Criaturas débiles y oprimidas que desaparecen bajo un chador o un burka: esa es la eterna representación de las mujeres árabes en el imaginario occidental. En esta conferencia, la escritora palestina Sahar Khalifeh revisa los años del nacionalismo árabe, de liberación femenina, y cómo la opresión hacia las mujeres por parte del fundamentalismo islámico estuvo ligada al apoyo que esos regímenes recibieron de Occidente.
Es bien sabido que, en la cultura árabe, como en muchas otras, la mujer encarna el sexo débil, el otro sexo, el sexo desigual, el sexo que no hereda nada, ni siquiera su apellido, el sexo que puede aportar descendencia o deshonor. Mi nacimiento, para mi familia, significó una decepción que llegó hasta las lágrimas, pues todo el mundo esperaba un varón. Para mayor desgracia, yo era la quinta hija de la familia, o sea, el quinto desengaño y, para mi madre, la quinta derrota. Al lado de la esposa de mi tío, que había dado a luz a diez inestimables varones de modo triunfal, mi madre pasaba por mujer maldita. En vano era más bonita, más inteligente y más digna que mi tía (y que las otras mujeres de la familia); todos la consideraban la menos fecunda, la que no podía dar buenos frutos.
Yo heredé sus prejuicios y sus teorías. Desde la infancia no dejo de escuchar cómo se califica a las niñas –de la familia, del barrio y del mundo entero– como seres impotentes, sin defensa, condenadas por la naturaleza a seguir siendo irremediablemente débiles.
No obstante, hace algunos meses, mi hermana menor descubrió que yo era el único miembro de la gran familia Khalifeh que figuraba en la Enciclopedia Palestina. Con un suspiro de alivio subrayó: “La enciclopedia no menciona ni a mi padre, ni a mi hermano, ni a mi tío y sus diez hijos milagrosos, ni a ningún otro hombre de la familia¸ ¡sólo estás tú!”.
En mi condición de mujer árabe pasé por diferentes fases. Recibí algunas influencias que me transformaron y contribuí en parte a la evolución de la sociedad. Hasta las familias árabes más conservadoras envían ahora a sus hijas a la escuela. Estas mujeres, ya formadas, se convierten en docentes, médicas, ingenieras, farmacéuticas, escritoras, periodistas, músicas o artistas. Muchas parecen ahora indispensables, más fuertes, más creativas y más importantes que los hombres.
Los años de efervescencia
Sin embargo, los medios occidentales nos representan como horribles criaturas envueltas en sus chadores, ataviadas con máscaras de cuero, como las cautivas de un harén disimuladas detrás de sus velos. Yo me pregunto por qué nos ven así, fijadas en una realidad unívoca e inmutable. ¿Creen verdaderamente que nosotras hemos sido creadas de manera diferente al resto del género femenino, incapaces de cambiar?
En la escuela yo tenía un maestro que hablaba siempre de “cambio”, alterando el tono y el sentido de la palabra según los aspectos de la realidad árabe que abordaba; la redistribución de las riquezas, el estatus de las mujeres o los regímenes políticos obsoletos. Todo mi entorno lo respetaba y lo admiraba; los más jóvenes querían parecerse a él y los menos jóvenes se prestaron a esconderlo cuando fue perseguido por la policía.
Este maestro maravilloso no era el único en hablar de cambio y de justicia. La mayoría de las personas instruidas creían en estas ideas y las defendían. Al igual que él, miles de hombres inteligentes eran buscados por la policía o se pudrían en las cárceles de regímenes sostenidos y subvencionados por las potencias inglesa, francesa y, más tarde, estadounidense.
El nacionalismo árabe tuvo su época de oro durante los años 1950 y 1960. Las calles en efervescencia desbordaban de esperanza de transformación. Nosotros adoptamos una actitud rebelde y crítica hacia nuestros sistemas sociopolíticos tradicionales. En nuestra literatura, nuestro teatro, nuestros cantos, nuestra música, y hasta en las expresiones que empleábamos en la vida corriente, se encontraban los ideales de liberación y de justicia social. La literatura del mundo entero teñía nuestra cultura. Nuestras librerías y nuestras calles explotaban de libros que llamaban a la liberación, a la revolución y al cambio: literatura existencialista, socialista, negra...
Este impulso conmovía a todos, incluidos los campesinos iletrados y las mujeres, que comenzaron a salir sin velo. Decenas de miles entre ellas hicieron estudios universitarios; algunas se comprometieron en partidos políticos. No sólo ya no llevaban velo, sino que se vestían con remera o con minifalda. Por más increíble que esto pueda parecer, hemos bailado rock y twist, a pesar de nuestro odio por los occidentales. Queríamos vivir como ellos, sin que nos dominaran.
La derrota
Esta atmósfera idílica se disipó cuando Israel, sostenido por Occidente, logró vencer al dirigente egipcio Gamal Abdel Nasser en 1967. Esta derrota significó también la de nuestro movimiento nacional y nuestras convicciones socialistas; una ocasión que los estadounidenses y sus aliados regionales no dejaron pasar. A fuerza de millones de dólares, aportaron un apoyo masivo a los islámicos con el fin de sofocar el nacionalismo progresista. Los Hermanos Musulmanes, que hasta entonces resultaban indiferentes al pueblo, aumentaron su poder. La situación de nuestra región en los años 1970 y 1980 se parecía mucho a la de Afganistán cuando los estadounidenses ayudaron a los islamistas y, en particular, a Osama Bin Laden, para enfrentar a los comunistas.
Las instituciones y los medios occidentales, sea la prensa escrita o la televisión, el cine o las universidades, presentan a la mujer árabe como una criatura velada de la cabeza a los pies, en la que ni siquiera se distinguen sus ojos. La suponen incapaz de respirar o de pensar bajo su chador negro, sombra movediza que deambula en el vacío como una bruja o un fantasma espantoso.
La vestimenta de la criatura que las mujeres como yo encarnan a sus ojos se llama “atuendo islámico”. Sin embargo, estoy convencida de que no es ni islámico ni árabe, y que es una creación de Occidente y una manifestación perturbadora de su imperialismo.
Mi madre llevaba sobre su cabeza un retazo de gasa transparente de color negro que cubría parcialmente su cara y sus cabellos, dejándola ver y respirar al mismo tiempo. El resto de su atuendo consistía en una pollera o un vestido simple que le llegaba a las rodillas, con un saco corto que subrayaba su pecho y su talle. Nada que ver con eso que se considera como un “atuendo islámico”, que transforma el cuerpo femenino en una bolsa informe, en una masa oscura, en columna de humo.
A comienzos de los años 1950, mi madre se unió al movimiento sufur (develamiento) junto a muchas otras mujeres de su generación. Algunas, como ella, provenían de las clases medias de las grandes ciudades árabes. Otras de medios menos privilegiados y de ciudades más pequeñas. Basta con mirar los registros de los conciertos de la cantante egipcia Oum Kalthoum o de otras artistas del mismo período para constatar que, en esa época, ninguna mujer en el público lleva esa vestimenta.
La desastrosa ocupación de Palestina por Israel en 1948 provocó una degradación de la situación económica, que tuvo un impacto directo sobre las mujeres. Miles de familias que perdieron su tierra, su casa, y cuyos hombres fueron muertos en combate, tuvieron que alejar a las mujeres de la esfera doméstica para enviarlas a trabajar o a estudiar.
Se empezó a ver entonces a miles de jóvenes palestinas instruidas viajar sin hijab (pañuelo que cubre la cabeza), vivir solas sin estar casadas y conservar, a pesar de ello, la estima de sus parientes y de la sociedad: ellas eran quienes sostenían a las familias con pocos recursos. Describí su situación en mi novela L’Héritage (1997). Con el tiempo, fue admitido, y hasta bien visto, que ellas financiaran los estudios de sus hermanas menores en Egipto, en Siria o en Líbano, permitiéndoles así obtener títulos en medicina, en farmacia, en ingeniería, en derecho o en otras disciplinas. Jóvenes calificadas, valientes y abiertas al mundo lanzaron una ola de emancipación femenina y social, aunque nuestro conocimiento del pensamiento feminista se limitaba a los artículos publicados en diarios egipcios por un puñado de pioneras como Amina Al-Said, Suhair Al-Qalamawi y Durriya Shafik; escritos que no iban más allá de temas como la planificación familiar, el casamiento precoz o la poligamia.
Pero, justo después de nuestra derrota frente a Israel en 1967, regímenes árabes dictatoriales, hostiles al socialismo y sostenidos por Estados Unidos, se aliaron con grupos islámicos fundamentalistas a los que financiaron generosamente. Todos los que llevaban el famoso “atuendo islámico”, por ejemplo, recibían una asignación mensual: 15 dinares jordanos para un hombre y 10 para una mujer. Los hombres usaban una corta túnica (dishdasha o jellabiya), sandalias de cuero y lucían una larga barba sin recortar; las mujeres, un hijab grueso sobre la cabeza y una larga túnica que descendía hasta los dedos de los pies. A los beneficiarios de esta asignación se les ofrecía también un rosario, una soberbia edición del Corán y una hermosa alfombra para la oración.
Las organizaciones islámicas comenzaron centrándose en los jóvenes que ya se habían formado como conductores y que ejercían influencia sobre los otros. Querían llegar también a las mujeres del hogar. Después, su atención se focalizó en las mezquitas, las escuelas y las universidades. Todo esto no habría podido funcionar sin la ayuda –en especial, financiera– de los regímenes árabes que manifestaban su lealtad, incluso su sumisión, a Estados Unidos, alineándose con su estrategia, en la esperanza de que el islamismo pudiera acabar con los socialistas y los progresistas dentro de sus sociedades.
Sin embargo, los fundamentalistas no se contentaron con imponer sus vestimentas, sus asignaciones mensuales y sus lugares de encuentro. Con el fin de conquistar las mentes desde la escuela primaria y secundaria, se nombraron con prioridad en los puestos de docentes a islamistas, hombres y mujeres, dándoles por misión imprimir su ideología en la psique y el intelecto de los alumnos. Para completar su educación, a los adolescentes se les hizo seguir un entrenamiento para inculcarles la disciplina militar y las artes marciales en campos instalados en los desiertos árabes, en Afganistán y en Pakistán.
Ironía del destino, cuando Estados Unidos y sus aliados comprendieron la trampa que ellos mismos se habían tendido, el mal estaba hecho, y las organizaciones fundamentalistas proyectaban establecer un régimen islamista hostil en Occidente.
Doble amenaza
En la actualidad atravesamos una terrible crisis intelectual, social y política. Estamos amenazados de todas partes, sin saber cuál de las dos amenazas es más brutal. Por un lado, Occidente, del que ya hemos soportado los manejos, la explotación y la colonización; del otro, el islamismo, cuyas pretendidas innovaciones nos han llevado a la edad de la opresión y de los harenes. En otras palabras, tenemos que elegir entre un Occidente sinónimo de libertad, de laicismo y de ciencia –pero también de colonialismo–, y un Islam despiadado que llama a resistir a Occidente, pero que se opone no sólo a la ciencia y a la modernidad, sino a la emancipación femenina y social.
Y este caos general no se limita a nuestra región; alcanza también a Occidente. Así, el velo y el chador se han vuelto objetos de miedo y de aversión, a tal punto que algunos países han prohibido los atuendos islámicos y el uso del velo en las escuelas y los lugares públicos. Se nos achacan ahora prejuicios raciales que ponen arbitrariamente en la misma bolsa a árabes, musulmanes y cristianos.
Por mi parte, aclaro a los que comparten esta visión estrecha y egoísta que nosotros estamos más cerca de ellos de lo que imaginan. ¿No estamos cansados de escuchar que el planeta se ha convertido en una aldea? Llegamos en oleadas humanas a chocar en sus playas. Hagan lo que hagan para limitar la inmigración e intensificar los controles, encontraremos siempre la manera de llegar a ustedes, de superar los obstáculos que levantan contra nosotros y de imponerles nuestra presencia. Por otra parte, ya estamos allí. No pueden negarnos, pues estamos en todas partes a su alrededor. Ya formamos parte de ese mundo.
No tengo ninguna intención de provocar su enojo. Quiero simplemente defender mi causa de manera cruda y concreta. Deseo que un lector occidental pueda sentir lo que yo siento, temer lo que yo temo; quiero que tome conciencia del dolor que sus gobiernos colonialistas infligen a nuestros pueblos, del que me infligen a mí. Sus medios hacen de mí un estereotipo; me condenan y me falsifican. Cuando presentan a una mujer en burka como la encarnación de la mujer árabe, suponen que la escritora feminista que soy, lo mismo que las miles de otras mujeres instruidas y las miles de mujeres árabes modernas –musulmanas y cristianas– que viven en los países árabes, somos una cara oscura, una cabeza baja, un cuerpo informe, alguien incapaz de pensar y de expresarse. Pero se equivocan, pues la vista de una mujer en burka me llena de miedo y de horror. Temo que un día una mano salga de esta imagen y disponga que mi hija, mis nietas o yo misma, enfrentadas a un régimen árabe siniestro, seamos mantenidas en la ignorancia por las maniobras que apuntan a que sigamos siendo lo que somos desde hace mucho tiempo: un yacimiento de petróleo al servicio del mercado occidental.
Sahar Khalifeh, escritora palestina. Autora, entre otros, de Un printemps très chaud (Seuil, 2008). Este texto fue adaptado de una conferencia pronunciada en el Centro de Estudios Palestinos en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS) de la Universidad de Londres, el 5 de marzo de 2015. Traducción: Florencia Giménez Zapiola.