia política. Puede servir de herramienta para amplificar una movilización, como se vio en Egipto [o en Irán], pero no puede reemplazar el paciente trabajo de campo que requiere la organización de una lucha.3

Mientras tanto, los yihadistas se han convertido en internautas temiblemente inventivos, y no dudan en recurrir al humor o al canto (nashid). Sus convicciones religiosas se apropian de las innovaciones tecnológicas, quizá debido a la distinción que hacen entre la figura del (venerable) “pensador” (mufakir) y la del (deshonrado) intelectual (muthakkaf).

Por otra parte, internet contribuye al aislamiento y a la segmentación. Sus usuarios suelen formar pequeños grupos discretos que se comunican de forma exclusiva –y a menudo anónima– a través de sus pantallas, incomunicados y en rotación continua. El anonimato permite a los descontentos exhibir su radicalidad ahorrándose, al mismo tiempo, cualquier confrontación abierta con el enemigo y las consecuencias que derivan de ella. En internet es posible burlarse del poder y huir del mundo real.

Abjurando del papel que asumían (y que, a veces, siguen asumiendo en países musulmanes como Irán o Turquía), los artistas y los intelectuales ya no son la punta de lanza de un movimiento social, político y cultural. En la mayoría de los países parecen, en cambio, una facción de cortesanos que han anidado en el regazo del Estado o de algún padrino con fortuna y poder. Encarnada en otros tiempos por el escritor egipcio Sonallah Ibrahim o el grupo musical marroquí Nass El Ghiwan, la figura del artista contestatario se ha borrado. En Egipto, por ejemplo, el pintor vanguardista Farouk Hosni fue ministro de Cultura hasta 2011. En Siria, la traductora de Jean Genet, Hanan Kessab Hassan, fue nombrada en 2008 curadora general de “Damasco, capital árabe de la cultura”, un programa de la Unesco. Por más interesantes que sean sus ideas sobre la cultura o la sociedad, artistas como Wael Chawki (que expuso en la bienal de Alejandría) o Hala El Koussi (galardonado con el premio Abraaj Capital Art, otorgado en Dubai) se han sabido mantener alejados de cualquier compromiso político.

La modernización de los movimientos culturales del mundo árabe podría, sin embargo, resultar fecunda. Los artistas implicados gozan de un capital simbólico, de un prestigio que pueden usar para intentar impulsar cambios en sus países respectivos. Como depender del régimen no es una solución posible, la exploración de nuevos espacios de autonomía y experimentación podría permitir que resurgiera la oposición a los poderes autocráticos que gobiernan la mayor parte del mundo árabe.

Una cosa es segura: para que el trabajo artístico e intelectual favorezca la democratización política y social, es importante rechazar la norma salafista en su propio ámbito y proponer una alternativa creíble. Lejos de adoptar un modelo prefabricado, es importante bucear en una tradición árabe y musulmana que durante siglos multiplicó los espacios de autonomía cultural. Esta nueva norma pública, adaptada al mundo y a nuestras propias tradiciones, es uno de los pilares de cualquier proyecto auténtico de democratización. No podría construirse sobre la negación del desafío salafista. Ni tampoco cediendo a sus condiciones.

Hicham Ben Abdallah El Alaoui, investigador en la Universidad de Harvard (Estados Unidos), autor de Journal d’un prince banni. Demain, le Maroc, Grasset, París, 2014. La versión original de este artículo se publicó en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, agosto de 2010. Traducción: Mariana Saúl.


  1. Lanzado por el príncipe saudí Al-Walid ben Talal. Veáse Yves Gonzalez-Quijano, “Le clip vidéo, fenêtre sur la modernité arabe”, en “Culture, mauvais genres”, Manière de voir, N° 111, París, junio-julio de 2010. 

  2. Sobre este tema, véase Edward W Said, “Árabe clásico, moderno y dialectal”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, agosto de 2004. 

  3. Como quedó demostrado en Egipto con la “rebelión Facebook” contra el presidente Mubarak en la primavera boreal de 2008.