Las elecciones del último domingo de octubre consolidaron un nuevo sistema de partidos en Brasil, que a su vez es resultado de profundas mutaciones sociales. El bolsonarismo, que representa a la mitad del país, constituye un movimiento heterogéneo y complejo, que llegó para quedarse más allá de lo que suceda en el futuro con su líder.

Los resultados de las elecciones en Brasil concretan el aterrizaje del proceso de mutación del sistema de partidos iniciado luego de los comicios municipales de 2016 y, sobre todo, desde los generales de 2018, en los que Jair Bolsonaro había obtenido la presidencia.

Si en 2018 se había renovado el 47 por ciento de la Cámara de Diputados, expresando el rechazo a la clase política asediada por el Lava Jato,1 en 2022 la renovación cayó al 39 por ciento, en línea con los niveles usuales de recambio. De las 27 unidades federativas de Brasil (26 estados y Brasilia), 23 votaron esta vez por mantener los proyectos gubernamentales en curso, sea reeligiendo al gobernador o apoyando su continuidad mediante el voto al candidato del oficialismo local. El sistema, sin embargo, aún no se estabilizó en el Senado. Aunque lejos de la renovación récord de 2018, cuando perdió uno de cada cuatro postulantes a la reelección, 2022 deja la segunda marca de senadores que buscaron reelegir y no lo lograron desde 1990. En líneas generales, sin embargo, se nota una estabilización del sistema de partidos.

Lejos de un mensaje de fragmentación como el que se dibujó en 2018, con 35 partidos políticos representados en el Congreso Nacional, la geografía política del Parlamento, del cual Lula dependerá para lograr éxitos en su gestión, se acota: el número efectivo de partidos en la Cámara de Diputados cae a su nivel más bajo desde 2006. El bolsonarismo, ese movimiento fuerte con un líder débil, incorporó a otros actores que succionaron capital político del evangelismo. La bancada evangélica está en su nivel más bajo en 15 años y parte de esa fuerza se trasladó al bolsonarismo: si los evangélicos lograban presencia en 23 partidos en 2018, hoy la realidad los ha acotado a la oferta electoral de 15.

¿Qué es el bolsonarismo, que obtuvo casi la mitad de los votos en las últimas elecciones? Una fuerza asentada sobre cuatro pilares: las Fuerzas Armadas, el agronegocio, las iglesias evangélicas y el “bolsonarismo raíz”, con su mundo de youtubers, animadores, celebridades y el entorno familiar y social del presidente.

El ejercicio del poder desde la presidencia ha amplificado al “bolsonarismo raíz” en detrimento de la participación de los evangélicos en la trama política del oficialismo ahora derrotado. En las últimas elecciones esta vertiente ha ampliado su presencia parlamentaria eligiendo a exministros, como la otrora titular de la cartera de la Mujer, Familia y Derechos Humanos, Damares Alves, en Brasilia, o el general Eduardo Pazuello, ministro de Salud bajo la pandemia, en Río de Janeiro.

Pero, aunque el crecimiento parlamentario y territorial del bolsonarismo fue importante, la ola fue también contestada por una nueva configuración del campo progresista/liberal: la Federación Brasil de la Esperanza, que llevó como candidato a presidente a Lula, creció hasta las 80 bancas; el Partido Sociedad y Libertad (PSOL), creado como disidencia de izquierda del Partido de los Trabajadores (PT), eligió la mayor bancada de su historia; San Pablo y Minas Gerais votaron a las dos primeras diputadas transexuales de la historia del Congreso brasileño; exponentes del “bolsonarismo raíz” muy importantes, como Janaína Paschoal y Nise Yamaguchi, se quedaron sin bancas; y el Movimiento Sin Tierra eligió la mayor cantidad de diputados federales y estaduales de su historia.

Un país dividido

Pese al discurso conciliador de Lula en la noche del domingo 30, lo cierto es que hay dos Brasiles. Lula sustentó su triunfo no sólo en el Nordeste, sino en las grandes capitales y áreas metropolitanas, con votos de mujeres y clases medias-bajas que rechazaban el manejo de la pandemia de covid-19 por parte de Bolsonaro.

El presidente, en cambio, siguiendo la senda del exmandatario estadounidense Donald Trump, trabajó en la movilización de los votantes de los distritos más chicos del país, favorecidos por el denominado “presupuesto secreto”, un mecanismo creado a iniciativa de Bolsonaro para volver opaco el uso de los fondos federales y conseguir votos mediante alianzas clientelares en las zonas menos pobladas. Esto queda en evidencia al comparar el porcentaje de presupuesto controlado por el Congreso –donde se negocia este “presupuesto secreto”– a lo largo de los años. En 2014 era del cuatro por ciento. En 2002 llegó al 25 por ciento y en 2023 ya está comprometido el 40. Eso deja buena parte del presupuesto federal en manos de transacciones políticas que pueden adquirir formas abiertamente clientelares en la búsqueda de comprar votos y de financiamiento electoral indebido. La relación entre diputados y alcaldes se traduce en una explosión de gastos injustificados y focalizados. Un ejemplo: en Igarape Grande, localidad del estado nordestino de Maranhão, a 300 kilómetros de la capital estadual y con 11.500 habitantes, se informaron pedidos de casi 13 mil radiografías de dedo, en similar proporción a la ciudad de San Pablo, con más de 12 millones de habitantes.

Este esquema de distribución de recursos fue construido por Bolsonaro para lograr la supervivencia de su gobierno, cercado a principios de 2020 por los procesos judiciales contra sus hijos y la pandemia. Aun así, Bolsonaro fue el presidente con menos éxito legislativo de la historia, con una aprobación en 2021 de sus proyectos de 28 por ciento, por debajo del peor registro anterior, el de Dilma Rousseff en 2016, el año del impeachment.

Pero la derrota del oficialismo se explica porque, más allá de estas maniobras, el escenario económico siguió siendo de bajo crecimiento una vez superada la pandemia, con Brasil recuperándose por debajo de la media mundial. En este punto puede adivinarse el espinazo de su derrota electoral: en el corazón productivo de Brasil, situado en los estados de Minas Gerais, Río de Janeiro y San Pablo, el presidente experimentó una pérdida notable de votos. Bolsonaro perdió allí nada más ni nada menos que 11 millones de votos con respecto a 2018 (recordemos que en la sumatoria nacional la diferencia en su contra fue de dos millones de votos).

Este patrón de pérdida de votos por parte de Bolsonaro se dio en paralelo a un proceso de urbanización del voto de Lula: el presidente de derecha retrocedió en casi todas las 38 ciudades con más de medio millón de habitantes, desde contextos favorables como Joinville (Santa Catarina) y Nova Iguaçu (Río) a ciudades como Porto Alegre (Rio Grande do Sul) y Juiz de Fora (Minas Gerais). En estas ciudades grandes Lula mejoró las marcas del PT respecto de las elecciones presidenciales anteriores. El desempleo también explica la pérdida de votos de Bolsonaro. Lula ganó en ocho de las diez ciudades que perdieron más puestos de trabajo en los últimos años, mientras que Bolsonaro obtuvo más votos en seis de los diez municipios en los que se creó más empleo.

Río de Janeiro y Santa Catarina

Un discurso recurrente sobre los orígenes del bolsonarismo explica su surgimiento como una revuelta de las regiones más pujantes y productivas del país contra geografías más rezagadas y más homogéneas en términos políticos, como el Nordeste. El “país productivo” de Bolsonaro contra el “país dependiente del Estado” de Lula.

Pero la visión merece un cuestionamiento. Dos casos de estados bolsonaristas lo ejemplifican: Río de Janeiro, el estado de origen del presidente y donde desarrolló toda su trayectoria política, y Santa Catarina, en el sur del país, una región clásicamente conservadora.

Bolsonaro se lanzó a la política a principios de la década de 1990, cuando el estado de Río de Janeiro sangraba por dos lacerantes heridas: su desplazamiento como epicentro del desarrollo brasileño desde 1930 en favor de San Pablo, y la nueva capitalidad instituida en los años 1960 en Brasilia. Ambas cosas explican el proceso de “subalternización” de Río de Janeiro. La historiadora María Helena Versiani ha demostrado cómo la dirigencia carioca, que en los años 1950 participaba de forma activa en los debates nacionales, comenzó, a partir de los años 1970, a acoplarse de manera irrestricta a la dinámica de los gobiernos centrales y su agenda, perdiendo autonomía.

La caída de los precios del petróleo, del que Río de Janeiro es un gran productor, en el período 2014-2015 impactó en ese proceso de declinación estructural de manera decisiva, afectando las capacidades fiscales del estado y los municipios. La política de restricción fiscal y los efectos económicos de los procesos anticorrupción del Lava Jato llevaron a la quiebra a varias empresas relevantes en el estado. Así, entre 2015 y 2020 Río de Janeiro perdió más de 700 mil empleos formales. Esto representó la mitad de los puestos de trabajo de ese tipo perdidos en ese período en todo Brasil, superando a San Pablo.

Pese a verse beneficiado (junto con otros estados) por una legislación federal de reciente aprobación que lo libra de pagar deudas hasta 2026, Río de Janeiro, el estado que representa el segundo Producto Interior Bruto (PIB) del país y que es el tercero en PIB per cápita, se ubica en el puesto 17 en cuanto a presupuesto por habitante. El bajo dinamismo económico se combina con una estrecha base de recaudación impositiva. Río de Janeiro no se beneficia por la recaudación del Impuesto a la Circulación de Mercaderías (ICMS) al petróleo que se produce en su litoral porque el mismo, a diferencia del resto de los bienes, se cobra donde es consumido, no donde es producido. En cuanto al turismo, se concentra en apenas cinco municipios: Búzios, Paraty, Itatiaia, Mangaratiba y Arraial do Cabo. El proceso de declinación económica y deterioro social que atraviesa se tradujo en un espacio abierto para las propuestas antipolíticas, de las que Bolsonaro se convirtió en su máxima expresión. El estado se volvió terreno fértil para el discurso anticorrupción y la inestabilidad: en los últimos seis años, seis exgobernadores terminaron presos. Ninguno de los dos últimos gobernadores logró terminar su mandato.

Este breve análisis de la historia socioeconómica de Río de Janeiro muestra que no es precisamente la prosperidad o la productividad lo que explica el éxito de Bolsonaro en su estado de origen. Lo mismo pasa en Santa Catarina, donde Bolsonaro arrasó con el 70 por ciento de los votos, otro caso testigo de que la pujanza económica o su ausencia nada tienen que ver con el arraigo del bolsonarismo.

Santa Catarina es un estado con una fuerte presencia de familias que dominan la política local: entre el inicio del siglo XX y la década de los 1990, dos clanes, los Ramos y los Konder-Bornhausen, gobernaron el estado en 12 ocasiones. Los linajes familiares estructuran la vida política del estado mucho más que los partidos, que establecen con ellos alianzas volátiles y muchas veces contra natura, desde el punto de vista ideológico. Esas bases políticas articuladas en clanes familiares, muy arraigadas antes de la irrupción de Bolsonaro, encontraron en el Presidente una referencia fija y unificadora a escala nacional que federó sus apetitos, necesidades y expectativas, en el marco de la crisis económica que afectaba al país.

Además, se trata de un estado con pocos centros urbanos. La capital estadual (Florianópolis) ni siquiera es la ciudad más poblada, y cuenta con menos de 600 mil habitantes. Esa dinámica rural dificultó la formación de una base trabajadora urbana, fundamental para el ascenso de opciones de izquierda, situación similar a la de otros estados, como Mato Grosso o Amazonas. Al tratarse de un estado rico, con menos desigualdad estructural y una porción relevante de su población afincada en municipios pequeños, los programas sociales de los gobiernos del PT tuvieron menos impacto, y generaron una menor adhesión.

Santa Catarina es un buen reflejo del bolsonarismo policromático, alejado de la visión monolítica más difundida. Su nuevo gobernador, Jorginho Mello, del mismo Partido Liberal del presidente, fue parte de la base parlamentaria de Dilma Rousseff. El gobernador saliente, el militar Carlos Moisés, que había sido elegido en el mismo partido que Bolsonaro en 2018, se alejó de él desde el inicio de su gestión. En otras palabras: pragmatismo, fisiologismo y adaptación, transiciones y transacciones, son mucho más naturales en la trama bolsonarista, tanto local como nacional, de lo que se piensa de forma habitual; y lo más factible es que sean mucho más recurrentes a partir de la derrota electoral.

El futuro del bolsonarismo

La derrota de Bolsonaro marca el final de una etapa en la mutación representativa de Brasil y abre la batalla por la herencia. Los enemigos más peligrosos del todavía presidente serán quienes intenten jubilarlo y encabezar el nuevo polo conservador que deglutió a la derecha centrista. Mucho más que Lula o el Tribunal Superior Electoral, serán gobernadores como Romeu Zema, de Minas Gerais, o Tarcísio de Freitas, de San Pablo, los rivales que ahora buscarán consagrarse como referencias nacionales, en una etapa que continuará signada por un parlamento superpoderoso, marcada por la inestabilidad política y el bajo crecimiento económico.

La política brasileña, en estado de máxima tensión, demandará máxima atención. El 2010 se fue para no volver, pero el 2018 ya mutó. Las amenazas antisistema y el descontento continúan. De ahí el giro abierto de Lula hacia una coalición socioliberal, que incluso contiene elementos del agronegocio y el empresariado paulista. Una coalición para salvar el espíritu del pacto democrático de 1985 antes que las olas de la insatisfacción lo hagan naufragar con un nuevo liderazgo autoritario. Porque se sabe: se puede intentar surfear, pero con el mar no se juega.

Patricio G. Talavera, politólogo.

Las siete tareas

Cuando Lázaro mutó en Hércules

Si los trabajos de Hércules eran 12, Lula da Silva deberá afrontar al menos siete en su tercer mandato. El primero será casi tan difícil como limpiar los establos de Augías, aquella tarea del héroe de la mitología griega. Para despejar esa acumulación de detritos que deja la gestión de Jair Bolsonaro cuenta con el consenso del sistema político brasileño. Más difíciles serán las otras, las de construir más allá de recomponer. Pero vitales para cumplir, de ese modo, con las expectativas sociales de sus votantes más pobres que fueron, a fin de cuentas, quienes le dieron la base de votos más sólida y numerosa para ganar. No es fácil concretar alguna acción redistributiva ya que las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides están custodiadas por muchos de quienes sumaron a su victoria desde el centro empresarial.

Algunos analistas estiman que Bolsonaro deberá cuidarse de los gobernadores cercanos a su propio cuño (el talante de Lula no hace prever que sea el presidente electo quien accione mecanismos contra su antecesor) ya que quizá sean ellos quienes busquen la piel del felino de Nemea. En un paralelismo posible, también Lula tendrá que estar atento al fuego amigo, en especial el que provenga de las nuevas alianzas. En ese sentido, el Parlamento será la arena.

Así las cosas, limpiar la casa, mantener aliados, negociar en el Poder Legislativo, redistribuir lo que se pueda pensando en su base más fiel, poner un ojo en la seguridad sin descuidar el reflujo del bolsonarismo más radical, y retomar el lugar de Brasil en el concierto internacional son las seis tareas inmediatas de Lula. La séptima no puede ser olvidada: construir un liderazgo que lo suceda en el Partido de los Trabajadores.

Rafael Trejo


  1. Megacausa por corrupción iniciada en 2014 que procesó a altos cargos políticos, incluyendo varios integrantes del PT. Ver www.mpf.mp.br/grandes-casos/lava-jato