Para la elaboración de sus originales hipótesis José Carlos Mariátegui (1894-1930) dedicó un esfuerzo central, pero no exclusivo, a la crítica de la tradición cultural y política peruana. De manera simultánea y no contradictoria, atendió lenguas y discursos políticos y artísticos europeos y, en el conjunto americano, escrutó la situación de México y más aún la del Río de la Plata.

Buenos Aires era una potente sociedad en movimiento en la que se estaba gestando algo nuevo para América; allí hervía una cultura en la que era posible verificar, como lo planteó en “El proceso de la literatura” –el último y más extenso de los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928)–, la superación de la etapa cosmopolita. En Buenos Aires algunos jóvenes estaban concretando la auténtica literatura nacional, capaz de integrar de forma armoniosa ciertos lenguajes locales con los que vinieran de donde fuere. “Uno de los más saturados de occidentalismo y modernidad, Jorge Luis Borges, adopta frecuentemente la prosodia del pueblo”, dijo Mariátegui, antes que nadie, en ese trabajo. Tres años antes, en “Nacionalismo y vanguardismo en la literatura y en el arte” había apostado fuerte y con puntería: “La argentinidad de Girondo, Güiraldes, Borges, etc. no es menos evidente que su cosmopolitismo” (Mundial, Lima, 14-12-1925). Los miembros de la revista Martín Fierro y, sobre todos ellos, Borges, quien tal vez nunca se enteró del superlativo elogio, cumplían este equilibrio que en Perú para Mariátegui sólo algunos estaban explorando en solitario, como César Vallejo –quien tendrá mucho por delante– o Martín Adán.

Buenos Aires, propuso Mariátegui, era uno de los dos meridianos de América Latina. En el extremo norte del subcontinente otro meridiano pasaba por México. Uno y otro no eran más que la posibilidad de alcanzar un mercado y un polo de redistribución de los productos letrados, algo que se insinuaba y que sólo ocurrirá en años sucesivos (“La batalla de Martín Fierro”, en Variedades, 24-12-1927). Buenos Aires aportaba una explosiva serie de periódicos y folletos, multiplicaba los lectores y propiciaba la agitación de las ideas. Mariátegui quiso integrarse a ese espacio de experimentación y difusión únicas, pero no lo consiguió con el protagonismo esperado, aunque anduvo cerca. Según lo ha estudiado Horacio Tarcus en Mariátegui en Argentina o las políticas culturales de Samuel Glusberg (Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 2001), el intelectual peruano acarició con la ayuda de Glusberg la idea de una revista que reuniera a diferentes figuras americanas. Del frustrado plan quedó una cercanía con Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), que la abrupta muerte de Mariátegui impidió desarrollar. Como el gran dominicano exiliado en La Plata, su joven colega pensaba que el idioma es la “materia primaria de unidad de toda literatura”, y sólo “a partir de obras propiamente artísticas, de méritos perdurables [...] aparecen propiamente literaturas”.

Aunque propugnara un indigenismo que sólo se podría fortalecer en un horizonte socialista –según lo ha observado Antonio Cornejo Polar–, Mariátegui concluyó que en el ámbito peruano la “lengua castellana, más o menos americanizada, es el lenguaje literario y el instrumento intelectual de esta nacionalidad cuyo trabajo de definición aún no ha concluido”. A su vez, pudo ir más allá de Henríquez Ureña y de sus contemporáneos, ya que pensó –adelantándose a planteos de la década de 1980– que la nación es una “abstracción, una alegoría, un mito”. Sólo por esta conclusión tan radical pudo proponer que “el dualismo quechua-español” convertía a la literatura peruana en “un caso de excepción que no es posible estudiar con el método válido para las literaturas orgánicamente nacionales”, como sí podría ser el ejemplo de la argentina. En otros términos: la literatura peruana no puede desprenderse de lo quechua sin que haya logrado soldar esta lengua a la que trajo la conquista y naturalizó la colonia; la literatura argentina, en cambio, hacia mediados de la década de 1920 empezaba a fundir lo universal-nuevo con lo criollo, dos términos que, lejos de ser contradictorios, podían ser complementarios.

Las reflexiones de Henríquez Ureña en el primero de sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1926), título al que Mariátegui de algún modo homenajea en la reunión de sus trabajos, así como las notas de Borges iluminarán estas soluciones para un rumbo nuevo del pensamiento y la crítica en América Latina, lejos de la propuesta de la latinidad que imaginara José Enrique Rodó en Ariel (1900), y que Mariátegui rechazaba porque juzgaba esta imagen pletórica de idealismo paralizante y discriminadora de lo indígena.

Montevideo

Otra pieza capital en este prospecto fue la capital uruguaya y, en esta ciudad, Alberto Zum Felde (1888-1976). Los caminos para llegar a este crítico y ensayista clave, y hoy no suficientemente estimado, se multiplicaron. En Montevideo residió, luego de un pasaje por Brasil, el poeta peruano Enrique Bustamante y Ballivián (1883-1937), quien se desempeñaba como funcionario diplomático de segundo orden y como activo difusor de las letras de su país y, también, de los países por los que anduvo. Este compatriota de Mariátegui fue uno de sus enlaces con las muchas revistas que comenzaron a cambiar el sentido del arte y las ideas en Uruguay en 1927: La Pluma, La Cruz del Sur y Cartel, además de varias páginas literarias, desde la que tenía a su cargo Juana de Ibarbourou en El País hasta la del diario comunista Justicia, que dirigió la entonces joven Blanca Luz Brum, ya viuda de Juan Parra del Riego, otro gran poeta peruano fallecido en la capital uruguaya.

Esta vasta trama de nombres y nexos ha sido estudiada en la excelente (e inédita) investigación de María Florencia Morera y C. Jimena Torres: “Mariátegui y el Uruguay. Redes intelectuales-redes editoriales en la vanguardia histórica latinoamericana” (Montevideo, FHCE, Universidad de la República, 2013). Más allá de los muchos vínculos que llevaron a que Mariátegui colaborara especialmente con algunas de estas publicaciones o que algunos de sus textos se reprodujeran en ellas, en “El proceso de la literatura” hay constancia de su lectura de “El nativismo”, única colaboración de Zum Felde en La Cruz del Sur (Nº 15, noviembre-diciembre de 1926). En esta breve nota desarrolla la idea de “proceso” antes que la de “historia” literaria o intelectual, idea que retomará en su Proceso intelectual del Uruguay y crítica de su literatura (1930). Su lectura inducirá a Mariátegui a adoptar este término para el mencionado y más elaborado ensayo final de su último gran libro y, aun antes, lo llevará a colaborar con la revista dirigida por Zum Felde, La Pluma, con el artículo “Nativismo e indigenismo en la literatura americana” (Nº 1, agosto de 1927), adelanto de ese capítulo final.

“Proceso” le daba al marxista peruano posibilidades más dialécticas que “historia”, término aún impregnado de la filosofía positivista. Eso le permitió superponer balance y polémica observación directa, sin que esto suponga “que considere el fenómeno literario o artístico desde puntos de vista extraestéticos, sino que mi concepción estética se unimisma, en la intimidad de mi conciencia, con mis concepciones morales, políticas y religiosas”. Con moderación, Zum Felde podía suscribir esta sentencia.

La prematura muerte de José Carlos Mariátegui en 1930, el año en que comenzaba a romperse la concordia uruguaya que el peruano admiró, como elogió la obra política de José Batlle y Ordóñez (muerto un año antes), sacudió a la intelligentsia uruguaya, que no dejó de expresar su asombro por quien había pasado con la velocidad de una ráfaga. Sólo a mediados de los años 1960 volvería esa obra en los escritos de Ángel Rama en el semanario Marcha. Sólo entonces, y de a poco, comenzaron a llegar las modestas ediciones de las obras del escritor peruano en el sello Amauta, para hacer nuevamente familiar y con mayor alcance una obra de auténtico pensamiento crítico, que no acepta dogmatismos ni dobleces.

Pablo Rocca, ensayista y crítico literario uruguayo. Doctor en Letras por la Universidad de São Paulo y docente en la Universidad de la República (Udelar), de Uruguay.