Desilusión y represión se unen para apartar a la mayoría de la población árabe de la política. Una parte ya no concibe su salvación más que en la emigración. Pero los que se quedan, no por quedarse permanecerán inmóviles. La amplitud de las crisis sociales y económicas que se vislumbra augura una nueva ola de descontentos populares.

Más de una década después de los levantamientos populares de 2011, las sociedades árabes viven un estado de apatía y de fatiga consecutivo a una ola incesante de presiones contrarrevolucionarias. Por un lado, las personas ordinarias llegaron a su límite: ya ninguna ideología digna de ese nombre irriga el cuerpo social, y aquellos que aún quisieran movilizarse chocan contra una implacable represión. Por el otro lado, las élites políticas están desgastadas al punto de ya no esforzarse por convencer a las masas de que un futuro mejor o más próspero los espera. En consecuencia, administran sus privilegios manteniendo el statu quo.

Mientras tanto, la actual inercia proviene de varios factores. El primero es la áspera desilusión suscitada por la democracia misma. Túnez es el caso más emblemático. Pionero en 2011 de las “primaveras árabes”, resistió durante largo tiempo la regresión democrática que sobrevino después. Si, con todo, el golpe de Estado institucional decidido el 25 de julio de 2021 por el presidente Kais Saied tuvo éxito, no es sólo porque las instituciones posrevolucionarias introducidas por la Constitución de 2014 se revelaron extraordinariamente frágiles, sino también porque la población se cansó de la corrupción endémica y de los juegos políticos. El autoritarismo cesarista de Saied se aprovechó del desencanto de los militantes por la democracia, prueba de que un sistema político fundado sobre el pluralismo y la inclusión puede sufrir una brutal regresión.

El reciente desarrollo de la situación política en Occidente también contribuyó al desencanto democrático en el mundo árabe. No fue solamente que las democracias occidentales hayan cambiado sus bellos principios por una cínica preferencia por la estabilidad a todo precio en el mundo árabe, sino que, a la vez, ellas mismas se encuentran debilitadas por el aumento de las tendencias autoritarias en su propio seno. Al punto de que algunos se muestran cada vez más dispuestos a despegarse de las reglas democráticas. En Rabat, Amán o El Cairo, muchos intelectuales y militantes árabes consideraban a Occidente, si no como un modelo a imitar, al menos como una viva demostración de que la lucha en favor de las elecciones libres, del pluralismo y de los derechos políticos podía llevar a formas de gobierno más benéficas para la población. Así, Occidente permitía imaginar en qué medida, y bajo qué condiciones, la democracia era capaz de desarrollarse. Era la vara con la cual se medían las posibilidades de progreso político en otras partes.

La agudización de los enfrentamientos políticos y del ejercicio del poder en Estados Unidos y en Europa pusieron fin a esa presunción. En efecto, dos estrategias simbolizaron este endurecimiento. Aquella, a menudo explotada por la extrema derecha, que consiste en representar a la sociedad como el lugar de una oposición fundamental entre dos bloques, una élite corrupta por un lado y un pueblo en peligro por el otro. Así, en su momento, los presidentes Viktor Orbán en Hungría o Donald Trump en Estados Unidos pusieron a su propia persona en el centro del juego político. En el caso húngaro, pero también en el polaco, a veces forzaron a las instituciones del Estado a plegarse a su voluntad, comenzando por la justicia y el parlamento. Al recurrir de buena gana a las sirenas del nacionalismo, del chovinismo y del racismo para exacerbar las frustraciones de la población, señalando chivos expiatorios ante la ira popular, crearon un clima de tensión y de antagonismo comparable al que el mundo árabe sostiene para garantizar su statu quo.

La otra estrategia desplegada por los dirigentes occidentales, en apariencia opuesta, se desarrolla en el discurso de una élite que pretende ser competente y que estaría sitiada por una parte de la población, cuyo impulso contestatario escondería, en realidad, tendencias antidemocráticas. Esto llevaría a justificar la represión contra los opositores, como la sufrida por el movimiento de los chalecos amarillos en Francia. Muchos regímenes árabes no dudan, aún hoy, en responder con esa misma brutalidad a los manifestantes para justificar su propia política respecto de sus adversarios.

Crisis de otro paradigma

El fracaso del islamismo constituye la segunda fuente de inercia política que hoy afecta al mundo árabe. Porque esta corriente, exitosa hace diez años, ya no ofrece una alternativa creíble a la coyuntura. Sus adeptos no encontraron su lugar en los movimientos sociales. Sea Ennahda en Túnez, los Hermanos Musulmanes en Egipto y en Jordania, o el Partido de la Justicia y del Desarrollo (PJD) en Marruecos, las principales agrupaciones del islamismo se parecen más, hoy en día, a gerontocracias que han perdido el contacto con la juventud. Entre ellas presentan diferencias: Ennahda, por ejemplo, ejerció responsabilidades importantes en el Túnez posrevolucionario, mientras que el PJD no disponía más que de un poder muy limitado cuando dirigió el gobierno marroquí (2011-2021). Pero muchos son los puntos clave en común. Su programa económico es de inspiración mucho más neoliberal que progresista y no aporta ninguna indicación precisa en cuanto al modelo de justicia social que reinaría en un Estado administrado según los preceptos del Islam. Además, al sufrir tropiezos, una vez llegados al poder, se rehúsan a cuestionarse y prefieren atribuir sus fracasos a las maniobras del “Estado profundo”, como en Egipto o en Marruecos. O se limitan al rol de partido domesticado semejante a todas las oposiciones legales que se hacen a un lado ante el régimen reinante.

Además, los islamistas perdieron el control de la situación en su mismísimo terreno predilecto: la religión. En su origen, el atractivo ejercido por el islamismo provenía de su promesa de instaurar una forma de gobierno más responsable y más justa, fundada sobre una práctica renovada de la fe. Esta visión actuaba como lazo entre devoción individual y moralidad en la esfera pública, en particular en las áreas de la familia, las mujeres y la sharia [ley islámica]. Sin embargo, durante el transcurso de la década pasada, la mayor parte de los regímenes árabes se apropiaron de los discursos religiosos que habían asegurado el éxito de sus oponentes islamistas. Al crear su propia marca de conservadurismo social destinado a las mujeres y a las familias, pusieron todos los esfuerzos en el terreno de la sharia. De ello resulta una “mojigatería del Estado” observable, entre otros lugares, en Argelia, que moviliza a la policía, la justicia y la administración para hacer respetar nuevas leyes que encorsetan los valores sociales y el comportamiento personal. La caza a los ciudadanos que eligen no respetar el ayuno del mes de ramadán o la creciente criminalización de las libertades sexuales son un ejemplo elocuente de ello, así como la represión de un renaciente feminismo. En estas áreas, Túnez sigue siendo un contraejemplo. Sin embargo, los progresos vislumbrados tras la revolución, en particular la igualdad de hombres y mujeres ante la herencia, hoy parecieran ser nuevamente cuestionados.

En resumen, los islamistas controlan menos que nunca el monopolio natural sobre el uso político de la religión. No obstante, esto no significa su fin, en la medida en que la fe conserva un lugar central en la identidad de muchos árabes musulmanes. Pero el rol de brújula que los grupos islamistas ejercían sobre los ciudadanos-creyentes ya no les está acordado de oficio.

Enredados en el control

El tercer factor que contribuye al desinterés político pauta que internet y las redes sociales dejaron de ser una reserva natural protegida para los jóvenes árabes que sueñan con escapar del control tentacular de sus dirigentes. Al inicio de los movimientos populares de 2011, no era raro escuchar a sociólogos occidentales calificar al ciberespacio de “tecnología de la liberación”, ya que parecía ofrecer plataformas y herramientas capaces de diseminar la información, de superar la censura contra las ideas “subversivas” y de avivar las protestas. Sin embargo, las batallas tecnológicas también funcionan por ciclos. Los gobiernos árabes, en efecto, no tardaron en reconquistar el terreno ocupado por sus oponentes y en implementar nuevos dispositivos de control sobre internet. Su técnica ya no consiste en cortar el acceso a los sitios en línea, sino más bien en ahogarlos con su presencia. El ecosistema de vigilancia creado por su trabajo comprende hackeo, censura, geolocalización, operaciones de policía, chantaje político e intervenciones judiciales. Así, el ciberespacio se convierte en un panóptico ultramoderno en donde las declaraciones y los perfiles de cada internauta son rastreables de inmediato por las autoridades. La crisis sanitaria engendrada por la epidemia de covid-19, con sus medidas de control social y de confinamiento, proveyó una excusa ideal para reforzar esta revancha del poder.

Este tampoco duda en enturbiar las aguas atacando a los internautas contestatarios con batallones de trolls o de “doubabs” (bugs) encargados de crear confusión, de multiplicar las noticias falsas y las teorías conspirativas que refuerzan el punto de vista de las autoridades (el adversario interno es presentado como un agente del extranjero). La palabra pública de los oponentes es sumergida bajo este diluvio de ataques y de desinformación, y los opositores se ven forzados a exiliarse hacia redes confidenciales. Una formidable combinación de censura y autocensura se instaura: el régimen castiga de manera directa a aquellos que lo critican, e inspira tal temor que disuade a quien sea de criticarlo.

Acciones fragmentadas

Cuarto motor del desencanto político: la sociedad civil misma se vuelve más permeable y fracturada. No es sólo que la mayoría de los regímenes acallaron a los sindicatos y a las asociaciones profesionales, sino que las organizaciones no gubernamentales (ONG) cayeron en la trampa que consistía en privilegiar los objetivos a corto plazo en detrimento de cambios más profundos. En particular las ONG occidentales e internacionales, que en su mayoría renunciaron a actuar en pos de reformas políticas y democráticas ambiciosas, prefiriendo fraccionar sus proyectos y sus demandas en pequeños paquetes negociables caso por caso. Los temas en los que intervienen son ciertamente importantes: leyes sobre la prensa, derechos de las mujeres, educación, ayuda a la creación de pequeñas empresas, etcétera. Sin embargo, al focalizar sus esfuerzos sobre algunos elementos de la vida social, estas ONG contribuyeron, de forma involuntaria, a disociar estas cuestiones de aquella más amplia de los derechos democráticos.

Asimismo, a pesar de que les guste aducir la “buena gobernanza” o el “Estado de derecho”, sus acciones dispersas en el terreno –la formación de abogados o el financiamiento de organizaciones jurídicas, por ejemplo– parecen estar desprovistas de efectos sobre las instituciones estatales a las que habría que transformar. La misma lógica se observa en el área de los derechos de las mujeres: las ONG y colectivos de la sociedad civil ciertamente promueven la igualdad de derechos, pero obvian las reformas democráticas necesarias para su concreta puesta en marcha.

Milicias de fragmentación

Por último, otro factor que contribuye al desinterés político es que ciertos Estados árabes delegaron una parte de sus prerrogativas a milicias que combaten sobre el terreno, como en el Líbano, en Irak, en Libia, en Yemen y en Siria. Estos grupos armados no-estatales, como el Hezbollah libanés o los Hachd al-Chaabi (unidades de movilización popular) iraquíes, proveen a sus clientes servicios a menudo preciados, como la seguridad o incluso la educación. Y para ellos, las organizaciones que componen la sociedad civil representan un adversario tan reprochable como los Estados centralizados.

En general, las milicias locales prevalecen tan pronto como se aseguran el auspicio de potencias extranjeras deseosas de explotar su accionar a su provecho. Los perdedores son los Estados y las sociedades. La democracia exige un sistema político centralizado capaz de organizar elecciones, de hacer respetar una Constitución y de garantizar la igualdad de los derechos. Por si fuera poco, obligar a una milicia a deponer las armas es difícil en extremo, teniendo en cuenta las alianzas que estas a menudo mantienen y el poder que la violencia les procura. Acorraladas entre un Estado debilitado y milicias omnipresentes, las fuerzas sociales se asfixian. El Líbano, Libia e Irak ilustran de manera resonante tal dinámica.

Hay excepciones a la tendencia del conjunto. Sudán vive una fase de transición bloqueada en la que ciertos grupos de militantes prodemocracia lograron, gracias a una movilización excepcional, no tener que inclinarse ante la intransigencia de los militares. Durante largo tiempo paralizada, Argelia representa otro caso particular. No vivió una transformación democrática, sin embrago la población sigue, a pesar de la represión de la que es objeto, desafiando al poder militar con fachada civil recurriendo a medios estrictamente políticos.

No ocurre lo mismo con sus vecinos magrebinos. En Túnez, donde la transición democrática vive una regresión, o en Marruecos, donde la liberalización se agotó. El majzén tradicional [estructura político-administrativa sobre la que reposa el poder monárquico] sigue siendo objeto de vivas críticas, pero el debate sobre los futuros cambios políticos trata sobre todo sobre la corrupción y sobre las dificultades de la vida cotidiana.

Espejismos de la reacción

Para comprender la fatiga política de los regímenes en funcionamiento, hay que entender la amplitud del frágil resultado de sus contrarrevoluciones. Las autocracias árabes que sobrevivieron a los levantamientos de 2011 y 2012 implementaron un programa destinado a sofocar a los demócratas bajo el peso de la represión, del militarismo, de la marginación de la causa palestina y del apoyo dado a las dictaduras amigas. La contrarrevolución logró contener la ola contestataria pero no logró imponer un sistema estable y legítimo. Fracasó en desalentar toda contestación y en hacer relucir los atractivos del autoritarismo. Su proyecto no logró imponerse como ideología de recambio. Debilitó a la vieja izquierda y acorraló a las fuerzas islamistas en sus trincheras. También sembró la discordia en el seno del bando democrático y asimiló toda demanda de derechos políticos al extremismo, a la vez que exacerbaba las animosidades que se jactaba de poder contener. No obstante, la contrarrevolución no posee una ideología propia, sino únicamente un programa de restauración de la autocracia ordinaria por medio del miedo y de la coerción. Como alternativa a una democracia presentada como intrínsecamente peligrosa e incapaz de asegurar la prosperidad, exhibió el modelo del hombre fuerte y del poder absoluto, pensando que esto podría llenar el vacío.

A los contrarrevolucionarios les gusta pretender que sólo regímenes autoritarios pueden llevar el desarrollo a sus sociedades dirigiendo grandes proyectos de modernización. Por ello, se anunciaron por todo lo alto megaobras de alta tecnología, parques inmobiliarios, zonas industriales y otras iniciativas que se presume crearán empleos. Sin embargo, estos espejismos tienen un futuro dudoso. No sólo necesitan recursos financieros masivos, de los que pocos Estados de la región pueden disponer, sino que les resulta imposible presumir de una base social o de un apoyo popular. En consecuencia, su destinatario natural es, en primer lugar, Occidente, al que un segmento estrecho de la burguesía local le sigue los pasos. Tal estrategia de modernización no conlleva un marco para una economía más equitativa y sustentable. Concebidas por asesores occidentales desconectados de las necesidades cotidianas de la población, estas empresas no estatales no pueden generar un crecimiento sostenible.

La mayor parte de los regímenes árabes se inspira, de hecho, en el modelo de dirección vigente en las grandes empresas, que no les presta más que una reducida atención a las aspiraciones populares. Por ende, se muestra más inclinada a presentarles un PowerPoint a los diplomáticos occidentales o al primer cliente de paso que a tejer un lazo, aunque sea este despótico, con sus propios ciudadanos. En el pasado, esta relación podía tomar diferentes formas. La ideología de masas y el simbolismo monárquico constituían las más frecuentes, seguidas de cerca por las campañas de solidaridad nacional o internacional en torno a causas comunes. En la actualidad, el paradigma “gerencial” se impuso, en particular en los Estados del Golfo. Quizá con la excepción de Qatar, Kuwait y Omán, cuyos regímenes, aunque en parte también adoptaron este nuevo modo de gobernanza, se ocuparon de mantener vigentes ciertos valores históricos y culturales. Reconocen, por ejemplo, el carácter sagrado de Jerusalén y continúan con su llamado a la solidaridad árabe.

Sin un proyecto coherente, la contrarrevolución árabe no puede sino multiplicar las acciones desordenadas. Sus intervenciones militares en Libia, y luego en Yemen, han sido tan costosas que no traerán ningún beneficio estratégico. Las economías de la región, con la excepción de los Estados petroleros, están golpeadas por el estancamiento. Incluso la poderosa alianza de Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, que sirvió de punta de lanza a la contrarrevolución, se sorprendió de ser objeto de tanta atención crítica. Esos Estados reaccionaron buscando en el extranjero apoyos adicionales, incluyendo los de la extrema derecha, presentándose como oasis de modernidad en lucha contra la reacción islamista.

Crisis anidadas

Se está dando vuelta una página de la historia. En vez de los vibrantes discursos utópicos declamados por los megáfonos, surge un bricolaje de maniobras y de cálculos cínicos. La actual inercia no va a durar debido a que ya están convergiendo varias crisis. La primera se debe a un cambio demográfico que ningún gobierno está en condiciones de poder contener. Los dos tercios de la población de los Estados árabes tiene menos de 30 años. A pesar del desánimo actual, tienen ambiciones de las que carecían sus mayores. Tecnológicamente conectados y políticamente experimentados, buscan soluciones locales a los males que sufren sus países. Males que son muchos. Arcaico y empobrecido, el sistema educativo se dedica a proveer diplomas que responden a los intereses de la función pública en vez de despertar el espíritu crítico. Las mujeres, que reclaman más derechos y mayor representación, continúan tropezando con un sexismo tenaz tanto en la vida política como en el mercado del trabajo. La juventud aspira a un empleo, pero los puestos son escasos: Oriente Próximo sufre la tasa de desempleo de jóvenes (superior al 30 por ciento) más alta del mundo.

A la crisis demográfica se agregan los efectos del calentamiento climático, particularmente severos en la región. En la actualidad, muchos Estados, entre los cuales se cuentan Irak, Jordania y Yemen, enfrentan escasez de agua. La crisis de la recolección de desechos en el Líbano también ilustra los estragos de una urbanización demasiado rápida combinada con una mala gestión de las tierras. Irán y Egipto se asfixian bajo la contaminación atmosférica. Finalmente, olas de calor causaron una serie de incendios en bosques sin precedentes estos últimos años, en Argelia, Siria y Turquía.

Estas catástrofes medioambientales no sólo pesan en los presupuestos públicos, sino que acentúan las tensiones relativas a la distribución de los recursos, tanto más fuertes aquellas cuanto son insuficientes estos. Jóvenes militantes y movimientos civiles dieron la alarma sobre estos temas ante el silencio de los gobiernos. El desastre climático podría, en consecuencia, ofrecerles a estas fuerzas sociales la oportunidad de ampliar su influencia y dificultar la del poder, sumando a la opinión pública a su causa.

La tercera crisis en curso es la de las estructuras económicas. Su inadecuación deriva de un modo de funcionamiento político altamente opaco al que estas están subordinadas. Las poblaciones saben a qué se enfrentan en esta materia. Si bien la mayoría de los regímenes árabes acogieron con los brazos abiertos la jerga tecnocrática de la economía neoliberal, siguen siendo prisioneros de su clientelismo y de la corrupción. Pero esto también coloca a estos regímenes en primera línea en caso de interrupciones de abastecimiento derivadas de un shock exógeno, como la pandemia de covid-19 o la guerra en Ucrania. Más vulnerables, incluso, debido a que las privaciones o las penurias alcanzan, en mayor medida, a las capas desfavorecidas y a los jóvenes.

Es evidente que la ayuda extranjera no es la solución. Los gobernantes presentan de buen grado los desembolsos gota a gota del Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y otros donantes occidentales, como una ayuda ordinaria que sirve para poner en regla sus gastos más urgentes. En realidad, estos desembolsos los han salvado de pagar un alto precio: las economías de numerosos países –El Líbano, Jordania y Egipto particularmente– habrían colapsado durante la última década sin la ayuda internacional. El espectro de Sri Lanka ronda la región.

Conscientes de que no pueden salir de la paralización sin redefinir su política económica, los regímenes árabes a menudo se contentan con bajar los brazos. Al punto de limitar sus ambiciones a un “país útil”, de alentar una forma de secesión política, e incluso física si se juzga por los nuevos barrios residenciales protegidos. Un seguro de salud privatizado y un sistema educativo de dos velocidades garantizan la movilidad social de las clases medias y superiores. Quienes no pertenezcan a la minoría de elegidos serán abandonados por el Estado, sean los pobres, los migrantes, los trabajadores y, sobre todo, los jóvenes. Y cuando estas voces excluidas se unen para protestar o criticar al régimen, la fracción privilegiada del país los califica de traidores o de agitadores. Así, de manera inédita, la lógica de la continuidad lleva al límite la lucha de clases: mientras que las élites consolidan su enriquecimiento, a las capas populares se les permite sobrevivir.

Así, el área de la política económica ya no es accesible más que para un pequeño segmento de la población, la llamada “clase productiva” compuesta de élites estatales y de una burguesía dispuesta a negociar su complacencia contra la promesa de ingresos. Son ciudadanos modelo quienes serán los primeros en beneficiarse de los megaproyectos de nuevas ciudades, como el Nuevo Cairo, en Egipto, o Neom, en Arabia Saudita, y que a cambio apoyarán la represión de cualquier cuestionamiento popular susceptible de amenazar su autoridad y sus intereses.

El recuerdo de una secuencia revolucionaria que no tuvo éxito puede persistir durante largos años. Las revoluciones europeas de 1848 ilustraron este fenómeno: aunque hayan rápidamente conducido a la restauración de los regímenes monárquicos, los herederos de su espíritu emancipador retomaron la lucha dos décadas más tarde, inaugurando la verdadera “primavera europea”. La próxima ola de la “primavera árabe” podría, a su vez, revelarse más explosiva que la anterior. Sociedades que hoy parecen estar en hibernación política reencontrarían entonces sus voces.

Las nuevas revueltas no serán islamistas y tampoco tomarán prestadas las viejas herramientas de internet o el lenguaje de las ONG occidentales. Los militantes del futuro, sin dudas, buscarán forjar alianzas en el seno de las clases medias que en la actualidad son más bien conquistadas por la economía política de los regímenes autoritarios. Sin embargo, ellas también pronto podrían tomar consciencia, a la vez, del carácter efímero de su prosperidad y de su vulnerabilidad ante la arbitrariedad de los autócratas. En tal caso, la convergencia entre fuerzas populares y burguesía no rentista constituiría un desafío sin precedentes para los regímenes árabes.

Hicham Alaoui, investigador asociado de la Universidad de Harvard (Estados Unidos), autor de Pacted democracy in the Middle East, Grasset, París, 2014. Traducción: Micaela Houston.