En el concierto europeo de apoyo a Ucrania, Hungría toca su propia partitura. A la vez que denuncia la agresión rusa, el primer ministro Viktor Orbán defiende la vía del acuerdo con Moscú. Esta singularidad, que lo aleja de sus vecinos, responde sobre todo a consideraciones ideológicas y de política interna.

Desde su regreso al poder en 2020, Viktor Orbán recorre las periferias de la Unión Europea (UE) para alimentar la rebeldía contra Bruselas. A menudo usando el “nosotros, los centroeuropeos”, exhorta a las poblaciones de las antiguas “democracias populares” a hacer valer su diferencia y a no dejar que se les dicte su conducta. Desde hace más de una década, el primer ministro húngaro también preconiza una diplomacia de “apertura hacia el Este” cuyo objetivo sería reducir la fuerte dependencia económica respecto del Oeste y, a la par, “liberarse de los dogmas y las ideologías dominantes en Europa Occidental”1, o sea, dicho de otro modo, de la democracia liberal.

Durante mucho tiempo, el desinterés de Estados Unidos por Europa Central fue una suerte para Orbán, quien ve en los “rivales” de Washington –China y Rusia– modelos estatales a seguir para convertir a Hungría en una nación más competitiva en la globalización. Pero la invasión de las tropas rusas a Ucrania, el 24 de febrero, trastocó las reglas del juego. La UE cerró filas bajo la égida estadounidense y en nombre de la defensa de la democracia liberal. Todo aquello de lo que el dirigente soberanista húngaro deseaba liberarse.

“Sabemos por costumbre que, sea quien sea el vencedor, seremos el pato de la boda”, prevenía Orbán el 15 de marzo durante la celebración de la guerra de independencia contra los Habsburgo (sofocada por tropas rusas, al igual que la insurrección de Budapest en 1956). “Europa Central no es más que un tablero en el que juegan las grandes potencias, para las cuales Hungría no es más que un peón. [...] Si sus objetivos así lo reclamaran, y si no somos lo suficientemente fuertes, son incluso capaces de sacrificarnos”, continuaba Orbán.2 Ese mismo día, los dirigentes de Polonia, República Checa y Eslovenia se dirigían a Kiev para asegurarle al presidente ucraniano, Volodimyr Zelensky, el “apoyo sin ambages” de la UE. Orbán, quien había adoptado la costumbre de hablar en nombre de Europa Central desde la rebelión contra las cuotas europeas de solicitantes de asilo en 2015, se encontró solo, criticado incluso por sus aliados polacos del partido ultraconservador Ley y Justicia.

De manera formal, Hungría adhirió al bando occidental: en el Consejo Europeo votó las sucesivas sanciones contra Rusia, condenó la agresión rusa, en particular en la votación de la Asamblea General de las Naciones Unidas del 2 de marzo, y se pronunció a favor de la preservación de la integridad territorial de Ucrania; acogió de buen grado a los cientos de miles de refugiados ucranianos que transitaron por su territorio; entregó víveres y combustible a la región ucraniana de Transcarpacia por cerca de 50 millones de euros. Finalmente, Hungría no planteó dificultades para el despliegue, en la primavera boreal, de un “agrupamiento táctico multinacional” de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) a lo largo de su frontera de 137 kilómetros con Ucrania.

Sin embargo, en paralelo, Orbán se negó a entregarle armamento a Ucrania e incluso se opuso de modo oficial al tránsito de armas. Ya en abril preconizaba un cese el fuego inmediato y negociaciones de paz, al contrario que los otros miembros de la UE que confiaban en una victoria militar de Ucrania. Un escenario que Orbán excluyó ante su partido de forma categórica, a puertas cerradas, el 10 de setiembre en Kötcse.

La guerra echó por tierra sus esfuerzos por recuperar la economía tras la crisis de 2008-2009, que dejó a Hungría exangüe. En abril, el primer ministro ganó con facilidad su cuarta elección legislativa consecutiva (con 54 por ciento de los votos) prometiendo mantener su política de subvención a la energía, iniciada en 2013. Sin embargo, seis meses después, los húngaros se ven confrontados a una inflación de 18,6 por ciento anual y hasta de 33 por ciento para los productos alimenticios. El forinto perdió cerca de un tercio de su valor en los últimos cinco años y 15 por ciento en un año respecto del euro. La década de crecimiento económico que benefició a amplios sectores de la sociedad llegó a su fin.

Durante un encuentro con el canciller alemán, Olaf Scholz, el 10 de octubre en Berlín, el primer ministro húngaro achacó la responsabilidad de la crisis a la política europea de sanciones, que juzgó “primitiva en su concepción y desastrosa por sus efectos”. El 14 de octubre lanzó una “consulta nacional” sobre esta cuestión mediante el envío de un formulario a todos los hogares. Los ciudadanos tienen hasta el 9 de diciembre para responder preguntas como la siguiente: “¿Aprueba usted sanciones que hacen trepar los precios de los alimentos, aumentando así el riesgo de hambruna en los países en desarrollo y la presión migratoria en las fronteras de Europa?”. Otras consultas tendenciosas de este tipo ya habían sido organizadas respecto de cuestiones que obsesionan a Orbán, como las cuotas de solicitantes de asilo establecidas por la Comisión Europea, que él denomina el “Plan Soros”, o la gestión de la crisis sanitaria.

Un giro completo

Junto con Eslovaquia, Hungría es el país de la UE más dependiente de las energías fósiles rusas: en 2020, la totalidad del gas que importa y 59 por ciento de su petróleo provenían de Rusia.3 Para el dirigente soberanista húngaro, es evidente la preferencia entre “gas ruso barato y gas estadounidense caro y que ni siquiera es seguro que se pueda transportar hasta aquí”. Así, Budapest se plegó fácilmente al pedido del Kremlin de pagar gas y petróleo en rublos. A inicios del verano, logró, tras varias semanas de negociaciones y de bloqueo en el seno de la UE, una exención a la prohibición de importar petróleo de Rusia para Hungría, Eslovaquia y República Checa. Estos tres países sin acceso al mar son abastecidos por el oleoducto Druzhba (“de la Amistad”), que alimenta a Europa Central con petróleo desde comienzos de los años 1960. Cualquier sustitución sería muy cara en el corto plazo.

En el otoño de 2021, el empalme de Hungría al gasoducto Turkstream, que transporta gas ruso sorteando Ucrania a través del mar Negro, provocó la furia del ministro ucraniano de Relaciones Exteriores, Dmytro Kuleba. Las pésimas relaciones húngaro-ucranianas no son nuevas. Desde 2017, Budapest hace uso de su derecho de veto para bloquear cualquier acercamiento de Kiev a la OTAN, como represalia a la política de “ucranización” que, afirma Budapest, hostiga a los aproximadamente cien mil magiar-parlantes de Transcarpacia, en Ucrania Occidental –esta región rutena perteneció durante mucho tiempo al Reino de Hungría, y luego al Imperio Austrohúngaro–.

Además de que las tensiones entre Budapest y Kiev siguen siendo importantes, Orbán y el presidente ruso, Vladimir Putin, no han dejado de acercarse a lo largo de la última década. Incluso después de la anexión de Crimea. Tras haber construido su leyenda a partir del “Ruszkik Haza!” (“¡Fuera los rusos!”) que lanzó en la Plaza de los Héroes de Budapest, en 1989, e identificándose como “luchador de la libertad”, heredero de los “muchachos de Pest” que enfrentaron a los tanques soviéticos en 1956, el primer ministro húngaro tomó por sorpresa a su propio bando. En 2014, le ofreció el mayor contrato público de todos los tiempos en Hungría a Rosatom, sin licitación pública. La empresa rusa debe lanzar de manera inminente la construcción de dos nuevos reactores nucleares en el emplazamiento de la central de Paks, por un monto de 12.500 millones de euros financiados en un 80 por ciento por un préstamo del Estado ruso.

Según los dirigentes de la oposición húngara, Orbán sería un vasallo o incluso un agente de Putin, y su nuevo tropismo ruso se explicaría por la corrupción. Péter Márki-Zay, candidato del bloque de oposición derrotado en las elecciones legislativas de abril, nos decía durante su campaña electoral, hace un año: “Orbán era visceralmente anti-Putin y pro-UE, antes de hacer un giro de 180 grados. Esto se produjo el 25 de noviembre de 2009, durante un encuentro en San Petersburgo. No sé lo que Putin pudo haberle dicho o mostrado para chantajearlo, sólo puedo imaginarlo”.

Orgullo conservador

El acercamiento entre los hombres fuertes de Rusia y Hungría también se explica por su cercanía ideológica. La misma visión emana de sus discursos: la de un Occidente colonial, imperialista y moralizador, pero débil, decadente y nihilista.

La inmigración, el multiculturalismo, el mestizaje y los estudios de género que Occidente trataría de imponer a Europa Central serían peligros mortales para la civilización europea. Los nacional-conservadores húngaros reprodujeron de forma casi idéntica las leyes rusas que estigmatizan a las organizaciones no gubernamentales como “agentes extranjeros” y contra la “propaganda homosexual”. Adepto de la teoría del “Gran Reemplazo” de la que se convirtió en el principal promotor, Orbán estima que los países de Europa Occidental “ya no son naciones, sino nada más que conglomerados de pueblos”.

Orgullosos de los orígenes asiáticos del pueblo magiar, los nacionalistas húngaros expresan la convicción de que el futuro se juega en el Este y con gusto se verían en el centro de un nuevo orden geopolítico eurasiático. Calvinista a la cabeza de un país en esencia católico, Viktor Orbán preconiza hoy una alianza con el mundo cristiano ortodoxo. Hungría impidió que el patriarca ruso Cirilo fuera víctima de sanciones europeas y este condecoró al viceprimer ministro húngaro, Zsolt Semjén. Orbán, por su parte, recibió del patriarca serbio Porfirio la medalla de la Orden de San Sava, la más alta distinción de su iglesia, y luego la Orden del Mérito de manos del presidente Aleksandar Vučić, su nuevo aliado más cercano. Juntos anunciaron, el 10 de octubre, la prolongación del oleoducto de “la Amistad” para transportar petróleo ruso hacia Serbia –una forma de esquivar las sanciones europeas–.

“Hace décadas que Rusia ya no es nuestro enemigo. Es un socio más honesto que algunos de nuestros supuestos ‘aliados’”, puede leerse en una de las numerosas tribunas del diario de referencia de la derecha, el Magyar Nemzet.4 Su autor opina que Rusia fue “mutilada” en 1991, así como lo fue Hungría en 1920 por el Tratado de Trianón, y que Estados Unidos planificó el conflicto ruso-ucraniano con el fin de saquearla como a Europa Central después de 1990. Tras la fachada del pacifismo, los medios de comunicación del poder, hegemónicos como en ninguna otra parte en la Unión, tomaron partido por Rusia y son portavoces de los medios de comunicación del Kremlin. Con efectos perceptibles: para muchos votantes del Fidesz, sobre todo los jubilados, los alborotadores bélicos serían los ucranianos. La noche de su triunfal reelección del 3 de abril, Orbán colocó a su presidente, Volodimyr Zelensky, en tono de broma, entre sus enemigos tradicionales, junto a Bruselas y George Soros, provocando las risas de los asistentes.

Corentin Léotard, jefe de redacción de Le Courrier d’Europe centrale, Budapest. Traducción: Micaela Houston.


  1. “La Hongrie sur la voie d’une démocratie despotique”, Le Courrier d’Europe centrale, Budapest, 2-8-2014, https://courrierdeuropecentrale.fr. 

  2. Discurso de Viktor Orbán en ocasión del 174º aniversario de la Revolución y de la Guerra de Independencia de 1848-1849, 15-3-2022. 

  3. “Which countries are most reliant on Russian energy”, sitio de la Agencia Internacional de Energía, www.iea.org

  4. Pilhal Tamas, “A háború most kezdődik”, Magyar Nemzet, 22-9-2022.