El triunfo de Luiz Inácio Lula da Silva en la segunda vuelta electoral mostró la extraordinaria capacidad de resurrección del líder del Partido de los Trabajadores (PT) después de su paso por la cárcel. Sin embargo, el heterogéneo “frente democrático” que lo lleva al gobierno, la fuerza social del bolsonarismo y las mutaciones de la sociedad brasileña no auguran un tercer mandato sencillo.

Jair Messias Bolsonaro finalmente fue eyectado, por un escaso margen de votos, del sillón presidencial y del Palacio de Planalto: 50,9 por ciento frente a 49,1 por ciento. Tras sólo un período de gobierno, fue derrotado por un frente democrático que se extendió desde la izquierda socialista hasta los democrátas conservadores, liderado por un Lula que se transformó en un impresionante caso de resurrección política. Para el exobrero metalúrgico de 77 años que llega por tercera vez al gobierno, el resultado fue producto de un “compromiso civilizatorio” de la ciudadanía. En su discurso, Lula mencionó varias veces a Dios, en línea con los esfuerzos de la campaña de despojarse de la imagen “antirreligiosa” que le atribuyó el bolsonarismo y por captar la simpatía evangélica en un contexto donde los pastores conservadores fungieron de activistas del aún presidente Jair Bolsonaro. “El pueblo brasileño quiere libros, no armas”, dijo Lula para sintetizar los dos proyectos en disputa. Y puso el acento en la lucha por que todos los brasileños tengan tres comidas al día.

El frente anti-Bolsonaro se reprodujo en el exterior: los grandes medios de comunicación –incluso liberales y conservadores– señalaron la amenaza para el planeta entero que representaba el actual mandatario. Para la revista liberal británica The Economist, que apoyó a Lula señalando que debe mantener una posición centrista, “Bolsonaro es un populista trumpiano, que miente con la misma facilidad con que respira e imagina conspiraciones por doquier. No hace ningún esfuerzo por detener la destrucción de la selva amazónica. Su gestión de la covid-19 fue vergonzosa. Su círculo se solapa con el crimen organizado. Socava las instituciones, desde el Tribunal Supremo hasta la propia democracia”.1

Frente democrático

De esta forma, el expresidente vuelve al poder en una suerte de vindicación personal, tras pasar más de un año y medio en la cárcel.2 En aquellos días comenzó a mostrarse haciendo ejercicio –como forma de testificar que tenía energías suficientes para enfrentar los nuevos desafíos– y luego se casó con Rosângela da Silva, apodada “Janja”, quien jugaría un papel importante en su círculo íntimo y en la campaña electoral. Esta vez, Lula no fue el candidato del PT sino de la coalición lo más amplia que pudo conseguir: la “unidad hasta que duela” fue la meta. El voto al frente “Brasil de Esperanza” es resultado del solapamiento de un voto de clase –en tanto “pobres” más que trabajadores– con un voto democrático contra un gobierno que, más que a un sistema autoritario en sentido, llevó al país a una inédita degradación de la vida cívica y mantuvo oscuros vínculos entre el poder y grupos violentos.

Con todo, los resultados vuelven a mostrar la resistencia electoral bolsonarista, asentada en diversas redes –desde milicias hasta iglesias evangélicas conservadoras– que van más allá del liderazgo individual del presidente. Mientras Lula consiguió unos tres millones de votos más que en la primera vuelta, Bolsonaro obtuvo siete millones adicionales. Así, Bolsonaro le puso en estos años una cuarta B, la de su apellido, al bloque de la Biblia, el buey y la bala (BBB), es decir, la conjunción del voto evangélico, el negocio agropecuario y la seguridad. Se trata de una fuerza que lo antecede. Al igual que en todas partes donde crece la extrema derecha, el bolsonarismo “se comió” gran parte del voto de la derecha moderada. Como señaló el filósofo brasileño Rodrigo Nunes, Bolsonaro es más un catalizador que un demiurgo o creador.3

La multitudinaria adhesión a Lula, más allá de la pluralidad de motivos que la empujó, constituyó una ola democrática para poner fin al bolsonarato, una ola que congregó desde el Movimiento sin Tierra y el Partido Comunista hasta sectores de la élite económica y judicial. La elección estuvo muy lejos de ser un enfrentamiento pueblo versus oligarquía. Los electores de Lula han dado incluso una batalla por reapropiarse de la camiseta de la selección de fútbol: los colores verde y amarillo habían sido usados en 2013 en las masivas protestas contra Dilma Rousseff y luego fueron monopolizados por el bolsonarismo. Lula representa hoy más una vuelta a la normalidad que un proyecto de cambio profundo o una ola de izquierda, y buscó combinar el voto anti-Bolsonaro con la movilización de la nostalgia por los “días felices” del lulismo. Esos que le permitieron dejar el poder en 2010 con más del 80 por ciento de apoyo. En esa época nadie lo trataba de comunista, como haría luego la extrema derecha.

Todos estos elementos fueron suficientes para ganar, pero no por nocaut. Bolsonaro resistió con una variedad de recursos discursivos que conectaron, como se vio el domingo 30 de octubre, con la mitad de la sociedad brasileña: la denuncia de la “corrupción” del PT; la lucha contra la inseguridad mediante la libertad de portación de armas; la defensa de Dios y de la familia. Todo esto fue reforzado con una distribución de recursos –como el plan Auxilio Brasil– que chocaban contra el neoliberalismo ortodoxo de su ministro de Economía Paulo Guedes, y la organización de una verdadera milicia digital capaz de difundir cataratas de fake news:4 el lulismo tuvo que salir a desmentir, por ejemplo, que el expresidente tuviera un pacto con... el diablo.

Más que un gobierno, Bolsonaro organizó, desde el poder, una estrategia de campaña electoral permanente, con una intensa movilización de sus seguidores con base en un discurso de choque antiprogresista. En esas dinámicas, fue reafirmando su contacto con las “masas” pero de una forma más bien caótica, sin partido, y con sobreactuaciones negacionistas como las vividas durante la pandemia.

Pero hay un elemento más. Parte del discurso anti-Estado de la derecha latinoamericana actual tiene una amplia recepción entre la enorme masa de la población que pulula entre la informalidad y el “emprendedurismo”. La “economía moral” de estos sectores puede coincidir con discursos contra el “asistencialismo”, a favor de la portación de armas o de rechazo a los impuestos (con la convicción de que es mejor tener la plata en el bolsillo que dársela al Estado). Como apunta Nunes, “para mucha gente en las periferias de Brasil la lucha constante de todos contra todos es ya una realidad vivida de forma cotidiana, y la idea de que nadie va a intervenir puede sonar no como amenaza, sino como liberación”. A ellos se suman, además, quienes, desde la élite, apoyan la visión neoliberal de Bolsonaro, la que encarna el ministro Guedes, lo que da lugar a un bloque policlasista cuyo pegamento es el antiprogresismo, incluso declinado como un anticomunismo caricaturesco.

Pero si Bolsonaro tenía un proyecto en alguna medida refundacional, su vertiente más ideológica combinó a ultraliberales como Guedes con mesiánicos delirantes como los seguidores del fallecido teórico de la conspiración Olavo de Carvalho. Fue el caso, por ejemplo, del excanciller Ernesto Araújo, que llegó a proponer una “alianza cristiana” con la Rusia de Vladimir Putin y los Estados Unidos de Donald Trump y terminó por volver a Brasil una especie de paria global (uno de los aliados fue el Israel de Benjamin Netanyahu: la primera dama Michelle Bolsonaro votó el 30 de octubre vestida con una camiseta con la bandera israelí y escribió en Instagram: “Dios, Patria, Familia, Libertad”). Como en el caso de Trump, fue su perfil de presidente pendenciero –más que su ideología– lo que a la postre frustró su reelección.

Freno a la extrema derecha

La victoria de Lula suma un gobierno más a la nueva ola de progresismo latinoamericano. Como repite el politólogo Andrés Malamud, es la oposición la que viene ganando en la región.5 Pero en su mayoría estas oposiciones son de centroizquierda. Esto está generando un nuevo mapa político que combina ambos elementos: la izquierda tiene más peso político en términos del tamaño de los países que gobierna que durante la “marea rosa” de mediados de los años 2000, y espacios como la Alianza del Pacífico se diluyeron como bloques liberalconservadores alternativos al “populismo”. Al mismo tiempo, la adhesión a estos gobiernos progresistas es hoy más volátil y sus votantes más propensos a decepcionarse.

La derrota de José Antonio Kast en Chile en 2021 y ahora la de Bolsonaro en Brasil frenan la posibilidad de que las extremas derechas accedan o conserven el poder en el subcontinente latinoamericano. Eso puede enviar un mensaje a fuerzas como Propuesta Republicana (PRO), que lidera el expresidente Mauricio Macri en Argentina, que viene coqueteando con una derechización más acentuada. Estas derrotas, sin embargo, no diluyen la incidencia de las derechas “duras” en las sociedades ni sus posibilidades de funcionar como vías de canalización del malestar y el inconformismo social.

En el plano regional, uno de los desafíos del progresismo en este nuevo contexto es la normalización democrática de Venezuela, que atraviesa complejos cambios sociopolíticos.6 Con la oposición venezolana debilitada, los gobiernos de izquierda de la región pueden jugar un papel en reemplazo del desaparecido Grupo de Lima, sin mirar hacia otro lado: si hoy está de moda hablar de las “democracias iliberales” como una forma de erosión desde adentro de la democracia, en el caso latinoamericano el “iliberalismo” proviene en gran medida de la “izquierda” (a Venezuela se suma el giro más abiertamente dictatorial de Nicaragua), Esto pone en evidencia, como ha señalado el presidente chileno Gabriel Boric, la necesidad de una vara común frente a las violaciones de los derechos humanos. Por su peso regional, Brasil tendrá mucho que decir sobre estos asuntos.

La resurrección

Enorme animal político, el exobrero metalúrgico –sin ahorrar pragmatismo y “magnanimidad”– logró articular una coalición en torno a él, amnistiar a enemigos y ser amnistiado por ellos, ponerse la campaña al hombro y salir al ruedo en busca de la absolución de la historia tras la anulación de su condena por parte de la misma Justicia que la había avalado. El abismo bolsonarista facilitó, sin duda, el éxito de esa empresa. Uno de los acercamientos más significativos fue con el expresidente Fernando Henrique Cardoso, quien tuiteó dos fotos con cuatro décadas de diferencia: en una se los ve a él y a Lula jóvenes en la época de la lucha contra la dictadura militar; en la otra aparecen juntos en la actualidad, otra vez en un combate por la democracia. El nuevo vicepresidente, Geraldo Alckmin, era otro enemigo político de Lula, y ahora, tras abandonar el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, centroderecha) y afiliarse de manera pragmática al Partido Socialista, es uno de sus allegados más cercanos.

Bolsonaro se constituyó, como pudo verse en los debates televisivos, en un enemigo tenaz. A la vez que azuzaba ad infinitum a sus bases, el jefe de Estado proyectaba una imagen de austeridad que lo conectaba con la “gente normal”, mientras habilitaba la satisfacción de transgredir la “corrección política”. Hace cuatro años, Bolsonaro pudo entrar al Planalto como un outsider, en buena medida gracias a la intrascendencia que marcó sus 27 años como diputado. Muchos lo conocieron durante el impeachment contra Dilma Rousseff en 2016, cuando invocó risueño al coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, “o pavor” de Dilma: se refería a su papel como torturador durante la dictadura, cuando Rousseff estuvo detenida como militante de la izquierda armada.

Karl Marx, en uno de los prólogos de El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852), señala que en ese libro buscó demostrar “cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”. Queda pendiente terminar de entender cómo Bolsonaro, que fungió como una suerte de “lumpenpresidente”, consiguió erigirse como “mito” –así lo llaman sus seguidores– y obtener, aun perdiendo, el voto de casi la mitad de los brasileños. En todo caso, el resultado habla de la fortaleza de Lula para renacer de sus cenizas pero también de la debilidad del PT para renovarse como partido y superar sus estigmas, que no sólo tienen que ver con las fake news, y de la persistencia de la derecha dura como bloque político-cultural, como se ve en el Congreso y las gobernaciones.

El pasaje del PT de partido de la clase trabajadora a partido de los pobres fue dibujando un nuevo mapa político (importancia del voto del Nordeste), transformando la relación líder-partido (del petismo al lulismo, en palabras del sociólogo André Singer) y redefiniendo las formas de abordar la reforma social. Las protestas de 2013, que luego darían lugar al posterior “giro a la derecha”, se originaron en una serie de políticas y malestares colectivos muy subestimados por el PT. Luego vendría la conocida ofensiva en los tribunales, que combinó intereses políticos y judiciales. Un lawfare con poca menos coherencia de largo plazo, como se vería después, cuando el propio Tribunal Supremo anuló la sentencia a Lula.

Giancarlo Summa escribió que la historia reciente de Brasil puede resumirse en tres portadas del semanario británico The Economist, que varían sobre uno de los símbolos más icónicos del país: la estatua del Cristo Redentor.7 La primera, publicada en 2009, muestra al Cristo transformado en un cohete impulsado hacia los cielos, bajo el título “Brasil despega”. En la segunda, de 2013, la estatua del cohete cae en picada, fuera de control, y la revista se pregunta: “¿Brasil lo ha echado a perder?”. Por último, en la tercera portada, que apareció en junio de 2021, la estatua aparece inmóvil, con una máscara conectada a un tanque de oxígeno, una referencia directa a la desastrosa gestión de la pandemia. El diagnóstico es inequívoco: “La década funesta de Brasil”. Una cuarta portada podría transmitir, ahora, un Cristo Redentor expectante, quizás aliviado, con una esperanza limitada. Muchos brasileños, en teoría, habrían querido una tercera fuerza, no votar ni por Lula ni por Bolsonaro, pero esa tercera fuerza nunca se desplegó, y fueron estos dos candidatos los que canalizaron dos visiones ubicadas en las antípodas en un país que vivió la campaña electoral como una guerra civil de baja intensidad. Lula, en su discurso de triunfo, con tono de estadista, se comprometió a volver a unir esos pedazos de Brasil. Y restituir la credibilidad internacional de un país con su reputación por el suelo. “Estoy mitad alegre, mitad preocupado”, sintetizó.

Pablo Stefanoni, jefe de redacción de la revista Nueva Sociedad. Autor de ¿La rebeldía se volvió de derecha?, Siglo XXI, Buenos Aires, 2021. Una versión anterior de este artículo se publicó en la diaria, 2-11-2022.


  1. The Economist, Londres, 4-10-2022. 

  2. Condenado en julio de 2017 por cargos de corrupción y lavado de dinero, fue liberado luego de que el Supremo Tribunal Federal de Brasil dictaminara que el juez que lo condenó actuó de forma parcial. 

  3. Bernardo Gutiérrez, “Bolsonaro es sólo un catalizador. Que sea él u otro es contingente”, entrevista a Rodrigo Nunes, CTXT, 17-10-2022. 

  4. Bernardo Gutiérrez, “Guerra sucia digital en la recta final de las elecciones en Brasil”, CTXT, 27-10-2022. 

  5. https://twitter.com/andresmalamud/status/1586853809170563072 

  6. Pablo Stefanoni, “En Venezuela, ‘todo está muy normal’”, Análisis Carolina, 13-10-2022. 

  7. Giancarlo Summa, “El regreso de Lula a un Brasil de rodillas”, Nueva Sociedad, N° 297, Buenos Aires, enero-febrero de 2022.