La industria paquistaní se beneficia de la permisividad del gobierno sobre la violación de derechos laborales en las fábricas, y cuenta con un aparato represivo propio para evitar la protesta. Occidente, que usa la mano de obra barata para la ropa de sus shopping y se desentiende de las consecuencias sociales, empezó a ajustar la legislación sobre los eslabones externos de la cadena textil, al menos desde Alemania.

Situada en las lindes de la zona industrial de Landhi, en el sureste de Karachi –la capital económica y financiera de Pakistán–, Green Park City es una residencia cerrada de construcción reciente. Raro islote de verde, en esta periferia industriosa y densamente poblada, ofrece a sus habitantes el privilegio de un parque mantenido con primor, flanqueado por inmuebles de hermosa factura al pie de los cuales se estacionan sus camionetas rutilantes. Reproduciendo los códigos del hábitat de élite, aloja a las familias de los self-made men [hombres hechos a sí mismos] de la industria local, de los agentes reclutadores que les proveen mano de obra y de los gerentes surgidos de la clase obrera, que pudieron ir subiendo los escalones de manera progresiva. Si la infraestructura del barrio no está siempre a la altura de sus ambiciones –su red eléctrica falla tanto como la de los barrios populares que lo rodean–, su insolente prosperidad da testimonio de las perspectivas de ascenso social en el rubro textil y de la vestimenta, joya de la industria paquistaní.

Bilal Khan(*)1 forma parte de esos trabajadores que pudieron ascender. Nos recibe en un amplio departamento, amoblado con sobriedad, un día de mayo. Entre dos tragos de kahwa, una preparación de té verde que toman los pashtunes de Pakistán, vuelve sobre su recorrido ejemplar. Originario de la región de Dir, en el noroeste del país, creció en Karachi y pasó ahí su matriculación –el certificado que señala el final de la escuela secundaria–. Tenía apenas unos 15 años cuando logró que lo contrataran. Habiendo comenzado como un simple ayudante, lo más bajo de la escala dentro de una fábrica textil, ocupa ahora, a los 43 años, el puesto de director de producción en una de las mayores empresas de confección de prendas de vestir del país.

Debe este éxito a su ahínco en el trabajo, pero también, y sobre todo, a sus relaciones con los partidos políticos, sin cuyo sostén es imposible hacer marchar su fábrica. Durante tres décadas, aproximadamente de 1985 a 2015 (ver recuadro), Karachi estuvo, en efecto, bajo la égida de esas formaciones políticas, que están militarizadas y controlan el acceso a los principales servicios urbanos (agua, electricidad, transporte...). Las actividades coercitivas de estos partidos –cuyos miembros garantizan que se conserve el orden dentro de las fábricas– hacen de ellos socios imprescindibles.

Khan no para de hablar del modo como esta industria, volcada a la exportación, pudo superar el obstáculo de la pandemia de covid-19, que resultó en el cierre de fronteras y la caída de las ventas internas. Desde 2020 se abrió bruscamente un nuevo mercado a escala planetaria: los equipos de protección individual. Las grandes empresas se abalanzaron allí: “Firmamos un gran contrato con los estadounidenses para fabricar máscaras, delantales, todo ese tipo de cosas. En lo personal, supervisé la producción de al menos un millón de máscaras y delantales”, confía Khan. Esta producción se benefició del apoyo de la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos (USAID), que brindó ayuda a nueve empresas para que acondicionaran su entorno de trabajo y luego obtuvieran las certificaciones necesarias para la exportación. En el lapso de algunos meses, se implementó una nueva cadena de suministros mundial con la colaboración de importantes medios aéreos, tanto civiles como militares.

No obstante, fue el Estado paquistaní el que hizo el aporte financiero mayor, por intermedio de su Banco Central, para reforzar y modernizar el aparato de producción. Además, su estrategia de confinamientos localizados y limitados en el tiempo facilitó la conquista de segmentos del mercado en detrimento de competidores indios, chinos y bangladesíes, confrontados a restricciones sanitarias prolongadas. La rama textil, que emplea a 15 millones de personas y contribuye con 8,5 por ciento del Producto Interno Bruto, salió así fortalecida de la crisis: las ventas en el exterior, que representan más de 60 por ciento de las exportaciones paquistaníes totales, batieron todos sus récords en 2021-2022 (19.000 millones de dólares).

Este crecimiento corre el riesgo de verse comprometido por el alza de los precios del algodón después de las terribles inundaciones del verano boreal, así como por una escasez de energía agravada por la estampida de los europeos sobre el gas natural licuado.2 Algunos dueños de empresas se preocupan además por las recaídas económicas y sociales de la inflación, cuya tasa anual alcanzaba el 26 por ciento en octubre. Director de una de las mayores marcas de prêt-à-porter [moda en serie] del país y heredero de una gran familia de empresarios de Karachi, Zahid Memon(*), teme incluso un escenario estilo Sri Lanka, en referencia a las movilizaciones que sacudieron la isla en el transcurso del verano de 2022.3

El capitalismo industrial paquistaní dispone, sin embargo, de sólidos recursos inmunitarios frente al desorden que viene. En efecto, su capacidad para superar las crisis a lo largo de su historia no se explica sólo por su facultad de adaptación ni tampoco por las ayudas financieras públicas. Depende sobre todo de la presencia de un aparato represivo pletórico y de la tolerancia de las autoridades civiles y militares respecto de las prácticas ilegales de la patronal (violaciones del derecho del trabajo y de las normas de seguridad, no pago de las horas suplementarias, despidos arbitrarios...), en nombre del carácter “estratégico” de ese sector. Fogueada en tres décadas de conflictos urbanos, la industria textil de Karachi constituye la forma más lograda de este capitalismo a mano armada.

Sindicatos y tribunales

El 15 de mayo, pese a la canícula que hizo estragos, la Federación Nacional de Sindicatos (NTUF) convocó a manifestar contra estos métodos ilegales. Al contrario de lo que podría dejar pensar su nombre, esta organización se emparenta menos con una central sindical que con una organización no gubernamental que defiende los derechos de los trabajadores ante los tribunales o ante la opinión pública. Ese día no había una multitud frente al Club de la Prensa, principal lugar de reunión en Karachi: algunas decenas de obreros y adherentes a la NTUF, así como un puñado de militantes de su organización hermana, la Federación de los Trabajadores Domiciliarios. Los oradores se suceden en el megáfono, pero sus palabras quedan ahogadas en gran parte por el sonido más potente de otro grupo de manifestantes –por la causa palestina–. Esta reunión sindical está hecha a imagen y semejanza del movimiento de derechos de los trabajadores en el país: es exangüe y poco audible.

Los militantes de la NTUF se niegan, no obstante, a bajar los brazos. Sus dos mascarones de proa, Naseer Mansoor y Zehra Khan, luchan en todos los frentes. Mientras aportan ayuda jurídica a los obreros despedidos de forma abusiva, o a aquellos que se esfuerzan por hacer reconocer su sindicato, se ubican también en la cabecera de las víctimas de accidentes industriales –como las familias de los 255 obreros y obreras que murieron, el 11 de setiembre, en el incendio de la fábrica de prendas de vestir Ali Enterprises–. Si las causas inmediatas de la catástrofe siguen siendo controvertidas (¿cortocircuito o incendio criminal?), el no respeto de las medidas de seguridad sin duda contribuyó a hacer más gravoso su balance humano. Esa fábrica producía jeans para el grupo alemán Kik y el juicio relacionado con ese incendio industrial –el más mortífero de la historia mundial– es también un juicio a las cadenas de valor globalizadas.

La campaña de movilización transnacional animada por el NTUF y los deudos de las víctimas desde hace una década en Pakistán y en Alemania terminó por convencer al grupo de indemnizar sustancialmente a dichas familias. Y si bien la Justicia alemana se negó a reconocer la responsabilidad de quien había hecho el pedido de trabajo en la catástrofe, la ley adoptada en 2021 por Berlín respecto del “deber de supervisión en las cadenas de suministros” (Ley LkSG), que entra en vigor en enero de 2023, deja entrever las posibilidades de un control mayor de los proveedores de las grandes marcas europeas.4 Sin embargo, sigue habiendo mucho por hacer. Más aun cuando, como subrayan Mansoor y Khan, la pandemia de covid 19 fue propicia para una vuelta a las prácticas ilegales.

Despidos y maniobras

En la provincia de Sindh, donde se sitúa Karachi, el confinamiento (23 de marzo-28 de abril de 2020) ofreció la cobertura ideal para una “purga” salvaje de los empleados. En el momento de retirar su salario, algunos obreros vieron cómo se les confiscaba su acreditación de acceso, enterándose así del cierre de su fábrica. Otros fueron notificados de su despido de modo sumario y telefónico. En no pocos casos, los asalariados involucrados no recibieron ni el salario en sí ni una indemnización, en violación de la legislación. Estas prácticas son más chocantes en la medida en que algunas de estas empresas se habían beneficiado de préstamos a tasas bonificadas para pagar los sueldos, y se habían comprometido, en contrapartida, a congelar los despidos.

La crisis sanitaria dio ocasión a muchos industriales para “racionalizar” sus cadenas de producción, como lo admite con entusiasmo un ex presidente de la Federación de Empleadores de Pakistán, Najam Kathiawari(*), a la cabeza de una gran empresa de prendas de vestir: “La covid fue un golpe de suerte. Nos permitió ganar segmentos de mercado, pero nos llevó también a repensar nuestra manera de hacer las cosas, y a aumentar nuestra productividad modernizándonos, implementando procesos más eficaces”. En ese sector, la “modernización” pasa principalmente por la feminización de la mano de obra que, por razones culturales, sigue estando menos adelantada que en otros países asiáticos, empezando por Camboya, Vietnam y Tailandia.5 Con fama de “más conscientes y dóciles”, las mujeres paquistaníes reciben en promedio 40 por ciento menos que los hombres por igual trabajo.

Respondiendo a un objetivo de control social pero también de reducción de costos, la preferencia de género en el momento de la contratación se aceleró. Director de producción dentro de una gran empresa de fabricación de prendas de vestir, Kamran Hussain(*) nos confía haber participado recientemente en una reunión en que “todos los gerentes del grupo habían sido invitados. Éramos al menos 120. Y ahí los dueños nos dijeron: ‘a partir de ahora, ustedes sólo contratarán mujeres’”. Esta discriminación es cada vez más visible y, en Landhi, nos cruzamos con un ómnibus que transportaba obreras, en cuya parte trasera un cartel publicitario anuncia la apertura de una campaña de contratación exclusivamente reservada a las mujeres.

La ola de despidos de trabajadores masculinos corre el riesgo de hacerse más intensa bajo el efecto del alza de los costos de abastecimiento y de la escasez de energía. Mientras sumerge a decenas de miles de trabajadores en una situación de extrema precariedad, favorece, además, las prácticas predadoras de los empleadores. En tanto que la duración legal de la jornada de trabajo es de 12 horas, horas suplementarias incluidas, nos encontramos con obreros obligados a trabajar durante 24, incluso 36 horas consecutivas, sin contar algunas pausas cronometradas para ir al baño o tragarse un almuerzo a toda velocidad. Además, es raro que las horas extras se paguen al doble de la tasa horaria habitual, tal como lo prevé la ley, o incluso que sean pagadas a secas. En un paisaje industrial del cual los sindicatos fueron proscriptos, y donde las posibilidades de recurrir a alguien están limitadas, y con procesos judiciales costosos y laboriosos, las resistencias quedan aisladas y tienen poco impacto en los medios de comunicación.

Protesta y represión

Aquí y allá, estas resistencias no dejan, sin embargo, de abrir brechas en el orden patronal. Operador de máquinas desde hace nueve años en International Textile, una gran empresa situada en la zona industrial de Korangi, Abdul Latif Chandio(*) forma parte de un grupo de 25 personas despedidas sin ningún tipo de procedimiento en los inicios de la epidemia de covid-19. Negándose a aceptar su suerte, este joven obrero de 25 años se acercó a la NTUF, que inició un juicio ante la Justicia laboral. Por intermedio de quien lo había reclutado para conseguir el empleo y que le depositaba habitualmente su salario mensual, la dirección le propuso un arreglo financiero, que él rechazó. Esta obstinación exasperó al agente de contratación en cuestión que, como gran parte de sus colegas, sabe hacer intervenir a sus contactos en los partidos políticos y el hampa en caso de conflictos de trabajo.

Anclados en los barrios obreros o goth (poblados urbanizados donde sobrevive un modo de vida semirrural), estos intermediarios prolongan el control patronal en la vida cotidiana de los obreros. Al haber abandonado su poblado natal en el Sindh rural hace nueve años para instalarse en uno de los más antiguos goth de Korangi, Chandio no tardó en pagar los costos de las connivencias. En ese barrio, en donde la abundancia de árboles frutales y el verde resplandeciente de los campos cortan la grisura del decorado industrial de los entornos, la belleza del marco natural no debe ilusionarnos. Además de su exposición masiva a la contaminación industrial, que según sus habitantes se traduciría en enfermedades respiratorias y cánceres precoces, este “poblado” continúa viviendo atemorizado por las pandillas que, en los años 2010, sometieron a los barrios baluchís (ver recuadro). En efecto, las pandillas fueron desmanteladas, en su mayor parte, entre 2013 y 2015. Pero algunos de sus miembros continúan entrenando sus músculos al servicio de la patronal y sus representantes locales.

Después de haberse negado a la oferta de compromiso de sus empleadores, Chandio recibió muy pronto la visita de unos fortachones. Acompañadas por insultos públicos, estas amenazas le hicieron la vida insoportable y lo obligaron muy pronto a mudarse: “Somos personas honorables –explica–, no pueden venir así como así a mi casa e insultarme. Entonces decidí llevarme a mi familia a un lugar más tranquilo, no porque tuviera miedo sino por un sentido del honor”.

No lejos de ahí, el barrio de Chakra Goth recibe desde hace varios años una oleada continúa de trabajadores migrantes expulsados de las zonas rurales del Sindh por los efectos del desajuste climático (sequía, inundaciones...), cada vez más marcados en esa región del sur de Pakistán. Después de un trayecto lleno de baches a través de callejuelas angostas y sinuosas, llegamos a una dhaba local –una fonda popular donde los residentes masculinos del barrio vienen a comer algo o simplemente a ofrecerse un momento de pausa a la sombra de un gran árbol de neem–. Esas fondas baratas son también el lugar de intercambios y debates, pese a la desconfianza de la cual son objeto desde la dictadura de Zia-ul-Haq (1977-1988). Por otro lado, algunas de ellas siguen teniendo la siguiente advertencia en sus paredes: “Absténgase de toda discusión política”. No es el género de conminación a la cual Arshad Khashkheli(*) y sus amigos estén inclinados a plegarse. Sentados, vestidos de traje, en esteras tejidas con cuerdas, están muy determinados a compartir las pruebas que atravesaron durante estos últimos meses, después de haber intentado organizarse para obtener mejores condiciones de trabajo.

Hasta octubre de 2021, Khashkheli(*) trabajaba como operador de máquinas en la Denim Clothing Company. Fundada en 2005, esta empresa con base en Korangi empleaba a 8.500 personas hasta que despidió sin aviso previo a la mitad de sus asalariados en julio de 2022. Mientras produce jeans para las grandes marcas internacionales (H&M, C&A, Zara, Mango, Walmart...), cuida su imagen poniendo en primer plano sus valores éticos y su respeto por el medioambiente, al mismo tiempo que sus equipamientos último modelo. Khashkheli y sus camaradas denuncian, sin embargo, un entorno de trabajo opresivo, donde la gestión de personal fue confiada a un exoficial de las fuerzas terrestres del Ejército, que, para hacer respetar su concepción de la disciplina fabril se apoya en matones conocidos.

Estas conspiraciones se despliegan a veces a la luz del día. En abril de 2021, a Faiza Muhammad(*), una costurera de unos 30 años, le llovieron golpes con una cadena antirrobo después de haber reclamado que se le pagara la prima anual que de forma tradicional se destina a los empleados por parte de las empresas beneficiarias. Entre sus agresores reconoció a muchos “brazos gordos” recientemente contratados por su empleador, que después de su crimen siguieron deambulando en los talleres sin ser molestados.

Al intentar movilizar a los trabajadores por sus derechos, Khashkheli y sus compañeros no tardaron, a su vez, en atraer las iras de la dirección –y de sus poderosos protectores–. Varios obreros fueron reducidos al silencio después de que su documento de identidad les hubiera sido confiscado por la Policía, que exige la firma de una carta de renuncia al trabajo para devolvérselo. Después de varios meses de tensión con sus superiores, Khashkheli fue víctima a su vez de intimidaciones. Fue interpelado por los esbirros del jefe de personal, que le confiscaron su teléfono celular, lo esposaron y lo transfirieron a otra unidad de producción, donde quedó aislado. Sus captores pretendían haber cerrado un acuerdo con los servicios de inteligencia del Ejército y amenazaban con hacerlo desaparecer en secreto si se atrevía a plantear su despido ante los tribunales. Confirmada por varios testimonios convergentes, la banalización de este tipo de amenaza indica que la cultura del terrorismo de Estado se infiltró hasta en los conflictos de trabajo más comunes y corrientes.

En paralelo a estas amenazas de violencia extrajudicial, el recurso a la herramienta penal despierta sus propias prácticas arbitrarias. Poco después del simulacro de secuestro de Khashkheli, su primo Sajid Mallah(*) descubrió que él mismo era objeto de una denuncia ante la Policía local. Al mismo tiempo que varios empleados de Denim Clothing, fue acusado de haberle tendido una emboscada a uno de los directores de la empresa cuando salía de la fábrica –una acusación que él niega con vehemencia, arguyendo que esta denuncia tenía como único objetivo obligarlo a renunciar y castigarlo por su insubordinación–. Al doblegarlo financieramente, el procedimiento judicial lo hundió en una situación precaria. Como lo subraya Mallah, estas presentaciones de denuncias sirven también para “arruinar la reputación” y “destruir la vida” de los trabajadores indóciles, privándolos de perspectivas de empleo, porque semejante estigma no escapará a la vigilancia de un selector de personal escrupuloso.

Cuando estas presiones individuales se revelan insuficientes, por ejemplo, en caso de movilización colectiva, asistimos a un refuerzo de la presencia policial en las inmediaciones, incluso en el recinto mismo de las fábricas. Un video filmado en 2021 por obreros de Denim Clothing muestra así a policías arremetiendo contra los obreros y aporreándolos dentro de una fábrica del grupo. Interrogado sobre estos vínculos con la patronal local, un alto responsable policial con base en Korangi confirma que nada o casi nada se les puede negar a estos industriales que, “por su contribución al tesoro público y a los ingresos por exportación del Estado, son los niños mimados de los políticos”. Los industriales también se benefician de la mercantilización de la seguridad pública. En el transcurso de los últimos años, el Sindh Industrial Trading Estate (SITE), la más antigua zona industrial de Karachi, se cubrió de fortines con almenas cubiertos de un motivo camuflado, donde velan centinelas armados. Estos nuevos guardianes de la paz industrial son los empleados de una oficina, los Rangers Security Guards, que está vinculada con la principal fuerza paramilitar local, los Rangers de Sindh, ubicada bajo control de las autoridades civiles, pero dirigida por oficiales del Ejército. Esta prestación fue negociada con la asociación de los industriales de SITE. Los residentes de los barrios obreros de los alrededores, cuyos movimientos se ven considerablemente perturbados por las murallas erigidas como límite de la zona industrial, no se engañan. Delante de una de las murallas que reserva a los peatones el derecho de entrada de lo que se emparenta cada vez más con una zona militar-industrial, un representante local del barrio de Bawani Chali concluye, decepcionado: “Quien paga los violines elige la música”.

Por más cerrado que pueda parecer, este sistema de dominación, sin embargo, no carece de fallas. Al ampliarse, la obligación del deber de vigilancia de las empresas multinacionales podría obligar a algunas de ellas a rendir cuentas sobre las prácticas coercitivas de sus proveedores. Así, las violaciones de los derechos humanos contempladas por la ley alemana LkSG incluyen las restricciones llevadas adelante por agentes de seguridad, públicos o privados, a la libertad sindical.6 Esta cláusula parece hecha a medida para contrariar a la miríada de especialistas de la violencia que continúan causando estragos en el seno de las empresas textiles de Karachi, en beneficio de las mayores marcas mundiales.

Laurent Gayer y Fawad Hasan, respectivamente, director de investigaciones en el Centre de Recherches Internationales (CERI-Sciences Po), autor de Le capitalisme à main armée. Défendre l’ordre patronal dans un atelier du monde, CNRS Éditions, París, de próxima publicación en enero de 2023, y periodista. Este artículo se basa en una investigación de ambos autores en Karachi entre mayo y agosto de 2022, así como en el trabajo realizado por Laurent Gayer de 2015 a 2020, en el marco de su habilitación para dirigir investigaciones (HDR). Traducción: Pablo Rodríguez.

Tres décadas de conflictos urbanos

Capital económica y financiera de Pakistán, situada en el sur del país, Karachi cuenta con cerca de 25 millones de habitantes de múltiples orígenes étnicos. Los sindhis y los baluchíes reivindican el estatuto de autóctonos, pero fueron reducidos a una minoría por numerosos grupos alógenos. Ahora mayoritarios, los muhajirs (los “emigrantes”) descienden de los musulmanes urdúfonos llegados a Asia desde India al término de la división de 1947. La industrialización de la ciudad, en el transcurso de los años 1950 y 1960, atrajo también numerosos trabajadores pashtunes y punjabíes.

La coexistencia entre esos grupos estuvo salpicada de tensiones. Desde 1985 hasta 2015, aproximadamente, Karachi se vio devastada por violencias políticas y criminales que dejaron más de veinte mil víctimas, con picos de mayor violencia en 1995 (1.742 homicidios) y 2013 (2.507) (1). Estos conflictos son de tres órdenes. Políticos: oponen partidos militarizados que se enfrentan en las urnas mientras defienden sus territorios mediante armas. Económicos: giran en torno del control de recursos lícitos (el presupuesto municipal, los empleos públicos) e ilícitos (la extorsión, el mercado negro del agua, el sector inmobiliario informal...) que son codiciados por esos mismos partidos políticos, así como por una miríada de grupos criminales. Estas rivalidades encubren finalmente una dimensión identitaria: cada una de las partes en conflicto pretende representar a una comunidad étnica particular, como los muhajirs en el caso del Movimiento Nacional Unificado (MQM), los sindhis y baluchíes para el Partido del Pueblo Pakistaní (PPP) y los pashtunes para el Partido Popular Nacional.

La versatilidad del Ejército aumenta la complejidad y volatilidad de estos conflictos: después de haber sostenido discretamente el MQM a fines de la década de 1980 para debilitar al PPP (dirigido por la familia Bhutto), los militares llevaron adelante una operación de “limpieza” en la ciudad desde 1992 a 1994 que apuntó a desmantelar lo que se presentaba entonces como “el Estado paralelo” del MQM. El partido volvió a conseguir el apoyo de la institución militar bajo el régimen de Pervez Musharraf (1999-2008), antes de sufrir nuevamente la ira del “GHQ” (el cuartel general del Ejército). Algunos grupúsculos, como aquellos reunidos en el Comité Popular para la Paz de 2008 a 2013, se beneficiaron también de un apoyo del Ejército a fin de contener la avanzada de los nacionalistas baluchíes en los barrios populares del centro de la ciudad.

Entre 2013 y 2016, una operación antiterrorista enfrentada al unísono por la Policía y los paramilitares (los Rangers del Sindh), con el aval de los militares, desembocó en el desmantelamiento de los grupos armados que habían controlado de forma sistemática a la ciudad. Al precio de cientos de ejecuciones sumarias y desapariciones forzadas, la “operación Karachi” restauró una calma relativa en la ciudad. En dicho contexto, la Policía y los Rangers se volvieron a convertir en actores de primer plano en el sostén del orden patronal.

Laurent Gayer

(1) Véase Ashraf Khan, “Seguir con vida en Karachi”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, abril de 2013.


  1. Todos los testimonios que están seguidos de un asterisco (*) fueron convertidos en anónimos. 

  2. Marine Godelier, “Énergie : la politique de l’UE plonge le Pakistan dans l’obscurité”, La Tribune, París, 27-6-2022. 

  3. Véase Éric Paul Meyer, “Las calles de Sri Lanka desafían la noria de las crisis”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, julio de 2022. 

  4. Robert Grabosch, La loi allemande sur le devoir de vigilance, Bonn, Friedrich Ebert Stiftung, 2022. 

  5. International Labour Organization, Employment, Wages and Productivity Trends in the Asian Garments Sector, Ginebra, ILO, 2022, p. 33. 

  6. Act on Corporate Due Diligence in Supply Chains, Section 2, art. 11.